1 jul 2011

"Cómo encontré al Superhombre" de G.K. Chesterton (1909)

autor: Gilbert Keith Chesterton
Traducción: Luis Báez

A los lectores del señor Bernard Shaw, y de otros escritores modernos, podría interesarles saber que el Superhombre ha sido encontrado. Yo lo encontré; vive en South Croydon. Mi hallazgo será, sin dudas, un duro golpe para el señor Shaw, quien desde hace años ha estado olfateando un rastro falso, y quien ahora busca a la criatura en Blackpool; y sobre la noción del señor. H.G. Wells, de generarlo a partir de gases en un laboratorio privado, siempre pensé que estaba condenada al fracaso. Le aseguro al señor Wells que el Superhombre de Croydon nació en la forma ordinaria, aunque él mismo, por supuesto, es cualquier cosa menos ordinario.

Tampoco son sus padres indignos del maravilloso ser que han dado al mundo. El nombre de Lady Hipatia Smythe-Brown (ahora Lady Hipatia Hagg) nunca será olvidado en el East End, donde hizo un espléndido trabajo social. Su grito constante de "¡Salven a los niños!" se refería a la cruel negligencia sobre la vista de aquellos niños a quienes se les permitía usar juguetes de colores estridente. Citaba estadísticas irrebatibles para probar que los niños a los que se les dejaba ver el violeta y el bermellón a menudo sufrían de visión defectuosa en su extrema vejez; y fue debido a su incesante cruzada que la peste del juguete llamado mono-en-el-palo fue casi erradicada de Hoxton.

La ferviente activista recorría las calles incansablemente, quitándole sus juguetes a los pobres niños, que usualmente se conmovían hasta el llanto por su bondad. Su buena obra fue interrumpida, en parte por un nuevo interés en el credo de Zoroastro, y en parte por el salvaje golpe de una sombrilla. Fue infligido por una impúdica vendedora de manzanas irlandesa, quien, al regresar a su apartamento de mala muerte luego de una orgía, encontró a Lady Hipatia en el cuarto descolgando una pintura que, para no ahondar en detalles, no era precisamente edificante para la mente.

A esas alturas la Celta, ignorante y parcialmente intoxicada, le asestó un severo golpe con su paraguas a la reformadora social, añadiéndole una absurda acusación de robo. La mente exquisitamente balanceada de la señora recibió un impacto; y fue durante una breve enfermedad mental que se casó con el Dr. Hagg.

Sobre el propio Dr. Hagg, espero que no haya necesidad de hablar. Cualquiera que se mantenga ligeramente al tanto de los atrevidos experimentos en Eugenesia Neo-Individualista, que hoy en día absorben todo el interés de la democracia inglesa, debe conocer su nombre y a menudo encomendarlo a la protección personal de un poder impersonal. Temprano en la vida alcanzó ese despiadado entendimiento de la historia de las religiones que alcanzó en su juventud como ingeniero eléctrico. Más tarde se convirtió en uno de nuestros más grandiosos geólogos; y llegó a esa audaz y brillante perspectiva sobre el futuro del Socialismo que solamente la geología puede brindar. Al principio pareció haber una suerte de escisión, una tenue pero perceptible fisura, entre sus puntos de vista y los de su aristocrática esposa.

Ella estaba a favor (para usar su propio y poderoso epigrama) en proteger a los pobres contra ellos mismo; mientras que él declaraba despiadadamente, en una novedosa y sorprendente metáfora, que los más débiles debían ir al paredón. Eventualmente, sin embargo, la pareja de casados percibió una unidad esencial en el carácter inequívocamente moderno de sus puntos de vista; y en esa esclarecedora y exhaustiva expresión sus almas encontraron paz. El resultado es que esta unión de los dos más elevados ejemplares de nuestra civilización, la señora a la moda y el médico que podría ser de todo, menos vulgar, ha sido bendecida con el nacimiento del Superhombre, ese ser a quien todos los labriegos de Battersea, día y noche, esperan impacientes.

Encontré la casa del Dr. y Lady Hipatia Hagg sin mucha dificultad; está situada en una de las últimas y más caóticas calles de Croydon, bajo una línea de álamos que la pasaba por alto. Llegué a la puerta hacia el ocaso, y naturalmente tuve la extravagante idea de percibir algo oscuro y monstruoso en el borroso bulto en que se me presentaba aquella casa que contenía a la criatura que era más maravillosa que los hijos de los hombres. Cuando entré a la casa fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hipatia y su esposo; pero mi vi ante una dificultad mucho mayor cuando quise ver al Superhombre, quien anda por los quince años, y es mantenido a solas en un cuarto atestado de silencio. Ni siquiera mi conversación con el padre y la madre logró esclarecer el carácter del ser misterioso. Lady Hipatia, quien tiene una cara pálida y lastimosa, y que va ataviada en esos patéticos e impalpables trajes verdes y grises con los que ha iluminado tantos hogares en Hoxton, no parecía hablar de su retoño con la vanidad vulgar de una madre humana. Di un paso atrevido y pregunté si el Superhombre era bien parecido.

"El crea su propio estándar, como verá", replicó con un tenue suspiro. "Visto desde ese plano es más que Apolo. Visto desde nuestro plano inferior, evidentemente..." Y volvió a suspirar.

Tuve un impulso horrible y dije de pronto "¿Tiene pelo?"

Hubo un largo y doloroso silencio, hasta que el Dr. Hagg dijo suavemente, "Todo lo que existe en ese plano es diferente; lo que tiene no es... bueno, no es, por supuesto, lo que llamamos pelo... pero..."

"¿No crees..." dijo su esposa, muy suavemente, "no crees que en realidad, para fines argumentativos, cuando se le hable al mero público, uno podría llamarlo pelo?"

"Tal vez tienes razón," dijo el doctor luego de unos momentos de reflexión. "Para hablar sobre un pelo como ese uno debe hacerlo en parábolas."

"Bueno, ¿y si no es pelo," pregunté un poco irritado, "qué demonios es? ¿Son plumas?"

"Plumas no, al menos no como entendemos las plumas," respondió Hagg con una voz horrible.

Me levanté no poco irritado. "¿Puedo verlo por lo menos?", pregunté. "Soy un periodista, y no tengo ninguna motivación terrenal más que mi curiosidad y mi vanidad personal. Me gustaría poder decir, al menos, que estreché la mano del Superhombre."

Ambos, esposo y esposa, se pusieron pesadamente de pie, con notoria vergüenza.

"Bueno, usted sabrá, por supuesto," dijo Lady Hipatia, con esa sonrisa francamente encantadora de las anfitrionas aristócratas. "Usted sabrá que él no puede exactamente dar sus manos... no son manos, comprenderá.... por su estructura, por supuesto..."

Rompí con todas las ataduras sociales y me apresuré hacia la puerta del cuarto que, pensé, contenía a la increíble criatura. Abrí de golpe; una oscuridad absoluta se tensaba sobre el cuarto. Pero de frente a mí llegó un pequeño y triste graznido, y de atrás de mí un chillido doble.

"¡Mire lo que hizo!" lloró el Dr. Hagg, sepultando su frente calva entre sus manos. "Dejó que una corriente de viento lo alcanzara; ahora está muerto"

Mientras me alejaba de Croydon aquella noche, vi hombres de negro cargando un ataúd que no tenía forma humana. El viento gimió sobre mí, retorciendo los álamos, de forma tal que se encorvaban y asentían como coronas de plumas en algún funeral cósmico.

"Eso es, precisamente," dijo el Dr. Hagg, "el universo entero llorando la frustración de su más magnífico nacimiento." Pero yo pensé advertir una risotada en el alto gemido del viento.

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