8 jul 2011

Notas a una muerte

"Boy, you're gonna carry that weight
Carry that weight
a long time"



A

Era un viernes, 7 de Junio de 2010, nada distinto de cualquier otro viernes en Jinotepe.

En la casa de mi papá estaban terminando algunas remodelaciones. Él, en los último meses, se dejaba ver muy animado; todo iba viento en popa en lo que a Libros para Niños concernía.

Para entonces había concebido y se preparaba para emprender varios proyectos personales, a saber: una empresita editorial, no infantil, en la que no sólo trabajaríamos juntos sino que me incluiría como socio (el tercero sería el poeta Anastasio Lovo) y para la cual ya había muy buenas ideas. La oportunidad de un año sabático, durante el cual se dedicaría a escribir y publicar sus experiencias en educación popular y fomento de la lectura en niños (abarcaría su experiencia de coordinador departamental de la alfabetización y su trabajo en en Viceministerio de Educación de Adultos en los ochentas y su experiencia de quince años dirigiendo la Fundación Libros para Niños), empresa que lo animaba e ilusionaba sobremanera. Alguna vez me comentó sobre cosas que tenía escritas, "memorias, recuerdos de chavalo y de vida", me decía, "pero vos sabés que no ficcionar y mitificar en nuestra rama es jodido". No recuerdo haber leído nada de eso. Recuerdo, creo, que una vez me leyó algo sobre su tía Carmela y unos viajes al Rancho Grande con sus abuelos y primos en una semana santa de inicio de los sesenta. Su trabajo en Libros para Niños, por primera vez en quince años, lo empezaba a delegar. Quería sacar su oficina de la oficina y meterla en la casa y desde ahí monitorear Libros para Niños y. sobre todo, dedicarse a sus proyectos vitales.

Tal era el fin de las remodelaciones. Donde siempre había sido su cuarto construyó un bonito y amplio estudio, con ventanales en tres paredes que daban a esa casi media manzana de jardín y patio a la que dedicó tantos años y empeño; su cuarto lo trasladó al que había sido el de mi abuela hasta 2008, cuando la muerte, tras enterrar a dos esposos y a tres hijos, finalmente le sobrevino; hizo una sala más grande, había hecho más espacio, botado paredes. "Aquí la gorda va a poder pegar carreras", me decía, "en este rincón le vamos a poner sus juguetes, unos cuentos, cojines, para que le guste venirme a visitar". Se refería a mi hija de seis meses, Adriana.

Sobre todos sus proyectos me habló en febrero, en una pizzería de Carretera Sur, el día que regresó de un viaje a los Estados, en el que visitó a mi hermana mayor, Raquel, y en el cual pudo conocer a su segunda nieta (la diferencia de edad entre mi hija y la hija de mi hermana es de pocos meses); en ese viaje también visitó a uno de sus mejores amigos en la distancia, John McCutcheon, un exitoso cantante de música country y de protesta de los Apalaches a quien conoció durante la Revolución. Comíamos una pizza de jamón serrano y camarones horneada en leña; mientras mi papá me contaba de un festival de cuenta cuentos al que asistió en un pueblecito de los Apalaches con emoción propia de un niño prendí un cigarro y pensé que cuando uno muere puede dedicarse a viajar por el mundo en un estado de plena conciencia y carente de materia; entonces ignoraba que esa pizzería en la que comíamos (creo que el también lo ignoraba) se encuentra en el exacto lugar donde se encontraba la finca de la que mi abuelo salió hacia su duelo con la muerte, 56 años antes; se me cruzó por la cabeza, como un pensamiento feliz, que cuando mi padre muriera, obviamente, creí, dentro de muchos años, seguramente se pasaría un buen rato sobrevolando los Apalaches, perdiéndose entre las hojas rojas y anaranjadas de los maples en otoño, que amanecería pringado en rocío sobre las piedras lisas de los caminos de hormigón por los que me llevó en hombros en un viaje a los Apalaches cuando yo tenía seis años. Él pagó la cuenta y nos subimos a su camioneta y luego, entre la neblina casi palpable, las curvas del Crucero, los cafetales de Mr. Vaughan, el reloj de Diriamba, hasta llegar a Jinotepe. Esto fue en febrero, casi tres meses antes de su repentina muerte, en junio.

Desde antes, desde un viaje que hicimos juntos a México a finales del año anterior, se miraba muy animado y optimista. Había pasado una mala racha inaugurada en 2006, con el suicidio de su hermano mayor en Chicago, el único que quedaba vivo de sus tres hermanos, y que se agudizó en 2008, con la muerte de su mamá. Finalmente la estaba superando, acaso en parte por el nacimiento de sus dos primeras nietas, por lo bien que iba en su trabajo; la rueda de la vida finalmente salía del lodazal y se echaba a andar una vez más, más uno nunca sabe. Él iba a México porque lo habían invitado a dictar una serie de conferencias por varios universidades del norte, en el Palacio Nacional en calle La Moneda, en el D.F., donde lo acompañé, y porque había decidido participar en la FIL de Guadalajara con un stand y una agenda de reuniones y actividades de Libros para Niños. Él se fue una semana antes y nos juntamos en un hotel de Guadalajara el día de mi cumpleaños. Como era noviembre y era mi cumpleaños, me regaló el pasaje y me cubrió todos los gastos y me dedicó los mejores momentos que recuerdo de él en los últimos meses de su vida. Insistió en que tenía que ir a la FIL (el llevaba asistiendo dos años), pues yo ya había tomado la decisión de dedicarme totalmente a la escritura, cosa que a él siempre lo llenó de orgullo, pero también de no pocos temores. Pude asistir a conferencias y disertaciones de autores que leo y admiro como Andrés Neuman, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Rodrigo Fresán, con quienes logré conversar por minutos, con unos más, con otros menos, y a quienes había logrado arrancar algún autógrafo; otros como Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Orhan Pamuk, Ray Bradbury, a quienes vi de largo, pero a cuyas geniales conferencias tuve el enorme privilegio de asistir. Luego nos fuimos al D.F. En los últimos días del viaje escalamos la Pirámide del Sol, en Teotihuacan. A mitad de las escalinatas descubrí que había dejado olvidado mi sweater y la cámara (típico en mí) en la base de la Pirámide. Mi papá, que llevaba una camiseta roja, unos jeans y una gorra caqui, y que me llevaba unos cuantos escalones de ventaja, se volvió a mí y sonrió. "Dale, andá balazo, allá te espero", y volvió la mirada a la punta de la pirámide. Cuando finalmente llegué, él estaba sentado, muy tranquilo, con una expresión grave en su rostro y con sus ojos verde jade clavados en la Avenida de los Muertos. Hablo de noviembre de 2009. Luego regresamos a Nicaragua y empezó las remodelaciones en su casa e hizo el viaje a los Estados, y regresó de muy buen ánimo y me habló de sus proyectos y me sentí profundamente feliz por él.

Ese viernes 7 de junio yo tenía clases en la UCA. Era el último día de aquel cuatrimestre. Cursaba mi primer año de la carrera de Filosofía y Humanidades. La primera clase de ese día, Filosofía Antigua, era a las nueve de la mañana. Tenía que salir de Jinotepe al menos una hora antes para estar a tiempo. A las siete ya me había alistado y crucé el jardín, la casa, el cerco y el otro jardín que mediaban entre la casa de mi papá y la cabaña en la que yo vivo. Él ya estaba despierto, sentado en la computadora, en su nuevo estudio, leyendo los periódicos, actualizando la página de facebook de Libros para Niños y tomándose una taza de café, como todas las mañanas.

Entre y lo saludé con un beso y un abrazo, como casi todos los días de mi vida, y me senté a su lado. Tenía un churro a la mitad apagado en el cenicero. Me lo pasó. Lo prendí y nos pusimos a platicar. Hablamos (casi siempre yo hablaba y él escuchaba, como repasando o siendo testigo de antiguas maravillas seguramente ya olvidadas que mis palabras limpiaban de olvido) algo sobre Hegel y sobre el Espíritu Absoluto. Sobre Borges y la idea de que cada cosa que existe es un órgano, más o menos especializado, que la Divinidad proyecta para percibir su propia creación. Hablamos sobre las pesadillas de José y las pesadillas de Jesús y los cauces de sangre por los cuales circulan las pesadillas colectivas de la humanidad, referidas en la primera parte del Evangelio según Jesucristo. Luego me recordó pasar recuperando la copia de las memorias y las cartas de mi abuelo que habíamos donado al IHNCA. Nos terminamos el churro y salimos juntos de la casa, nos montamos en su camioneta y me llevó hasta la parada de buses interlocales, como todas las mañanas durante los últimos seis meses de ese año.

Me había casado una semana antes, el sábado 2 de junio, y vivía con mi hija, de nueve meses, y mi nueva esposa en una cabaña que lindaba con la propiedad de mi papá, la misma en la que hoy vivo diría, si no contamos el enjambre de murciélagos que todas las noches se bate en mi cielo raso, absolutamente sólo. Mi papá había estado con nosotros en la boda, no soltó a mi hija prácticamente ni un segundo, y pasó tomado fotos y vídeos (nueva costumbre casi maníaca que lo empujaba a documentar todo en los últimos meses), cuando acabó el alboroto de la boda, se fue a tomar unas botellas de Mezcal que habíamos traído de México con sus parientes y amigos a su casa. La semana siguiente se dedicó a ordenar la casa, pues hacía poco habían terminado las remodelaciones. La semana transcurrió, al menos desde lo que yo pude percibir, de forma absolutamente normal, aunque lo que ocurría y se configuraba en la cabeza, literalmente en la cabeza, y lo que seguramente se anunciaba en los sueños, en los pensamientos o en las intuiciones de mi papá en esos últimos cinco días de su vida será un misterio que me acompañará por el resto de mis días.

Ese viernes, después de clases, estuve en la cabaña, jugando con mi hija buena parte de la tarde y después la llevé a la casa de mi papá. Cuando entré, vi que él venía caminando desde su cuarto. En cuanto vio a la gorda se alegró muchísimo (igual que cada vez que la miraba), la chineó, se la llevó a su cuarto y le empezó a leer un cuento. Patito en la playa. "Patito tiene un amigo", ella se retorcía de la risa y él pasaba la página, "es un pez". Luego la ponía en su andarivel y la empezaba a perseguir. Nunca lo había visto tan feliz, o en un estado de felicidad tan eufórico. La acostó de nuevo en la cama y yo me acosté a su lado. No dejaba de tomarle fotos y grabarla en video. De pronto dejó la cámara y se acostó junto a mí. Mi hija gateba entre nosotros. "Éste es mi muchachito", recuerdo que dijo mientras tomaba mi cara entre sus manos, "éste es mi bebé también". Adriana se reía. A pesar de que mi papá siempre fue un padre lleno de amor y expresiones de amor para sus dos hijos, no recordaba, en los últimos tiempos, una expresión de tanta ternura. "Cuando vos tenías la edad de la gorda", prosiguió, "te dio un calenturón como de cuarentaipico por varios días. Yo te tuve chineado aquí", y se tocó el plexo, "como cinco días, buscando como bajarte la calentura, y vos hirviendo. Todavía siento el calor, y yo preocupadísimo...". Yo sonreí e intuí, como se intuyen las cosas que nos trascienden, algo enorme e inextricable que se paseaba por detrás de las imágenes, los sonidos, lo olores y todo el fino velo de percepciones que se tensaba ante nosotros aquella tarde. Durante el resto de la tarde tuve la sensación de que el tiempo, el espacio y todas sus combinaciones se movían de forma extraña, como si todo transcurriese al fondo de un tazón de gelatina. Hubo un silencio cómodo y prolongado. Una bandada de chocoyos pasó pegando alaridos. Me levanté y le hice la pacha a Adriana; mi papá me dijo que él se la quería dar. La acurrucó entre sus brazos y se sentó en una mecedora del porche. Le empezó a canturrear aquella canción infantil de Victor Jara que me cantaba cuando era un niño. La gorda se acabó la pacha y él le sacó los gases. Me dijo que la fuera a dormir, le dio un beso enorme y entró a su casa.

Yo anduve como media hora con la gorda entre mis brazos, caminando por el patio, enseñándole las flores y las nubes rosadas, y el dorado y el anaranjado del atardecer. Adormilada seguía con la vista una libélula que pasaba sobre nosotros. Anduvimos describiendo círculos aleatorios sobre la grama hasta que finalmente, al pie de una línea de cipreses que el viento mecía como oscuras llamas vegetales al fondo de un mar de fuego, se fue quedando dormida.

Crucé el patio con ella en brazos y llegué hasta la cabaña. La acosté en su cuna. La arropé, le besé la espalda y corrí el mosquitero. Mi esposa estaba sentada viendo tele en la sala. "Se durmió", recuerdo que me dijo. Asentí mientras cerraba la puerta con cuidado. La abracé y besé y nos quedamos un rato viendo algún programa de Mtv.

Cenamos como a las siete y media. A las ocho enrolé un churro y me crucé a la casa de mi papá. Lo encontré sentado en el porche junto a su esposa. Tenía una copa de Whisky en la mano (hábito que había adquirido hacía no mucho) y un puro Joya de Nicaragua en la otra. Los saludé y mi papá se levantó. "Vení", me dijo, "me voy a servir otro trago, acompañame".

Entré con él a la cocina, donde había un desorden de ollas y pailas sucias. Llevaba su delantal con estampado de vaca, una pañoleta de colores cubriéndole la cabeza, shorts, su parche de cuero negro en el ojo izquierdo y sus anteojos de marco redondo. "Ya perdí completamente la vista del ojo", me dijo mientras rellenaba de hielo su vaso. Me lo dijo con una resignación y una tranquilidad tal que al principio no sabía de qué me hablaba. Se refería a su ojo izquierdo. Durante el último año había empezado a perder de forma acelerada la visión en dicho ojo. Fue donde varios especialistas que le dijeron que se trataba de una degeneración de la mácula. Horas más tardes descubriríamos de qué se había tratado todo ése tiempo. "¿Y ahora...?", recuerdo que le dije; una tristeza profundísima me atravesó la carne como un taladro, una tristeza que su tranquilidad y esa valentía tan particular que tenía ante lo duro y terrible de la vida mitigó, pero no por completo, "ahora ya no deberías manejar. Hoy te viniste solo desde Managua, no andés haciendo eso." Luego recordé que durante la presentación de un título del Fondo Editorial Libros para Niños, en la FIL del año pasado, había tenido enormes problemas para leer el papel que llevaba preparado, y pregunté "¿Cómo vas a hacer ahora para trabajar en la compu? ¿Ya vas a necesitar que te lean? Yo feliz te leo tus libros y lo que necesités..."

Desplegó esa sonrisa de condescendencia tras la cual los padres suelen esconder una enorme y terrible verdad a los hijos, una sonrisa que significa "a pesar de todo, sos mi niñito ingenuo, y mejor así, al menos por ahora".

Percibí que toda la materia y las percepciones circundantes se desconfiguraban, que la energía, el magnetismo o la magia que mantenía cada una de sus partículas unidas empezaba a languidecer; varias imágenes pasaban al fondo de mis pupilas y solo alcanzaba a ver su reflejo terrible. El contorno de una tarántula hecha de sombras espesas como el asfalto y gigantesca como una peña, que posaba sus patas sin pausa y sin prisa alrededor de la casa y el patio, se fue definiendo, aunque borroneado y tenue.

De pronto regresé a su voz, a las últimas palabras que escuché pronunciar a su voz que ya, ante mi terror y dolor, se va desdibujando y alienando en olvido.

"Hablé con un amigo que es ciego, y es abogado, muy éxitos por cierto, de Costa Rica. Él me ofreció unos programas para la mac, programas para ciegos, con reconocimiento de voz, a los que les podés dictar, y te pueden dictar textos enteros. Con los libros y las novelas que esté leyendo sería buenísimo que me las pudieras empezar a leer." Asentí. Luego le dije, no sé por qué, "es increíble la generación de ustedes. Los que nacieron en los cincuenta, sobre todo ustedes que nacieron aquí en Jinotepe. Creo que casi ninguna otra generación ha vivido el acelere tecnológico, histórico y social que ustedes. Nacieron sin televisión. El teléfono y el telégrafo era la tecnología de punta en comunicación. Hoy hablás con tu hija que está en Los Angeles, en audio, video y tiempo real con Skype. Crecieron escuchando doce canciones en un disco enorme, ahora tenés doce mil en un ipod del tamaño de tu mano. ¿Vas a decir que no son cosas que sólo miraban en los Supersónicos y Batman? Por mencionar algunas, ni hablar de nacer bajo una dictadura, ver nacer una lucha, decidirse a morir por ella, por una victoria que nunca iban a ver en vida y de pronto sobrevivir a eso, ver la victoria, vivir la Revolución, perder la Revolución, ver la Revolución caerse en pedazos y los buitres sobre esos pedazos, el neoliberalismo, la caída del Muro, Física Cuántica, el Fin de los Tiempos. Ustedes en una generación han vivido por mil." Me miró fijamente a los ojos y sonrió. "No lo había visto así." Y volvió a sonreír complacido.

Me acompañó a la puerta. Me dio un abrazo eterno, que todavía puedo sentir, que puedo evocar y reconstruir cuando ando por el patio por el que él ya nunca más va a andar, en el que nunca jamás me lo voy a volver a encontrar viendo las copas de lo árboles y sorbiendo su taza de café, y dijo "Estoy bien orgulloso de vos. Ya te miro encaminado en la vida que querés vivir; en tu vida. Tu libro, ya lo tenés, tu hija, una familia, sos admirable, he descubierto en vos un hombre admirable y eso me hace enormemente feliz."

Lo miré a la cara, sin saber que era la última vez, la despedida definitiva, y de todas formas el tiempo quedó suspendido para siempre, anidado en aquellos ojos verdes que hoy deben ser una masa pútrida sobre una plancha de concreto. Fue un instante que se dislocó del discurrir habitual del tiempo y del universo, de la infinita cadena causal que nos constituye y que se alojó para siempre en un tiempo y un espacio equidistante al tiempo y al espacio, en mis entrañas, en la realidad única de una experiencia individual. "Todo lo que ves sos vos, papi", le dije, y lo besé. Luego crucé el patio y regresé a mi cabaña, con mi esposa y mi hija que dormía.

"Acompañame a fumarme un churro", le dije a mi esposa. Ella asintió con su dulce e infinita resignación.

B

He referido el extraño estado en el que mi percepción o el discurrir general de la realidad manifestaba. Es por eso, que llegados a este punto, todo se transforma en una cadena de terribles y sucesivos acontecimientos; instantes que tan pronto existían, eran abolidos por uno nuevo, que sería abolido por uno posterior, sin tiempo, sin aliento, sin aire o sangre en las venas para reaccionar tan rápido ante algo inesperado, absolutamente inesperado.

La enumeración de los acaecimientos que ocuparon la noche de ese viernes 7 de junio y la madrugada y la mañana del sábado 8 no debería ocupar tantas líneas. Me limitaré a referir los sucesos, como espectador impotente y desesperado que fui, pues de otra manera me son inaccesibles.

Primero, tras regresar de la casa de mi papá salí con mi esposa a la parte de atrás de la cabaña. No recuerdo exactamente cómo era la luna de esa noche, si recuerdo muy bien las nubes pasando como una violenta marejada sobre su fantasma plateado. Recuerdo el cielo como la bóveda de un cráneo visto desde adentro. Recuerdo lo que le dije a mi esposa. Algo así como que aquí se acababan los huevos de Báez Bone, los huevos de mi abuelo que lo habían empujado a una muerte terrible y prematura, a la confección seguramente consciente, quizá no voluntariosa, pero si que consciente, del fantasma y del mito y de la horfandad de sus cuatro hijos. Que aquí se acababa el carrusel de la muerte. Que ya eran suficientes, sus tres hijos, su esposa, que mi papá había visto nacer a sus nietas y eso significaba mucho. Que lo miraba muy animado con la vida, con su vida. Que era un hombre increíble. Ella sonrió. Quizá dijo algo, no lo recuerdo. Me acabé el churro y entre a mi cuarto. Estaba muy entusiasmado con Shakespeare; acababa de terminar King Lear y Macbeth y estaba empezando con Hamlet. Lo agarré del estante de mi biblioteca que le correspondía y me puse a leer.

Seguramente por el churro y por la extraña sensación que me había embargado toda la tarde, una inusual y aplastante somnolencia se posó sobre mí. Caía dormido y despertaba entre cada parlamento de Hamlet. De pronto caí en un sueño profundo y negrísimo por un tiempo que sentí muy vasto, pero que no debió superar los veinte minutos. Algo, un ruido, un temor, me despertó de pronto. Mi esposa estaba a mi lado, en la computadora. "¿Qué pasó?", me preguntó al verme tan sobresaltado. "Me quedé dormido", dije, y de inmediato añadí "¿está ladrando el Tupac?". Asintió y me asomé por la ventana. El Tupac ladraba desesperado en la entrada del patio de mi papá. Tuve un mal presentimiento, una pésima corazonada que me empujó a tomar mi foco de mano y salir al patio. Anduve por ahí, sin dirección alguna, silbando y alumbrando las copas de los árboles con mi foco. Sentía una presencia extraña. Pensé en ladrones. Pensé en algo sustrayendo algo. Regresé a la casa y me senté en la cama. No recuerdo cuándo ni cómo volví a caer dormido. Sólo recuerdo los gritos de mi hermana que me despertaron de pronto. Mi hermana mayor de parte de madre, quien también trabajaba y tenía una estrecha relación con mi papá, vivía para entonces en la casa que quedaba junto a la cabaña en que yo vivo, ambas propiedades de mi mamá. Desde la ventana de su casa empezó a gritar mi nombre. Me levanté de un salto, con la terrible certeza de estar a punto de encarar algo que había temido profundamente desde que era un niño. "Tu papa", dijo mi hermana desesperada, llorando, "¡le pasa algo a tu papa, apurate, andá!". Crucé el patio en un segundo. Antes de entrar en la casa me fallaron las rodillas y me postré sobre la tierra y el hormigón, donde terminaba la grama. Estaba aterrado. Mi esposa me alcanzó y puso su mano en mi hombro. La esposa de mi papá abrió la puerta de la casa totalmente desesperada. Empecé a llorar. "¿Qué le pasa a mi papa? ¡Papi! ¿Qué pasó? ¿Dónde está?". "¡No sé, no sé, no sé!", respondió ella, "nos fuimos a acostar después de que te fuiste. Habíamos cenado y él se había tomado tres whiskys. Normalmente se toma uno. De repente nos dormimos. Le dolía la cabeza. Pero desde hace rato que anda con dolores de cabeza. Él padece de pesadillas, y parece que tenía una fuerte. Yo me desperté y le di un golpecito con el codo. Me volví a dormir y cuando me desperté estaba así", entonces señaló la puerta abierta del cuarto. Las posibilidades más terribles giraban en mi cabeza cómo el tambor de un revólver. "Vomitó y se está como ahogando", se soltó en un llanto histérico. Volví a ver la puerta abierta del cuarto y me apresuré a ella aterrorizado pero bajo una especie de trance, un entumecimiento total y mecánico del alma.

De este punto en adelante mi papá se convierte en un personaje totalmente diferente. Mi papá, el que me crió, el que cuidó de mi cuando era un bebé y el era un disidente desempleado, el que me dio y me enseñó todo, el que me dio la libertad de ser lo que yo quisiera ser, lo que me apasionara ser, el que me dio un ejemplo de vida maravilloso e invaluable ya no existía; la persona que se ahogaba en la cama de mi papá y que no cesaba de emitir un sonido gutural, que duró toda la noche, una especie de tos ahogada y acompasada que le estremecía el pecho; ese hombre con la boca abierta, los ojos cerrados, la mano dura y empuñada, ya como la de un muerto, con una mancha de vómito junto a su cara no podía ser y, sobre todo, yo no quería que fuese mi padre.

"Llamá a tu suegro", me dijo mi hermana histérica. Corrí hasta el teléfono y, desesperado, impotente, asustado, con un desgarrador sentimiento de incertidumbre marqué el número. Repicó un par de veces. Me contestó mi suegra. "Doña Mayela", mi tono y la hora de la llamada (casi las once de la noche) debieron dejar ver la gravedad del asunto. "Si Luis... ¿qué pasó?". "Disculpe... disculpe la hora doña Mayela...", atiné a decir. "¿Qué pasó Luis?, no te preocupés, ¿le pasó algo a la gorda?". "No doña Mayela..." y me solté en llantos, "es mi papá. No sé qué le pasa. Está inconsciente, como que le cuesta respirar. No se despierta... no sé qué le pasa.... Quería ver si el doctor podía venir a ayudarnos". "Claro Luis, cómo no, ya vamos para allá". Empecé a dar vueltas como loco por la sala de la casa de mi papá. Estaba histérico. Por instantes perdía el control. No sabía qué hacer. Me tumbé a su lado en la cama y me puse a hablarle.

De pronto llegó un camión de bomberos con paramédicos y bomberos. Entraron en la casa. Yo estaba desesperado. La mayoría eran muchachos de mi edad. "Ayúdenle por favor", les rogué. Uno de ellos me vio a los ojos y asintió. Cargaba el extremo de una camilla. Recordé su cara y recordé una perturbadora simetría. Una semana antes, o un poco más, medio dormido en la cabaña me despertó el cuidador. Me dijo que fuera al otro lado, que se estaba quemando el cerco de donde mi papa. Salí al patio, y al otro extremo miré unas llamas mucho más grandes de lo que las había imaginado y corrí hasta el lugar. No solo el cerco ardía, sino que una gran parte del cerco natural de cactos que corrían paralelos al cerco de alambre. Mi papá estaba de pie ante las llamas que lo duplicaban o triplicaban en estatura, echándole agua con un balde que pacientemente rellenaba con la manguera. "Ya llamé a los bomberos", recuerdo que me dijo volviendo su perfil, anaranjado por el reflejo de las llamas, "creo que están llegando". Eran los mismo muchachos. El doctor, mi suegro, entró con ellos al cuarto y le revisó los signos vitales, supongo, y supervisó el traslado en la camilla. Como la ambulancia no llegaba, lo trasladamos al Hospital Regional de Jinotepe, que por suerte queda a cinco cuadras de mi casa, en el microbús blanco de la Fundación, y lo internamos de emergencia.

La llegada al hospital abrió una gama de esperanzas en mi mente. Transcurrieron varias horas en aquel hospital como transcurren las horas de incertidumbre en los hospitales. No se sabía qué tenía. Respiraba con ayuda de una máquina. Había que trasladarlo a Managua para hacerle exámenes e internarlo en Cuidados Intensivos. Él siempre había dicho que quería morir en su casa. Que nunca lo llevaran a un hospital y que muchísimo menos quería acabar su vida en un cuarto de Cuidados Intensivos, conectado a un máquina. Así de claro lo había dicho en varias ocasiones, desde que yo tenía memoria. En el momento, sin embargo, todavía albergaba esperanzas de que no se tratara de algo demasiado grave, y pensé que debíamos tratar de salvarlo a cómo fuese. Mi abuela, había dicho lo mismo toda su vida, y él, cuando ella estaba a punto de morir, a los ochenta y muchos años, decidió trasladarla a Cuidados Intensivos y someterla a una operación del corazón, ella murió en la camilla, antes de llegar al quirófano; lo que trató de decir, es que de cualquier forma el me hubiese comprendido.

El viaje a Managua no lo podría medir en tiempo, quizá en algunas imágenes borrosas de la ambulancia que aullaba ante nosotros, de los cafetales revestidos de luz luna de Mr. Vaughan, del Crucero, de la pizzería en que habíamos cenado aquella noche. De la pista suburbana y finalmente del Hospital Metropolitano. Entramos a Emergencias. Recuerdo que le pusieron un pañal, le conectaron una máquina, creo que para monitorear sus signos vitales, y le empezaron a hacer placas y pruebas. No podían dar un diagnóstico clínico de la situación; no se trataba, como se creyó en algún momento, de ningún problema en el sistema respiratorio. Había que internarlo en Cuidados Intensivos de inmediato para estabilizarlo y a primera hora de la mañana hacerle una tomografía, para descartar un problema en el cerebro, y realizar pruebas más a fondo.

Una vez internado en Cuidados Intensivos no lo podíamos ver. Nadie entraba a la sala de Cuidados Intensivos. Ahí pasaría la madrugada. Eran casi las dos. Mi hermana, que nos había acompañado, decidió quedarse en el Hospital, yo había dejado a mi hija y esposa solas en casa y, dado que no podría acompañarlo y no se sabría nada nuevo hasta la mañana y que se encontraba estable decidí regresar y tratar de dormir un poco. No recuerdo mucho del regreso a Jinotepe. Logré dormir un par de horas. No recuerdo, pues nunca logro recordar mis sueños, lo que soñé aquella noche. Intuyo que tenía que ver con una noche, cuando tenía unos cinco años, en la que mi papá, desde el patio, me enseñaba las estrellas y las constelaciones. Fue un sueño agradable y cálido, eso lo recuerdo. De pronto sonó mi celular. Era mi hermana llamando desde el Hospital. Me atrevería a decir que hubo un segundo inmediato al despertar en el que había olvidado todo por completo y pensé que me despertaba a un nuevo día, en el que todo estaría donde siempre, y que mi papá estaba al otro lado, en su casa, preparándose una taza de café. La llamada hizo que las horas anteriores se erigieran sobre mí, pieza a pieza.

"Lo de tu papá es bastante grave, Luis", y se soltó a llorar. Yo empecé a llorar también. "¿Qué es?", dije, "no me administren la información por favor, si ya saben algo díganmelo", rogué. "Vino el doctor", me dijo, "le hicieron unas pruebas y parece que puede ser un derrame. Todo él está bien. Pero parece que hay algo en el cerebro". No recuerdo qué dije, pero me ataqué en llantos y colgué la llamada. Le conté a mi esposa y salí desesperado al patio. No sabía que hacer. Quería que todo pasara rápido. No quería que mi papá sufriera demasiado. En un segundo me resigné, o me convencí de haberme resignado a lo peor. Me revelé contra aquella resignación. Sentí la impotencia ante la muerte en su más pura y corrosiva esencia. La fragilidad de la vida y las tempestades del destino. Pensé de todo. Me arrodillé. Hice algo que nunca había hecho y que no he vuelto a hacer. Cerré los ojos con fuerza. Creí en algo mayor. Puse mis esperanzas, mi dolor y mi impotencia en manos de algo mayor. Le recé a Dios. Al universo. Pedí con devoción. Me recompuse. Pensé que todo estaba perdido. Que la vida como la conocía había acabado. Que mi papa ya sobrevolaba el patio en plena conciencia y que su espíritu sin materia intentaba vanamente posar su mano en mi hombre y consolarme.

Sonó de nuevo el teléfono. La información era más cruda. "Fue un derrame masivo en el cerebro". "¿Qué? ¿cómo? Que no sufra por favor..." y las palabras se volvieron más llanto. "Él está en coma, en el nivel más profundo del coma. No siente nada...". El cuadro se pintó por completo. "Solo estamos esperándote a vos para tomar una decisión". Todo estaba dicho. Era el peor de los escenarios.

El camino a Managua fue un martirio eterno. Una palabra resonaba al fondo de mi cabeza, fuertemente plantada e inmutable entre el torbellino de emociones y pensamientos que surgían automática y dolorasamente, una palabra que era como un mantra extraño y que al menos yo no me hubiera esperado de mí mismo en tal situación. Una palabra que cifraba la conducta y las extrañas y sorpresivas reacciones que me acompañarían durante los días posteriores. Una palabra que era como un mandato y una débil tabla que me salvaría del mar convulso en el que me embarcaba; la palabra "fortaleza". Era un momento decisivo en la vida, un momento crucial, por llamarlo de alguna forma, y papá ya no estaba ahí; debía evitar desmoronarme pero antes debía evacuar cuanto dolor me fuese posible. Lloré como un niño, como un bebé desconsolado durante todo el camino. Cuando llegué al hospital, en la sala de espera de Cuidados Intensivos, ya había bastante gente. Primos de mi papá, algunos amigos, su esposa y la familia de ella. Mi mamá se había ido de viaje tres días antes, y pensé que era mejor así, que debía pasar por todo aquello solo, que solamente así me demostraría que era un hombre. Saludé a algunas personas. Hice un par de llamadas. No quería avisarle a mi hermana, que estaba en Los Angeles y podría hacer muy poco o nada desde allá, hasta que no supiera exactamente lo que estaba pasando. La llamé y le referí todo de forma cruda. No lo podía creer. Caí en cuenta de que yo tampoco lo podía creer y que en realidad todavía no me lo creía. Todo pasaba como un sueño, o como me imagino que pasan las cosas en un sueño. Regresé a la sala de espera y el doctor nos hizo pasar a su esposa y a mí.

Entramos a un pequeño cuarto en la sala de Cuidados Intensivos, sospecho que destinado específicamente para dar noticias fatales a familiares de moribundos. El doctor nos franqueó la entrada y con esa crudeza médica nos explicó la situación. Empezó por colgar las placas de la tomografía sobre una pantalla luminosa. Habló de un derrame masivo en una vena principal del cerebro provocado por un tumor enorme. "¿Un tumor?", pensé que se trataba de un error. La esposa de mi papá me miró y me dijo, "si, parece que lo tenía desde hace tiempo, sin síntomas. Solo la pérdida de la vista". "¿Era por un tumor entonces lo del ojo?", no me lo creía, me parecía imposible que un hombre pudiera convivir un par de años con un tumor del tamaño de un limón en su cerebro sin darse cuenta. Le iban a hacer una última prueba, una en la que inyectaban agua caliente y agua fría en los oídos a ver si el cuerpo presentaba alguna reacción, de ser así, se descartaría una muerte cerebral. Había la opción de tratar de extirpar el tumor, pero quedaba el problema del derrame, de forma que si sobrevivía a la operación (las probabilidades de que lo hiciera no pasaban de un 5%), quedaría postrado en una silla de ruedas y privado de muchas de sus facultades por el resto de su vida. No quise ni imaginarlo y no nos costó mucho tomar la decisión. Firmamos unos papeles, y esperamos el momento para desconectarlo.

Gracias a gestiones hechas por un pariente político de mi papá, que era miembro de la Directiva y accionista del hospital, se nos permitió acompañarlo con música y candelas e inciensos en el cuarto de Cuidados Intensivos, mientras lo desconectaban. Siempre había dicho que en su entierro tocaran el Abbey Road completo, y cuando muriera, Here comes the sun. Así fue. Entramos al cuarto y dejamos sonar la canción. Fue un momento demasiado intenso. Se prendieron varias candelas. Yo me pegué a su pecho. Le toqué la cara. Las manos. Las piernas. Le besé la frente, los labios, las mejillas, el pecho y ahí me quedé acurrucado, como cuando era un niño. Respiraba suave pero profundamente. Su expresión era de paz. De serenidad absoluta, como cuando dormía por las tardes. Su corazón latía muy cerca de mi oído. Sus pulmones se hinchaban. La famosa maquinita pitaba al fondo. Harrison arpegeaba un re mayor en su guitarra acústica. "Te amo papi. No me pudiste dar más, de verdad que no. Fuiste el mejor papá que pude tener. Y vi como mis lágrimas cubrían su pecho. De pronto fue dejando de respirar. Su corazón dejó de latir para siempre. Yo me apreté contra él y lo abracé con todas mis fuerzas, y el se fue, volando como un búho a buscar lo más profundo.

Luego vino la funeraria, la vela, el entierro sin misa. Cuando regresé a su casa, cuando vi su casa por última vez, al menos de esa forma, como el la tenía arreglada, con sus cosas, todo se volvió violentamente real. Fue como si despertara y comprendiese, finalmente, lo obvio. Mi papá había muerto y nunca lo iba a volver a ver. Sentí que quería regresar a aquel momento y estar de verdad despierto. Agarrarlo con suficientes fuerzas como para que la muerte no se lo llevara, no lo arrebatara de mis brazos. Un dolor inagotable me golpeó. Entré a su cuarto. Me acosté en su cama y lloré. Luego me levanté y encendí su computadora. Le iba a escribir a mis primos. Era él último de sus hermanos vivo. No había generación sobre nuestras cabezas, sobre los hijos de esos cuatro hermanos que estaban regados por los Estados Unidos, y un par de nosotros en Nicaragua. Era mi deber que el núcleo no desapareciese, aunque irremediablemente iba a ser así. Abrí mi bandeja de correo y vi uno de la editorial tica a la que hacía más de seis meses había enviado el borrador de mi libro. Me decían que tras varias lecturas el libro les parecía atractivo y me ofrecían la posibilidad de publicarlos bajo su sello tras algunas correcciones. No supe qué pensar. No me alegré. Me llené de rabia. Pensé que mi papá jamás iba a leer aquel libro ni ninguno de mis libros. Había leído un borrador antiguo y algunos de los cuentos nuevos que pensaba añadir a una segunda versión. Pero sus manos nunca tocarían aquel libro. Esa fue la prueba irrefutable de su ausencia. Cerré el correo y pensé que decidiría después. Era momento de la vela.

El ataúd entró a la casa y yo pedí que se mantuviera cerrado. No quería ver el cadáver de mi papá. No quería recordarlo así. Sentía, sin embargo, que desde el hospital hasta la llegada del ataúd a la casa habían pasado años, años en los que no había visto a mi papá. Pero decidí que se mantuviera cerrado. Sobre la tapa pusimos varias fotos de él, con sus hijos, con sus nietas, de su juventud, con su esposa, varias conmigo, cuando era un bebé, en el patio de la casa. En parte, el fin de las fotos era que ningún curioso abriera el ataúd. Se me acercaron varios desconocidos consternados y pidiendo que les dejaran ver el cadáver. "¿No lo van a abrir para que lo veamos?". Aquello me pareció una profanación y fui aún más tajante. "No, no queremos abrirlo". Pasó la noche de la vela y llegó la mañana del entierro. Llegaron varios grupos de niños de las comunidades donde Libros para Niños había trabajado. Amigos de mi papá de toda la vida. Familiares. La vida de mi papá en sus diversas facetas reconstruida por la gente por la que pasó y que lo conoció. Era el momento de sacarlo. De llevarlo al cementerio y enterrarlo. Comprendí que nunca volvería a ver su cara y pedí, y esto fue un impulso, que me dejaran a solas con el ataúd.

Rocé la madera con mis dedos. Di unos cuantos golpecitos en el costado del ataúd. Quité las retrateras y levanté la tapa. Llevaba una cotona blanca. Su collar y el pelo peinado hacia atrás. Se miraba guapísimo. En una segunda mirada noté, no con poco horror, que una gruesa y oscura línea de sangre bajaba desde una de sus fosas nasales hasta su labio superior. Solté un pequeño chillido que ahogué entre mis manos. Corrí al baño, a su baño, y agarré una toalla de mano. Una de las empleadas se acercó. "Tiene sangre", le dije atacado, "tiene sangre en la nariz", y mojaba la toalla en el lavamanos. Me abalancé sobre el ataúd y abrí la segunda tapa, la de vidrio, y quedé cara a cara ante el cadáver de aquel hombre al que había amado durante todo lo que llevaba de vida. Pasé mis manos por sus mejillas y las sentí frías y duras como la madera del ataúd. Era la primera vez que tocaba un cadáver. Me estremecí, pero empecí a limpiar la sangre de su nariz. Llegaron personas, mi esposa y un par de personas más y me tomaron de los brazos. Me apartaron del ataúd. Me abrazaron. No había fortaleza en mí en aquel momento. Me condujeron con la multitud que esperaba el ataúd. Empezó a sonar Abbey Road. Esta vez era Come together, y así todo el entierro por todo Jinotepe hasta llegar a She came in through the bathroom window, Golden Slumbers, Carry that weight, The end y Her Majesty, con todo lo que significan.

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"un embutido de ángel y bestia"