19 jun 2009

La sombra del dios

“Y así, con feliz gesto asistirá su alma,

cada nueve noches, al majestuoso banquete;

engullirá la pútrida efervescencia de aquella carne,

de aquél hermano, de aquella muerte…”

Germán Lorenzo Vázquez

Santos de Sevilla, Capítulo IV


–Crías con sangriento apetito y llenos de mortales caprichos son los dioses, dijo gravemente el viejo ciego que se había identificado como Chilam de Kaminaljuyú, y prosiguió: Demandan sangre y entrañas y latir de hombre, nunca de dioses. Esa carne de dios en carne humana, destrozada por el jaguar noctangular; por tu vida sangre sagrada, la de un k´uh, diluida entre encías rosaeléctricas, derrumbado él por el fosforescente Chak Balam. Cosa, por lo demás, digna de meditar.

El viejo Chilam levantó entonces un silencio tan pesado que hacía ceder la débil concavidad por la que la noche fluía. El otro, antes agresivo y decidido a dar muerte al intruso, ahora lo observaba en solemne silencio y en cuclillas, sobre una piedra del pantano.

El viejo alzó lentamente sus ojos muertos al cielo estrellado, como devorando el pálido brillo de la noche, y era como si las cuencas profundas se revistiesen de la plata del flujo estelar, la noche ardiera en sus ojos como brasas  ahogadas entre densas cenizas.

–Justo ahí, dijo el viejo mientras apuntaba sietes veces con sus largas uñas retorcidas al cenit hendido donde siete estrellas alternaban sus resplandores. Justo ahí ha nacido el universo, y nace sin cesar, en infinitos espacios de tiempo, dentro de sus angostos límites. Inagotable, por tanto, nuestro universo no será, o al menos no nosotros para existir de él, la aniquilación, pues, es inminente.

Las siete estrellas se prendían con indecisa luz y vibraban como un viejo cascabel en el cuenco del último cielo, al final de una larga y brillante serpiente de huesos que cruzaba el cosmos invernal y se retorcía, llena de curioso asombro, ante los dedos que las señalaban.  

–Cincuenta y dos Haabs tres veces rodaron[1] para llegar al Nahui-Atl, y bajo el entretejido ahuehuete todos los hombres fueron peces, cuando el mundo se hizo agua. Otros cincuenta y dos Haabs tres veces repetidos y fue Nahui-Ocelotl: el lomo del jaguar prendido a los hombres enormes, devorados por la máscara animal de obsidiana y fuego que oscurecía el rostro de Tezcatlipoca.  Una vez más, el tiempo giró lento y fueron esta vez siete veces los cincuenta y dos Haabs para que Nahui-Ehécatl, el gran viento, arrasara todo y los hombres se hicieron monos y vivieron en las ramas. Seis veces cincuenta y dos Haabs más y los anchos ojos de Tláloc se rajaron sobre el mundo y Nahui-Quiahuitl lluvia de fuego fue, y con sonido de trueno sus largos dientes eléctricos se clavaban por todo la tierra madura, y los hombres-niños fueron pájaros.

La voz del viejo, mientras narraba aquello, era como un haz de brillo lunar que revelaba a retazos la oscilante trayectoria de un ensortijado cordón de humo que ascendía desde lo remoto, era pues, esa voz, como luz  cenicienta y pálida que hería la densa oscuridad de aquella selva.

–Los Tzitzimimes[2], que ahora flotan en la luz escasa y efímera, prosiguió su voz, clavados de pies y manos sobre los cruces de caminos acechan, esperan el temblor grande y profundo que los sacudirá hasta la tierra y será Nahui-Ollin, y así lo consumirá todo el terrible alarido de Itzapapálotl, comandando legiones que viven en el Oeste pero llegan por el Este. Cada cincuenta y dos Haabs es por tanto que velamos la trayectoria de los cielos, que aguardamos en silencio el momento  en que Tzab-Ek[3], paridora cósmica, se entronará en el centro del cielo y esa era la señal que postergaría por cincuenta y dos Haabs más la aniquilación y el Fuego Nuevo sería prendido y Yax Balam incendiará los cielos. Treinta Haabs hace que el Fuego que hoy rige se erizó sobre el templo de Huizachtecatl, durante una noche devorada por oscuridad, pues mandaba también la tradición a apagar por la tarde todos los fuegos viejos de las casas y templos, y quemar en ellos todas las armas y herramientas, para que él Fuego Nuevo fuese renovación total. Iniciaba pues la fiesta, y el hambre de los viajeros era saciada con el banquete, y la sed de los dioses con la sangre del más valiente guerrero de las tribus. Las danzas se bañaban del fuego que nacía; se prendían las plumas y las conchas, los dientes y las pieles, los huesos y los tambores bajo el Fuego Nuevo que casi devoraba la Pirámide. Las profecías eran leídas y aquél día en particular, la que bien conocida por tu memoria debería ser, fue revelada.

El otro lo seguía escuchando con aturdido asombro. Como redescubriendo palabras familiares que se habían apagado en la oscuridad de la memoria, arrancadas por zarpazos de jaguar y devoradas por la enmarañada selva. La del último Fuego Nuevo era una historia que había corrido por la aldea desde que él era un niño; claro que la conocía. Y la conocía a la perfección, pues se refería a su hermano mayor y la profecía que lo eligió como carne en la que nacería la anticipada unión de Ek Chuah, Escorpión Negro de la Guerra, y Xaman Ek, estrella del Norte.

–Leímos los códices sagrados y procedimos, como el rito requería, a formar un amplio círculo con las mujeres de primer embarazo que entre la multitud se encontraban. Se esparció por la tierra el cacao en ofrenda y ardieron las hierbas sobre la cabeza de la imagen de barro esencial de Wuqub` Kaqix, bajo la cual el escorpión negro y punzante rascaba infernalmente la tierra. Cuando el humo hubo cesado su danza hipnótica, se destrozó la figura del viejo dios, y de sus escombros salió como una sombra fugaz que hería la tierra el escorpión negro hasta posarse sobre el vientre hinchado de la madre de él, luego la madre tuya. Ensortijaba su caparazón sólido a medida que la cola inyectaba el veneno. Fue, pues, llevada esta mujer ante los Chilames y Sacerdotes, alimentada con caldo de viseras, hasta que nació de sus carnes aquel dios espléndido y majestuoso. Naciste cuatro años después, y creciste junto a él, fue tu privilegio ser su hermano, como su sombra ibas creciendo, o esencia sombría transpirabas entonces. Lo que de él ha quedado en el mundo nuestro confluye en tu sangre, en los ríos de tu carne, en los remolinos de tu universo interior. A pesar de que lo viste arrancado por las garras del nebuloso Jaguar, perforada por largos dardos sus carnes: el búho canta, el hombre muere.

Ahora no solo escuchaba, si no que respondía a cada palabra con un estremecimiento o temblor que le crecía desde lo profundo. Cuanto cambiaba su destino ahora, sentado siempre junto al pantano que lo ha acogido desde el exterminio de su aldea, unos quince años antes, reviviendo aquellos miedos. Sentado junto al pantano, hacía dos cosas que desde años le eran ajenas: recordaba y revivía sus recuerdos. Bajo la ancha copa del Chilamate, entre la cual las estrellas parecían colgar como pequeños frutos luminosos, revivió aquellas pasiones que se perdían en el espacio y en el tiempo; recorrió con la mirada la entrada de la caverna, recordó su gran cúpula oscura en la que se retorcían raíces milenarias y se erizaban agudas estalactitas calizas, que flotaban o apenas acariciaban la amplia superficie de agua quieta que se extendía bajo la cúpula: el tz’ono’ot[4] sagrado, cavidad del inframundo, vientre de putridez. Pensaba en su idea reciente de, una vez que el cosmos así lo configurase, aventurarse a lo profundo, al inframundo y ahí reunirse con su hermano, quien allá se manifestaría en toda su gloria, dios inmortal liderando legiones, y conquistarían juntos La Ciudad donde los Hombres se vuelven Dioses. Comandarían al temible Búho con Lanzadardos que serpenteaba su vuelo mortal por la selva.

Sea como fuese, era su destino, y aquel Chilam, anciano y ciego, no podría ser otra cosa que un vehículo para alcanzarlo. Su hermano era un dios, y por lo tanto no había muerto, más bien brillaba en extraña oscuridad en alguno de los túneles infinitos que forman el inframundo. Su hermano mayor había alcanzado la luz y la fuerza que a cualquier otro mortal se le hubiese privado: era conocedor total de las profecías y había agotado todas las posibles lecturas de las escrituras sagradas; conocedor natural de los amplios atributos y comportamientos de las hierbas y las materias terrenas; de los movimientos de la tierra y las aguas y la conducta de los cielos; del esencial lenguaje en la piel del jaguar aprendió, como ningún hombre antes, el universo, o lo que es igual, las tres formas simples que componen el universo total. Maestro, desde muy joven,  y señor máximo de la guerra y de la caza: él y una selva oscura valían entonces por un ejército de mil hombres. Conocedor de todas las lenguas y artillerías de guerra.

El Chilam lo convenció, o apenas tuvo que convencerlo, para ser iniciado en las artes sagradas que una vez dominó su hermano. Él, que durante toda su vida había cazado junto a su hermano mayor en la selva oscura e igualmente se había reprochado durante toda su juventud no haber nacido cuatro años antes y ser el dios que su hermano era, no pudo hacer más que recibir las instrucciones con la mejor y más firme disposición. Pasaron los meses o acaso años, y el Chilam no se movió de donde estaba. Sentado sobre sus rodillas dictaba largas sentencias, lecciones, instrucciones, plegarias o fórmulas mágicas, o dormía, otras veces, como lo hace un muerto. El otro escuchaba y obedecía. La selva, o su exilio en la selva luego de la conquista de su aldea lo hizo un hombre duro. Se dedicó, en esos quince años de exilio, a cazar bestias y tropas teotihuacanas, a quienes capturaba de a diez, de a veinte, y cuyos corazones untaba sobre las raíces del Chilamate, o ensartaba en las ramas de los árboles.

Pasó pues el tiempo, y una mañana llena de niebla el Chilam apareció muerto, tendido boca abajo sobre el barro del pantano. Al aprendiz, ya bien encaminado, no pareció importarle la muerte de su maestro, y continuó en los secretos en que había sido iniciado. Agotó los códices esenciales que el viejo había traído consigo. Estudiaba la arquitectura etérea del Universo, las castas y estirpes de los dioses, los secretos de las hierbas y los trances; repasaba los caminos que su hermano alguna vez abrió y era entonces una sombra que se volvía materia oscura y viscosa. Un denso espectro de vapor alzándose desde la sangre hirviente de su hermano.

Una de esas noches, cualquier noche, mientras dormía y soñaba, el tiempo confluyó sobre su alma como un delta de oscuras y revueltas arenas. Recordó Kaminaljuyú, su aldea, en su esplendor. Las grandes placas de Obsidiana arrancadas de las tierras bajas; las inmensas moles de piedra que abrían caminos entre la selva, por donde se transportaban las artesanías de Jade y Obsidiana, caminos por los que el imperio, la oscura y esplendorosa Teotihuacán, se abastecía y liberaba su terribles tropas. Recordó a su familia, privilegiada siempre por la situación divina del hermano, a quien cada tres noches se ofrecían sacrificios y ofrendas. Ellos dos, desde niños cazando y jugando en la selva, en los arroyos y senderos, siempre a la sombra de su inmenso hermano. Recordó, también entre sueños, las fiestas que aquél presidía, el sanguinario ejército que lideraba, los corazones que arrancaba, las vidas que perdonaba. Revivía sus majestuosos tocados de pieles, conchas y obsidiana, la cabeza de un Jaguar que a la vez era Escorpión y Zopilote; los petos de Jade y colmillos y plumas. La última cacería: él casi era un hombre, su hermano un completo dios; se internaron en la selva en una madrugada sin luna, se arrastraron tras el rastro de una  manada de venados. El hermano mayor percibió una especie de canto mortal que se estremecía desde el otro lado del río, cerca de la aldea. De a poco, la luz de varias antorchas fueron destrozando la quieta oscuridad con movimientos circulares. Se escuchó el grito de varios en la aldea, vieron los veloces dardos clavar su veneno en la carne de muchos. El famoso ejército Teotihuacano, el Búho con Lanzadardos, había llegado aquella noche para matar y capturar a hombres y mujeres y niños en sus lechos. Solo él y su hermano se encontraban, aquella noche, fuera de la aldea. Entre la selva agitada por los gritos de las aves y el rumor de las bestias alarmadas por los invasores,  los dos hermanos presenciaban como en un abrir y cerrar de ojos los teotihuacanos devastaban Kaminaljuyú.

El hermano mayor le ordenó que se quedara allí, diciendo, y esto lo recordaba perfectamente, que él debía salvar la aldea y que no lo obligase a salvar también a su hermano menor, y se apresuró entre la selva. Caminó menos de treinta metros hasta que una figura nebulosa, la de un jaguar, emergió de entre la selva y le cortó bruscamente el paso. No tuvo tiempo de reaccionar. En un solo movimiento densas encías, de ojos verdes, de imponente imagen, la uñas negras se clavaron en el pecho y dibujaron una profunda herida diagonal que le alcanzó la parte izquierda de la cara. El ejército, de cuyas filas parecía formar parte aquel Jaguar salvaje, rodeó al hermano mayor que forcejeaba en el suelo con el colosal felino.

Entre sueños revivió también el menor de los dos hermanos el bochorno de su huída. Los gritos valientes de su hermano que se alzaban sobre los de el ejército enemigo. El fatal destino de su pueblo y la pesada impotencia que lo corroía.

En mitad de su sueño lo despertó un rumor que percibió idéntico a los cantos de guerra que aquella vez arrasaron su aldea. Trató de moverse pero algo ajeno a él, algo parecido a un pinchazo, lo mantuvo en el suelo y lo mandó de regreso a sus sueños. Logró abrir los ojos una vez más, y ahora se encontró con innumerables cuerpos que lo rodeaban, sintió otros tres pinchazos tranquilizantes en su cuerpo y cerró los ojos ante los dos dardos que se acababan de clavar en su pecho y estómago.

Entre alucinaciones divinas y escenas de su pasado un largo y denso sueño se fue tejiendo dentro de él, hasta que sintió que sobrevolaba, lejos de aquellas imágenes pasadas o poderosas, una enorme ciudad. Una ciudad divina y eterna y definitivamente vedada a todos los hombres. Dispuesta según las secretas vértebra del cosmos, atravesada de sur a norte por una larga avenida a cuyos lados se extendía un tumultuoso mercado, lleno de ruido y seres que se parecían a los hombres. Luego atravesó una hermosa y grande ciudadela, tejida por miles de viviendas y en el centro de ella un majestuoso templo hecho de infinitas serpientes que se convertían en plataformas de cultos y sacrificios. Estos edificios, pues, flanqueaban la larga calzada por la que los muertos desfilaban en colorida y ruidosa procesión, procesión en la que él sentía que estaba en el centro pero a la vez en todas partes. Recobró el conocimiento por un segundo y se sintió una gruesa cuerda que le envolvía todo el cuerpo. Se vio conducido entre infinitos rostros, entre infinitos muertos que marchaban al Norte, al Sol, a la Luna… Volvió a su sueño y comprendió, con esa extraña química de los sueños, que estaba siendo, por fin, conducido al inframundo, que aquella procesión celebraba llegada y que lo esperaba su hermano al final de aquella larga calzada, y aquello era invariable. Atravesó un río sin que sus aguas lo tocaran, los templos aparecían inagotables y únicamente pudieron ser ideados por una inteligencia cósmica. Al final del largo camino llegó al extremo Norte de aquellas magníficas construcciones de dioses, donde la ciudad se levantaba poderosamente en dos pirámides tan colosales como el Sol y la Luna, que dilataban la tierra hasta las fauces del cielo. Comprendió, entonces, que se trataba de la Ciudad donde los Hombres se vuelven Dioses. Sintió su carne vibrar con el terror que solo la solitaria presa de un Jaguar podría sentir. Comprendió que sería alimento para los dioses, y nada más… Era, a estas alturas, un destino, una vez más, invariable.

Poco o nada podría hacer en su condición, atado, a los pies de la enorme pirámide, rodeado de fuegos y ofrendas y hombres que exigen su sangre, para incidir en aquél destino. Cerró los ojos con arrolladora tranquilidad y, una vez desatado, se postró ante la enorme pirámide y empezó a recitar uno de los códices. Así, sin cesar por un instante las líneas que recitaba, fue conducido solemnemente por las largas escalinatas, hasta la cima de la pirámide, donde un viento tranquilo arrastraba las últimas y débiles luces del ocaso. No abrió los ojos hasta que fue puesto sobre una amplia piedra, tibia y resbalosa. Contempló el ancho cielo púrpura, igual que cualquier otro cielo, desmesuradamente profundo, en el que se deshacía la mirada. Percibió, sin voltear a ver, varias sombras que se movían con siniestro y sagrado ademán en torno a él. Los suntuosos tocados de Jade y huesos y plumas y conchas y las largas pieles inundaron su visión. En el centro, la cabeza disecada de un Jaguar coronaba la cabeza de un sacerdote quien, con un rápido movimiento, se agachó hasta tocar el piso y posar los colmillos del Jaguar ante los ojos de la víctima, para luego, con idéntica rapidez, alzar el denso cuchillo de Obsidiana al cielo crepuscular, rozando la primera estrella que ahí aparecía. Mientras los fuertes brazos sostenían el cuchillo en lo alto fue que el condenado clavó los ojos en la imagen de su verdugo.

No con poco terror, su mirada atravesó el pecho fuerte y abierto, siguiendo el curso de la larga y vieja cicatriz diagonal que lo atravesaba y alcanzaba parte de la cara. Comprendió, con extraño sentimiento, que su hermano había sobrevivido, que seguramente fue llevado a aquella magnífica ciudad y supo, sin duda, deslumbrar a los más sabios con su vasto conocimiento y gran habilidad. Escaló por aquella ciudad en la que los hombres se hacen dioses, olvidó su pueblo y su pasado, y ahora reinaba o dirigía en aquel otro pueblo.

Un grito, que prefiguró como una vieja adivinanza que el hermano mayor le contaba a cada momento y que se configuraba en lo hondo de su garganta, se vio desvanecido por un ruido gutural y profundo que cesó cuando el cuchillo había abierto completamente el pecho.

El corazón fue arrojado junto a la pira, todavía palpitante. El cuerpo decapitado rodó lentamente hasta la mitad de las escalinatas. La cabeza cayó, poco después, sobre el polvo, al pie de la pirámide, con el reflejo de las siete Pléyades, posadas en el cenit, deshaciéndose acuoso sobre los ojos bien abiertos.

 



[1] 365 días, repartidos en 18 meses de 20 días, más cinco días adicionales llamados Uayeb, formaban el calendario Haab; este, combinada su marcha con el Tzolkín, formado por veinte trecenas o trece veintenas de días y que resultan en 260 días, marcan un ciclo organizado y convergente que inicia cada 52 años o Haabs.

 

[2] Los Tzitzimimes eran demoníacas estrellas guerreras con terrible apariencia de esqueleto que a cada momento intentaban destruir el mundo y a los hombres. Durante los ocasos y los amaneceres lograban vagar inadvertidas por las tierras y caminos, y cuando había un eclipse sus alaridos cundían el mundo.  

 

[3] Nombre con el que los Mayas se referían a la Pléyades y que significa cola de serpiente de cascabel. Era el lugar donde pensaban que se había formado el Universo.

[4] Palabra maya de la que, se supone, proviene el término Cenote.


"un embutido de ángel y bestia"