22 mar 2009

Primera Parte de la Ficción "Con Sangre y Hermanos"

Con Sangre y Hermanos

Trascripción de un texto inédito de Ernesto Castellano Ojeda[1]

Ni se tiñe con sangre de hermanos

Tu glorioso pendón bicolor

Himno Nacional
Salomón Ibarra Mayorga

Nota Preliminar[2] [3]

No hace mucho me distrajo el hallazgo (entre papeles viejos de la familia) de varias páginas cuadriculadas, en las que se registraron –a golpe de máquina— los acontecimientos, hasta ahora oscuros, que rodean la captura y asesinato del legendario combatiente popular Vicente “Chentón” Molina, la madrugada del 28 de septiembre de 1978.

Sobre el autor de la crónica (que he copiado y ahora presentaré), solo puedo conjeturar que se trata de un periodista (como varios, que cubrían la lucha del pueblo nicaragüense contra la dictadura de aquellos años), o un escritor literario (por el matiz estético y la estructura narrativa con que trata la crónica), quien cubría la lucha desde distintos poblados, comarcas y ciudades del sudoeste del país, durante la insurrección y ofensiva final del 78 y 79. Varios aspectos de la crónica podrían dar a pensar que el autor sea un extranjero, aunque por su dominio del español y familiaridad con algunos términos locales debe tratarse de un latinoamericano.

Inútilmente he interrogado a familiares, amigos que se dedican al estudio de la historia, y escritores sobre la procedencia de este legajo. De algunos conocidos, que fueron combatientes en la zona, he logrado rescatar un par de anécdotas empapadas en la mística popular revolucionaria de aquellos años y que hablaban de “Chentón”, protagonista de la crónica, de quien se decía que tenía el poder de convertirse en mil jejenes para diluirse en la noche; de estar, como muchos combatientes de la época, en más de un lugar a la vez; y de tener varias vidas que se manifestaban en numerosos cuerpos idénticos en distintos momentos, como un gato negro.

Algunos datos descritos a lo largo de la historia nos sugieren que el pueblo donde se desarrollaron los hechos es la ciudad de Jinotepe, aunque bien pudo tratarse de Diriamba o de Dolores, que se comunican por caminos muy, similares a los descritos por el autor, con el cementerio y el basurero que tenían por entonces en común con Jinotepe, caminos a su vez conectados con las playas del Océano Pacífico. Por otro lado, algunos nombres propios de lugares o descripciones, como el barrio San Dulcino, la finca Santa Cecilia, las torres de electricidad en algunos puntos del recorrido, y otros detalles, hacen que el contexto no coincida con ninguno de los lugares anteriormente conjeturados, aunque no podría tratarse de otra zona que no fuese el departamento de Carazo, escenario de las fabulosas hazañas del legendario Chentón.

L.Báez/03.abril.09

“Son locuras…va a ver que no dilato” [4]

29 de septiembre de 1978

Hacia el amanecer[5]

La luz brotaba de la tierra de a poco, como todas las madrugadas.

Las persianas de madera entreabiertas segmentaban los rosas y ocres del alba, las cortinas volaban dentro del cuarto, ralas, casi sangrantes. La llama del candil oscilaba y desvanecía algunos rasgos de la cara, mientras revelaba otros: los ojos entreabiertos, desorbitados. Un fluido tembleteo en el cuello y las manos. Un enjambre de muertos batiéndose bajo el catre, el plexo tensado por millares de cables como sosteniendo infinitas atmósferas.

Despertó a eso de las cinco. El día apenas vertía una pálida franja rosa en el cielo y sobre los techos de tejas. Fue como si la madrugada no hubiese pasado.

José María Molina tenía para entonces catorce años. En el barrio San Dulcino[6], o El Cementerio, como todo mundo le decía, lo llamaban “Chema Pacuzo”. Vivía con su mamá y compartía cuarto con sus tres hermanos. Después de Chente, él era el mayor.

Esa mañana se levantó y, medio dormido, caminó entre los otros catres, apartó la cortina y salió a la sala: cuatro pollitos picaban sobre el piso de tierra compactada; los dispersó bruscamente y recogió el balde lleno de basura, lo puso junto a la puerta y se fue al traspatio.

– ¿Ya vas a ir a botar la basura?, le preguntó la mamá mientras tiraba unas cebollas y chiltomas al aceite hirviendo.

–Sí, contestó Chema inclinándose sobre su reflejo en la pileta del lavandero, con la cara mojada y las manos hechas un cuenco, llenas de agua. Para regresar temprano, porque tengo que ir a clases.

–Bueno, pero no te vayás a quedar de vago con esos locos. Mirá que tu hermano no vino a dormir anoche, así que vos no me estés dando más preocupaciones, por favor, dijo la mamá. Ahí me vinieron a decir que andabas engavillado con los que tiran las bombas…, el tono con que hablaba era más de súplica que de reprensión.

–No, tranquila mama, son locuras… va a ver que no dilato.

Se secó la cara con la parte de abajo de la camisola, se puso las chinelas y salió con el cubo lleno de basura.

A esas horas en el pueblo no había un alma. Pasaba el carretón de la leche como a las cuatro y media, y ya varias señoras se quedaban despiertas, otras salían al molino con las bolsas de maíz pujagüa y el cacao. Después de las cinco y media las ramas de las escobas y las panas de agua levantaban nubes de polvo desde las aceras y los patios. Digo, hay gente, pero es como si no hubiera un alma, como si a esa hora el pueblo apenas se estuviese configurando ante las personas que, distraídas por sus quehaceres, no ponen atención, al menos en este momento del día, a lo que pasa y a los que pasan a su alrededor.

“Si estamos faltando tanto a clases, nos quiebran”

29 de septiembre de 1978

Mañana

Chema salió de su casa y se detuvo en la esquina. Al otro lado de la calle, en el cuadro de béisbol, sobre la línea donde se empieza a desdibujar la grama y la tierra seca queda descubierta, ocho figuras de polvo cabriolaban desnudas bajo la luz temblorosa de la luminaria. Los gallos que las originaban eran como un génesis de plumas en llamas destrozándose contra los costados, uñas batiendo tierra y polvo.

Tomó hacia el sur. Luego de dos cuadras, en la esquina del cementerio, se topó con Julio, que desde largo lo venía saludando con un movimiento de cabeza y una sonrisa, mientras separaba el cuerpo de la montura de la bicicleta y se paraba de puntillas sobre los pedales.

-¿Fuiste a clases ayer?, preguntó Julio, mientras frenaba y una nube de polvo cubría sus rodillas

–Sí, suspiró Chema con cierta molestia.

–¿Y entregaron la tarea de español?, continuó Julio, mientras agarraba la porrita de frijoles cocidos que colgaba del lado derecho del manubrio y la ponía en el izquierdo.

–Sí, y estaba encachimbada la vieja porque no llegaste y te tocaba el aseo… sos fresco vos, no ves que si estamos faltando tanto a clases nos quiebran, replicó Chema, con tono grave .Ya tiene colorado al barrio la guardia. Va y les dicen que son unos chavalos los que andan tirando las bombas. Qué les cuesta irse al instituto a ver quiénes fueron los que no llegaron tal día a clases… y más con el cachimbo de orejas que hay aquí…

–Sí, hombre, son unos “riñones” esos hijueputas. Mirá, ayer andaba la guardia preguntando quiénes eran los que estaban poniendo los sacos de arena. Adiviná dónde fueron primero a averiguar… donde el viejo Tulio, ya sabía yo que ése era el que nos andaba “bombeando”. Ahí no más fue que se llevaron a Goyo y al Chele. Pero fijate que doña Margarita salió a hacer el alboroto, a defender a los bróderes, para que no se los llevaran yo hasta creía que era somocista la vieja.

–Pues quién sabe, creo que nos “chabeliaron”, dijo la voz de Chema. Yo digo que eran infiltrados esos hijueputas. Quedaron de venir anoche... y nosotros en la ponedera de sacos, tirando la bomba jodida en la esquina ésa, los botiquines hechos en las casas. Rico nos van a quebrar a todos…

–No, hombre, vas a ver que no. ¿Si no viste que eran los legítimos? Elegantes los majes con sus capuchas, de verde olivo, cada uno con su Fal encima. Clase mística, cómo te hablan… todos son compañero aquí, compañero allá, el porvenir… vas a ver a esos guardias mierdas, les va a salir la virgen.

–Bueno, ojalá… ¿ahí está la gente ya?

–Sí, para allá iba Reinaldo con los chavalos.

–Ah, bueno…

–Ve, hice una pelota de trapo nueva, para que boliemos en la tarde… decile a los majes, gritó Julio, mientras Chema se alejaba caminando y asintiendo bajo la tenue sombra del muro.

Chema conocía a la perfección esos caminos que empezaban como uno solo a la par del muro norte del cementerio y que se bifurcaba hasta lo casi laberíntico. Sabía que tomando la derecha en el primer cruce, como a veinte minutos en bicicleta, estaba Aragón. Que siguiendo ese camino, después de unas torres de electricidad, como a quince minutos de El Ojo de Agua, despuecito de cruzar los potreros de la finca Santa Cecilia, se llegaba al río, que por sus meandros daba la impresión de ser muchos ríos a lo largo del camino. A través de bosques, fincas, potreros y comarcas rurales, la tierra desnuda se abría paso hasta fundirse con la arena de las costas del Pacífico.

Perpendicular al inicio del camino, el muro oeste del cementerio, de casi tres metros, se empotraba sobre una especie de desfiladero que agregaba unos cinco metros a su altura.

Al pie del desfiladero y sobre una depresión plana se extendía el basurero, maculado aquí y allá por majestuosos zopilotes que sin levantar vuelo batían sus alas entre los desperdicios.

Bajo la sombra del muro, cubierto por unas ramas, estaba Reinaldo, segundo contacto, después de Chente, con los compas; lo acompañaban tres más de los muchachos.

Cuando Chema llegó, Reinaldo hablaba a lo lejos con tono grave, pero frío.

Anoche fue de luna llena y ley marcial[7]

28 y 29 de septiembre de 1978

Noche y madrugada (respectivamente)

La noche en el pueblo era oscura, pero cuando había luna se podía andar tranquilamente hasta por el camino más recóndito. Las pocas luminarias que funcionaban iluminaban las esquinas del parque central, la alcaldía y el atrio de la iglesia. De las verjas del extremo norte del templo, amarrados con mecates, grandes pliegos de plástico negro se estremecían con el viento, y así el mercado municipal se extendía, con un nervioso crepitar, hasta los límites del pueblo.

Desde el inicio de la ley marcial y el toque de queda no se volvieron a ver las parejas sentadas en las bancas del parque, tampoco los señores comiendo maní en cartuchos de papel kraft, rodeados por trozos de cáscaras. Sólo pasaban, difusas a través de las persianas de las casas, las luces del jeep de la guardia y los megáfonos que anunciaban el toque de queda.

El paso de la noche del jueves 28 de septiembre a la madrugada del viernes 29 fue de luna llena, y en ese lapso ocurrió la captura y el asesinato ( ejecutado por esbirros de la guardia nacional) del combatiente popular Vicente “Chentón” Molina, de 17 años.

“Si ves que un trozo de noche se menea, y de ahí empieza a salir fuego, ése es Chentóny mejor que no esté la guardia cerca, porque les llueve…”, decía la gente, no con poca admiración.

Bombas de contacto y cócteles molotov llovían sobre los jeeps y cascos de los guardias, que entre el terror y asombro salían despavoridos dejando algunas veces sus armas o quedando gravemente heridos en el lugar.

Una vez tuve oportunidad de escuchar sobre los garands que iba recuperando y enviando a los compañeros que libraban la lucha en Diriamba.

Seguramente anoche la luna proyectaba la sombra ancha y uniforme del muro que da al traspatio de la panadería, desde donde el bulto negro cruzaba, rápida y reiteradamente, de una esquina a la otra, tejiendo un enjambre de cables, en los que la luna diluía finos hilos de luz, que desaparecían por un lado para aparecer por el otro.

En la cuadra siguiente, un grupo de tres muchachos con cócteles molotov y bombas artesanales de pólvora esperaba la señal. Chentón, todo de negro, trepó por el muro oscuro de la panadería y pegó el silbido; acto seguido, los vidrios de las botellas estallaron liberando las llamas de la gasolina y el aceite sobre el asfalto en la calle siguiente.

Mientras corrían, los muchachos tiraban las bombas de pólvora cerca del fuego para hacer ruido. El jeep no tardaba en subir, los milicos[8] vociferaban mientras eran atraídos hacia el fuego. En cuanto cayeron en la trampa, Chentón los destrozó con bombas de contacto, desde los tejados.

Esa noche hubo refuerzos. En lo que Molina huía, otro jeep daba la vuelta, con las luces apagadas y por la esquina opuesta.

Era un diablo corriendo en los techos. Se escuchaba el alboroto de las pisadas y de repente se diluía, literalmente, entre la noche.

Chentón conocía de cabo a rabo los recovecos de la zona, sobre todo los del cementerio y sus quebradas.



[1] El título original “Con Sangre de Hermanos/ Crónica de los últimos momentos de Chentón Molina” fue modificado por el Transcriptor, antes de publicar esta segunda edición del texto, corregida y completada, el 23 de abril de 2011. El epígrafe fue añadido luego de esta modificación. Nota del Editor.

[2] El lector puede saltar esta nota sin ningún riesgo. Nota del Transcriptor.

[3] Esta nota acompañaba la versión incompleta de la crónica (END, 20-24/11/2009), el Transcriptor optó por conservarla en esta nueva edición. Nota del Editor.

[4] Primera parte de la crónica de E.C.O., donde se logran rescatar algunas descripciones del pueblo y se conoce un poco sobre el contexto en que vivía el legendario combatiente Vicente “Chentón” Molina durante sus años de lucha, y de quien, según la reconstrucción histórica popular, se encontraron dos cadáveres: el primero a la vista de todos, en el techo de la casa del obrero de Jinotepe; el segundo desaparecido por la G.N. en los cafetales de Jinotepe y San Marcos, y luego encontrado e identificado por su chaqueta verde olivo con la sigla FSLN escrita con marcador en el bolsillo izquierdo y por el dije con la foto de su mamá, en el basurero de Jinotepe. Esta primera parte del documento lanza acaso una pálida luz sobre los acontecimientos cercanos a sus experiencias en combates anteriores, en la ciudad de Diriamba. Nota del Transcriptor.

[5] Las fechas no indican el día en que los textos fueron redactados, sino los momentos en que sucedieron los hechos relatados. Nota del Transcriptor.

[6]Según una conjetura que me formuló Carlos Zeledón, luego de que le mostré el texto original, bien se podría tratar del barrio San José de Jinotepe. Su nombre pudo ser cambiado por el autor, como en un juego de sutiles paralelismos históricos con los levantamientos en la Europa del S. XIII, dirigidos por fray Dulcino y los Dulcinistas. Nota del Transcriptor.

[7] Donde el autor, a partir de relatos de testigos de los hechos y de lo que recopiló a través de gente del pueblo, en los días posteriores al asesinato de Chentón, reconstruye los momentos previos a su captura.

[8] Milico: argentinismo para guardia o militar. Nota del Editor.

Capricho 43


Capricho 43

A Róger Pérez de la Rocha, César Delgado y Ricardo Morales

“El sueño de la razón produce monstruos”
Francisco de Goya

El cuadro ya casi estaba listo.

Un aleteo desconocido batía la espesa oscuridad. Las agitadas horas de la madrugada cernían un capullo de alquitrán a su alrededor. Fuera de la fosa de luz blanca, que estallaba desde la lámpara, el luto de la noche se evaporaba en rostros y gritos mudos, paralelos, inofensivos.

La muerte, suspirándole largas notas de violín al oído, lo asemejaba a aquel joven Böcklin autorretratado en óleo y sombras. No lograba percibir entre las tinieblas, cada vez más retorcidas, el negro aleteo que se deshojaba, de a poco, desde la médula de la noche.
Bajo la luz se agitaba un caos de pinceles, manos y colores; el seductor hedor a óleo y aguarrás lo mantenía en el trance automático de todas las madrugadas. 
Predominaban los ocres y sarros sobre un lienzo cubierto por una costra de arenilla sólida.
En primer plano, dos figuras de pie eran como un eco distante que se volcaba a través del tiempo evocando a las que, aterrorizadas, lamentaban la Apertura del Quinto Sello en algún paisaje de El Greco; el pubis de roca sólida, la sombra sin costuras delineando los cuerpos y socavando las caras; níveos de cal, refulgentes de sarro. El hombre, adormecido, de pie, sin proponer nada, más bien esperando algo, cansado y acaso conciente de su condición de sombra, de eco de la mente de su creador, era presa fácil para el naciente siglo XX; abrazaba a su esposa, como protegiéndola de la tormenta incierta que se avecinaba; al fondo, el cielo estallaba en fuegos. Los rostros eran tétricos, acaso un cadáver parasitario en cíclica lucha con la carne viva se apoderaba de ellos, un avanzar y retroceder de la tumba a la cuna y de ahí a la putridez; los rostros poblados de sombras y cuencas mas no de facciones; un expresionismo oscuro, turbulento. El cuadro en su conjunto brillaba trémulo al fondo del estudio.


Estaba abatido de semejante jornada; rompió el cascarón de luz que lo cubría y se abrió paso a través de las tinieblas. Recostado al muro del patio, sacó el último cigarrillo del paquete de papel arrugado y se lo puso en la boca. El cuadro aguardaba su sentencia, embestido por la oscilante luz blanca. En ese momento todo el entorno parecía responder al sinuoso tembleteo del cigarro en la boca.

Sobre el lienzo, los definidos trazos, las complejas perspectivas, los rostros tan apocalípticos pero tan violentamente reales, dejaban sentir el paso de las manos serenas y precisas del maestro, pero que de los dedos, a fuerza de vómito y sangre, se escapaba un alma en ebullición, convulsiva hasta el vértigo; un alma de loco que con golpes de cráneo logró fugarse de esa jaula que era el cuerpo y que ahora se destrozaba contra cualquier lienzo.
Regresó al estudio y se dispuso a dar las últimas pinceladas. Quería corregir algo en los rostros, algo no encajaba, algo sobraba.
Estudiaba detenidamente la composición: los ojos sombríos que lo escudriñaban fríamente a través del ala roída del sombrero, el hombro izquierdo un poco más levantado y la mano derecha como conteniendo un sombrío ímpetu de la otra; los nubarrones cada vez más cercanos, el pueblo en ruinas propiciaba un horizonte dentado, la mujer apretada contra el pecho dejaba escapar su corazón palpitante, como un pájaro que agoniza en el cuenco de las manos.

Desde las tinieblas, y destrozando el balaustre de humo, que se elevaba desde el cigarrillo hasta la más desconocida sombra, surgió, como goteando noche, una pesada mariposa negra que se posó en el borde del bastidor.

No existió más nada en el mundo. Nunca nada fue más real.

Dejó caer los pinceles y la paleta; abstraído descubrió los grandes ojos rosáceos, las antenas rizadas, el cuerpo blando y cubierto de polvillo gris; las alas planas, llenas de ojos y escamas ofrecían una planicie, desde donde vio levantarse altos patíbulos; infinitas guillotinas hacían reverencia al público para dar inicio a un inmortal baile de cabezas y tráqueas serpenteantes. De la planicie de las alas nacieron también interminables muros, nacía Pollock, y nacían explosiones de sangre y plomo contra el concreto y el cosmos; Todo desfilaba como eco de pasado que rebotaba en una pared futura. Como si esos ecos aprovecharan las apagadas horas de la madrugada para desnudar su pálido brillo, para bañarse con los colores del iris, y evaporarse como nausea justo en el plexo. Vio levantarse a un pueblo, como los antiguos solían, y vio hambre y persecución. Al fin se levantó la cruz y vio mujeres, niños y hombres pasados por el cuchillo del Cristo muerto; vio aves de acero sobre islas que estallaban. Vio a un hombre sentado a la mesa con su padre, compañeros y enemigos, sereno, con la muerte prendida al lagrimal; botas de guardia deteniendo los faros del auto; El Campo de Marte, El Hormiguero y finalmente el cerro La Calavera. Las palabras aún no pronunciadas de don Gregorio Sandino se empezaban a configurar: “Ya los están matando. Siempre será verdad que el que se mete a redentor, muere crucificado”; el sombrero cayó al suelo cuando Sócrates caía cerca de la Iglesia El Calvario.

Todo empezó a andar otra vez. 

Un alarido cavernario tajó la noche en dos. Yacía en el piso, descarnado y estremecido, aterrorizado. De los cuellos degolladas chorreaba espesa y oscura sangre y las dos cabezas, con los ojos bien abiertos, caían pesadas sobre los pies.
Vio sus manos manchadas de sangre, a la par el pincel, que chorreaba la aguada carmesí, confirmaba el crimen.
Contra el borde de la lámpara chocó una torpe mariposa negra que, como un sueño, soltó una cascada de polvillo gris que enroscaba constelaciones bajo el halo de luz blanca.

El alba nacía gris con pesadas nubes por doquier y hubo frío.


"un embutido de ángel y bestia"