22 jun 2011

SALTAPIÑUELAS

Estaba B una tarde X de inicios de mayo (con el tronco y los brazos desparramados sobre el sofá, las piernas hechas una L y los pies apoyados en el piso) soñando sueños intraquilos, sueños terribles y enfermizos que a cualquiera, sobre todo a B, le pondrían los pelos de punta y que invariablemente olvidaba al despertar, hasta que algo lo abstrajo de ellos. Era un ruido, un revolotéo que de improviso se convirtía en un zumbido incesante y que finalmente se materializaba en un enjambre de avispas u hormigones negros que, como un chorro de propulsión, se eyectaba por la fosa nasal del cadáver violáceo con que B soñaba. Un estruendo de los mil demonios que lo hizo levantarse de un brinco.

Un nubarrón, algo rosado, algo dudoso, cubrió el cielo por buen rato y saturó cada milímetro de realidad con un tinte color carne.

B se sentó al borde del sofá. Apretó los ojos muy fuerte. Se sintió mareado. Prendió un cigarro. De un manotazo derrumbó la cordillera de libros que discurría a su lado. Se volvió a recostar y se quedó contemplando, por unos pocos segundos que se asemejaron a la eternidad, los volúmenes, los contornos, las torciones y retornos, la silenciosa mórfosis y la expansión del humo que en un principio era un fino arroyo celesteléctrico zarpando de la brasa anaranjada y que, en lo alto, iba conquistando el vacío y la luz amarilla y rosada que entraba por la ventana y que revelaba los rostros del humo. Rostros que aperecían como una mueca sin carnes ni huesos que la sostuvieran, puro visaje ceñido al humo. Apariciones fugacez que seguramente, al menos en la realidad que B percibía, no significan nada, o su significado no tiene la menor importancia.

B volvió a escuchar el revolotéo, ahora más aparatoso y cercano de lo que recordaba ¿Recordaba? En el acto B se espantó por el hallazgo de un recuerdo vívido de algo que B no había vivido jamás. El espanto se asemejó al espanto de quien una mañana cualquiera encuentra un cadáver, que encima de muerto es desconocido, en un cuarto de su casa. Y el recuerdo y su espanto cercaron, como dos manos que curvando sus palma abovedaban las llanuras y hondonadas de la mente de B, manos que no eran carne sino una suerte de espejo iridiscente y cóncavo que revelaba patrones compuestos por miles, quien sabe si millones, de imágenes; imágenes y percepciones caóticas que, fluctuantes y disolutas, alternándose en una efervescencia demencial, componían una imagen total e indigerible, al menos así, de sopetón, para cualquier mente humana; algo simplente inextricable e ininteligible que a B le provocó un repeluzno leve, con epicentro en su nuca, que recorrió sus brazos y cesó en la punta de sus dedos. El revolotéo (B ya lo había logrado ubicar) provenía del patio y lo causaba una saltapiñuela que reiteradamente se lanzaba en picada desde las ramas más altas de un arbol de aguacate hasta el interior de un arbusto de limonaria donde había instalado su nido y donde sus polluelos piaban.

Acodado al marco de la puerta que da al porche y al patio, B observó por largo rato al pajarito que iba y venía, una y otra y otra vez, atareado en su absurda empresa. El irracional instinto, por no llamarle reflejo mecánico, de sobrevivencia, de preservación, divagaba B, el demencial reflujo de sobrevivencia, ese vano tic de pretensiones divinas o agrícolas que consiste en crear, alimentar y ver crecer, un instinto incuestionable ya fundido en el crisol del inconsciente colectivo de nuestro mundo. Ese capricho animal que busca la multiplicidad, la expansión, el crecimiento y preservación de la especie, de las partículas más cercanas a la particularidad propia, sin razón alguna, o acaso para crear o creerse una artificiosa y no constatable noción de eternidad colectiva. B no estaba seguro y seguramente no le importaba mucho.

De repente, el nubarrón desapareció por completo, dejando un cielo despejado y refulgente. B pensó en los pájaros de fuego del cuento de Peñalba y se quedó helado. Todo volvía a mudar su tono y su matíz. Hasta los infinitos pájaros que vuelan y saltan por el patio modulan sus trinos, pensó B. Hasta las ramas de los dichosos árboles que son apenas sensitivos parecen revertir sus movimientos, casi pronunció con sus labios delgados, que de pronto sintió resecos. Ensortijó una sonrisa involuntaria. Bostezó mientras la saltapiñuelas planeaba en una diagonal veloz, un tanto curvada pero precisa, maravillosamente precisa, y se posaba junto al nido que pendía del punto donde una rama de la limonaria se bifurcaba y que a B le pareció una flor extraña o extraterrestre. B se acercó sigilosamente al nido que no estaba a más de tres metros del porche de su cabaña. En medio de un revolotéo inesperado que sacudió hasta el tuétano la tranquilidad de aquella tarde, la saltapiñuelas regresó, como una flecha en reversa, hasta la copa del aguacate.

B la observó, frunció el ceño y se quedó un rato de pie, terminándose el cigarro. Hasta ese momento notó que había llovido y, a juzgar por la gran cantidad de agua que embebía el patio, bastante fuerte. B no se explicaba cómo había sucedido eso, pues según sus cálculos no había dormido más de veinte minutos. En lo que B se disponía a regresar a la sala para ver la hora el revolotéo de la saltapiñuelas volvió a estremecer las ramas de la limonaria, multiplicando las gotas de lluvia que cubrían sus hojas, una lluvia que a B le era absolutamente desconocida. Unas nubes negras se acercaban peligrosamente desde el este. A B se le ocurrió buscar algo, una caja de cartón desarmada, un pliego de plástico negro, algo que sirviera como techo para proteger al nido y los polluelos de las fuertes lluvias que todo mundo aseguraba que caerían aquel invierno. Luego imaginó lo beneficioso que ésto sería para la saltapiñuelas y sus polluelos. Imaginó a la saltapiñuelas estremecerse, acurrucada en lo profundo de su nido con sus polluelos, al escuchar el ruido de un aguacero que desgarraba el cielo. La imaginó aterrada, sacando su cabecita por el hueco oscuro del nido vaya uno a saber por qué, por impulso casi mecánico, y su enorme sorpresa al constatar que efectivamente llovía a cántaros por todos lados, que la lluvia lo cubría y empapaba todo, menos a ella, a su nido y a sus polluelos. ¡Qué milagro! Qué estupefacción tan conmovedora la de la saltapiñuelas. Ahora podría dedicar el invierno a seguir su acopio de alimentos para las crías sin atrasarse en reparaciones provocadas al nido por las lluvias, y ni hablar de las goteras, el frío y la incertidumbre. Al pasar el aguacero y resultar el nido intácto, la saltapiñuelas volaría a divulgar, si esto es posible para una saltapiñuelas, a todos los pájaros que anduvieran por el patio la buena nueva sobre el milagro que la providencia había obrado sobre su nido y su familia. Seguramente, ya siendo una saltapiñuelas anciana, contaría a sus polluelos, quienes a su vez contarían a sus hijos su versión o, mejor dicho, percepción de lo ocurrido. Las consecuencias, ponderó B, serían inimaginables. Luego se pregunto qué tantas eran las probabilidades de que alguien no solo encontrase un nido de saltapiñuelas, sino que se le ocurriera tomarse la molestia de cubrir aquel nido para proteger su contenido. Luego pensó en los infinitos nidos abandanados a su suerte en los infinitos caminos, bosques, barrancos y quebradas del Pacífico de Nicaragua, por no decir del Universo. La lluvia en eterno retorno, ni se diga la rayería y la electricidad. Pensó que todos esos polluelos estaban irremediablemente perdidos y que no se podía hacer nada al respecto. Luego se preguntó si la saltapiñuelas sabría agradecer y apreciar el milagro o si lo dejaría fluir por sus ojos con la misma estúpida normalidad con que discurría el cielo, la tierra, el viento y todo a su alrededor. B pensó que ésto era lo más probable y decidió dejarla abandonada a la sagrada voluntad de la naturaleza. Pensó, asqueado, que los polluelos chillaban como ratones. Aplastó la colilla del cigarro bajo su talón. La saltapiñuelas regresaba, como por primera vez, al nido. Qué terquedad de sobrevivencia, pensó B, Voluntad de Poder en su más pura esencias. A lo mejor y de estos pájaros hasta se puede obtener, encapsular y poner en las farmacias Voluntad de Poder (15 gramos cada mañana) para curar la enfermedad de nuestros tiempos, se le ocurrió. Alimentar y proteger a los polluelos sin saber por qué, un acto solitario que revolotéa más allá del entendimiento y la lógica, más allá del juicio, la razón y la cordura, una sentencia que se dicta, se acata y se ejecuta más allá del bien y del mal, y al que no somos del todo ajenos.

Ese ir siempre hacia adelante, hacia más, ese conservar y alimentar. De multiplicar. De alimentarse, conservarse y duplicarse uno mismo, o lo que más se le parezca. Narciso inclinado y su reflejo son dos arcos que cierran un anillo. Una partícula de pólen que fluctúa en una flor, ese es nuestro Universo, piensa B, ahora con miedo. La saltapiñuelas metía la cabeza y la mitad del cuerpo en la oscurana del nido. Los polluelos piaban de júbilo. Ese alimentar a unos polluelos que en unos meses (quizá cuando acabe el invierno) alimentarán a unos polluelos que en unos meses alimentaran a unos polluelos... y así. La diferencia la hace la conciencia. Sobre todo la maldita conciencia (¿ilusión?) de individualidad. La saltapiñuelas no tiene conciencia de nada de esto y alimenta a sus polluelos como quien se alimenta a sí mismo. Entonces B creyó ver claramente que la saltapiñuela en realidad era una mano y que ese nido no era un nido, sino una boca. Una mano que llevaba comida a su boca. Una mano que echa a andar la rueda del trapiche, que realmente nunca ha parado de girar (es una rueda en eterna bajada). Y la mano, es decir, la saltapiñuelas lo ignora, aunque actúe como si entendiera perfectamente lo que hace, con la seguridad de un engrane que tiene total conciencia de la función que desempeña en una máquina descomunal, lo ignora por completo y quizá, piensa B más tranquilo, ahí resida todo el misterio. Yo, de algún modo, lo percibo, y me queda la maldita cruz de no poder escrutar el rostro de la máquina o del animal del cual somo órganos, bacterias o víruses, mucho menos comprender nuestra real y específica necesidad, B se sentía menos mareado. No sabía si pensaba o hablaba. Un ciclo sencillísimo y sin novedad que se asemeja a una bóveda de espejos cóncavos e iridiscentes (y esto hasta B lo ignora) que se ajusta sobre todas las cosas como un anillo. Conoceré como soy conocido, recuerda B, y sus palabras (o pensamientos) retumban como un eco que se queda suspendido y que al rato empieza a vibrar y aletear.

Finalmente B se paró frente al nido, escuchó el chillido de los polluelos salir desde su interior, como chorreando sombras, y trató de calcular cuántos eran. Se los imaginó ateridos de oscuridad, seguramente de frío, trémulos, piando por alimento, rogando, exigiendo a la saltapiñuelas que observaba la escena moviendo su cabeza y sus ojitos redondos de un lado a otro desde lo alto del arbol de aguacate. B se puso de puntillas y alcanzó la rama que sostenía el nido, la arqueó un poco hacia abajo. En el acto saltaron desde la profundidad de aquel útero artificioso de sombras y paja, como tres pequeños resortes que se activan con el menor movimiento, las cabecitas y los cuellos calvos, cubiertos por un pellejo flojo y rosado, y surcado por varias venitas azules, de tres polluelos que desplegaban sus picos como rombos húmedos. B alcanzó a ver el fondo del gaznate de uno de los polluelos. Regresó la rama a su posición original y se quedó con la impresión de haber visto un atardecer morado y magenta de playa del Pacífico. Los polluelos dejaron de piar y se volvieron a acurrucar entre las sombras. Volvió a curvar la rama. Los polluelos reaparecieron sin asombro, como cualquier resorte. B repitió un par de veces la operación y se quedó perplejo. Se activan con el movimiento. No tienen la más mínima memoria. Entonces B recordó unas plantitas que crecían entre el monte, al ras del suelo, a la que la gente le llamaba dormilona y que B no miraba desde que era un niño. Luego pensó en flores de carne, en flores caníbales y sanguinolentas que parecían dormidas, pero que en realidad acechaban a la presa. Quería hacerse una idea más clara de los polluelos, entonces inclinó por última vez el nido y se asomó, con los ojos bien abiertos, a la oscuridad en la que chapoteaban los polluelos.

Entonces se desencadenó algo confuso.

Un estrépito como de terremoto creció desde el nido, como si las sombras hirviesen y estuviesen a punto de derramarse. Un enjambre de aleteos y chillidos le hizo coro. Entonces el nido se abrió, estalló como una flor. De su interior empezó a salir un sinnumero de polluelos muertos, color carne, que se estrellaban en las orejas, los labios y la frente de B. El nido se abrió como una fosa nasal, comprendió aterrado y asombrado de no haberlo notado antes. Todo se deshízo como una bofetada de membrana.

B se despertó de un salto.

La luz de la tarde entraba en haces por la ventana.

B prendió un cigarrillo y se quedó fumando, atento al chillido incesante y habitual de los murciélagos que vivían en su cielo raso. En eso estaba cuando el aletazo de uno, como el recuerdo vívido de algo que no había vivido, le rozó la mejía.

APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS

por Adolfo Báez Bone


¿Se puede hacer responsable a una persona por haber creído en otra, adjudicándole valores que no poseyó nunca y reconociéndole méritos que nunca soñó si quiera tener? No, no es más que una víctima el que tal cosa creyó de su héroe, héroe de barro que se rompió al primer choque con la realidad.

Yo no era muy joven cuando conocí a Anastasio Somoza, pero mi vida se había desarrollado en un ambiente de tiranía tan completa que no concebía otra forma de vida política diferente a la que se llevaba entonces en lo que considero mi segunda Patria, Guatemala. Cuando vine a Nicaragua, por el año de 1942, y pude apreciar lo que entonces creí que era una completa Libertad, debo decir con franqueza que me deslumbré. Vi al presidente, le hablé, me di cuenta que no era un semi Dios, pues más o menos ese era el concepto que yo tenía de ellos, sino que un hombre como cualquier otro, y sobre todo cuando vi la confianza que le daba a cualquier persona. La forma como trataba a todo el mundo... Pensé que Somoza era lo que se podía llamar un verdadero presidente, querido por su pueblo. A mis parientes, que en su mayoría me hablaban mal de él, los creía yo una serie de amargados y envidiosos, y mi mayor argumento para defender a éste hombre que me había ya robado toda mi admiración, era decirle que ellos no sabían lo que eran los verdaderos tiranos y los verdaderos zánganos y lo conculcadores de las libertades. Somoza, les decía, no tiene término de comparación con Ubico. Si ustedes vivieran siquiera un día bajo la férula de éste, no hablarían con la libertad que lo hacen de Somoza, y le darían gracias a dios de ser nicaragüenses.

No pasarían muchos años para que me tuviera que arrepentir de los conceptos que había vertido sobre lo que yo creía de todo corazón era lo mejor de lo mejor en asunto de presidente de un país. Mi escaso conocimiento de la vida, porque si bien es cierto que desde muy pequeño me había tenido que enfrentar con ésta en el orden económico, jamás pensé que las miserias que pasaba en compañía de mi familia, y el hambre que tuve que soportar los días que no comíamos porque no tenía mi pobre madre para darnos ni siquiera un mendrugo de pan, nunca imaginé que fuera culpa de nuestro gobernante, sino que pensé que se debía a factores completamente ajenos a su voluntad. No podía comprender, porque nunca nadie lo dijo de manera que yo lo oyera, que los sueldos de hambre que se le pagaban a los pobres trabajadores fueran el resorte de nuestro soberbio presidente; jamás oí que nadie responsabilizara a ningún funcionario público por los centenares de presos políticos que habían en la penitenciaría; en fin, siempre creí que el presidente que teníamos en Guatemala era una cosa más o menos providencial.

Sólo una vez me recuerdo perfectamente, porque dejó en mi mente un recuerdo imborrable, oí de labios de un profesor una especie de protesta a las oleadas de servilismo que se lanzaban a Ubico. Estaba yo gozando de una beca que me había "regalado" el que ahora rige los destinos de Guatemala, y que entonces era Oficial Mayor de la Secretaría de Educación Pública, Dr. Juan José Arévalo. Dichas becas, en su gran mayoría, como pude darme cuenta, no se daban a muchachos con verdadera vocación para dedicarse al "obrerismo", sino que, como en mi caso, las conseguían nuestras madres para mitigar su situación harto precaria; era la forma de garantizarle a los hijos unos tres años de buena comida y techo seguro. Pues bien, entré a esa escuela con toda clase de ideas, menos con la de hacerme un obrero. Sin embargo, pronto me apliqué y fui el mejor alumno de mi clase en los cursos que no eran manuales sino "académicos". El profesorado que teníamos, a fuer de decir verdad, de lo mejor que se podía tener en cualquier Instituto. Entre otros, recuerdo al bachiller Rafael Iriarte, al ítem Manuel María Ávila. A un jovencito con cara de mujercita de alquiler de apellido Godoy. A don Julio González. Al ahora Dr. Alberto González. Al Loro Valladares. A don Agustín Iriarte y al ahora Ingeniero Luis Angel Rodas, persona que siempre me demostró un aprecio especial. Un estudiante de Ingeniería que nos daba la clase de Física y el cual fue víctima de mis veleidades, pero que me apreciaba porque era su mejor estudiante. Y otros, que no recuerdo por sus nombres.

Pues bien, recuerdo que era para la celebración del cumpleaños de Ubico que el director, don Teofilo Jiménez y Noguera, había hecho un acto en el cual tenían que decir discursos algunos de los profesores. En esta ocasión se había nombrado a don Rafael Iriarte y a don Manuel Ávila para pronunciar discursos a Ubico. El discurso de don Rafael, a quien considerábamos un magnífico orador, fue el del tipo llamado "camaleonico". Ensalzó a Ubico, pero sin mucho servilismo. Luego vino la improvisada tribuna del pequeñín don Manuel Ávila, que era profesor de dibujo. Cuál no sería nuestra sorpresa, y sobre todo la del director, cuando don Manuel dijo que no era bueno eso de hacer apologías de los hombres que estaban vivos, y sobre todo mandando, que era la Historia la llamada a juzgar los actos del General Ubico y era ésta la que diría si había procedido bien o mal en su administración.

Las caras que tenían los inspectores, entre los que recuerdo a un tal Pacheco, especie de sádico orador oficialista, y sobre todo la cara del director, que no sabía que hacer, máxime que los alumnos habíamos aplaudido con mucho ardor al profesor Ávila, eran de total estupefacción.

El acto terminó, y según supimos después, encarcelaron a don Manuel, pero lo sacaron pronto. Ese día me fui con otros compañeros a buscar su casa para preguntar si había pasado algo, pero no dimos con ella.

Pronto salí de esa Escuela que me alimentó por tres años y me tuve que volver a enfrentar a la vida, con un poco más de bagaje, sí, pero que yo no sabía cómo emplear.
II


Me fui a Tiquisate. La compañía United Fruit tenía plantaciones en el departamento de Escuintla. Era un verdadero infierno. Las enfermedades tropicales hacían presa de casi todos los que se lanzaban a la aventura en busca de mejores salarios a cambio de su salud. Había "enganchadores" que pagaban veinticinco centavos y el pasaje para los que querían ir. Era tipos que le pintaban a uno el lugar como "El Dorado" donde el dinero se hacía en unos pocos días, y donde los placeres abundaban y etcétera. Yo no podía escoger. Necesitaba trabajar y sobre todo buscar nuevos horizontes. Me pareció que la solución era Tiquisate, y para allá encaminé mis pasos.

El viaje fue en un tren de bananos inmundo, hacinado con un ejército de ilusos que, como yo, creía que iba a jauja. Después de un día de camino llegamos a Río Bravo, lugar donde principia la línea particular de la frutera. Fuimos transportados en unas plataformas, peor que ganado.

Ahí fue donde verdaderamente me di cuenta de la vida de los peones de esas compañías es terrible. Y sobre todo ahora, que hago recuerdos con las nuevas experiencias que poseo, me explico la enorme responsabilidad que tiene en nuestras formas de gobierno el Estado como cuidador de sus ciudadanos. Es más responsable el Estado que las propias compañías del trato inhumano que se le da a los trabajadores en esos lugares donde ellas son la Ley, gracias a quién sabe qué juegos deshonestos con los representantes de los gobiernos. Los salarios son ínfimos, si se tiene en cuenta lo insalubre del lugar y lo fuerte del trabajo. El trabajador no tiene casi ninguna garantía respecto a su seguridad como tal, pues la compañía lo puede despedir cuando se le antoje y por las causas que desee argüir; si se lisia en el trabajo casi es potestativo de la compañía el darle un trabajo para que pueda seguir comiendo. La cantidad de ingenieros extranjeros es enorme, cosa inaudita desde el momento que hay ingenieros competentes de nacionalidad guatemalteca, pero es el caso que los primeros acaparan los mejores puestos, y a los segundos les dejan los que son más duros y peor remunerados. Ahí en Tiquisate aprendí a comprender que los órganos de represión del Estado son usados únicamente contra los nacionales, y que los extranjeros que de cualquier manera transgreden las leyes del país son tratados con unas consideraciones tales que rayan en el servilismo más abyecto. Los americanos en esos lugares pueden escandalizar a la hora que se les antoje, golpear a quien deseen y hacer cuanto desmán se les plazca, infringiendo las leyes de la policía. No hay autoridad para ellos, solo para los pobres guatemaltecos. Y esto no es porque los extranjeros de dichas compañías lo soliciten de manera enfática. No. Estoy seguro que si la ley se aplicara parejo no habría reclamo de su parte. Pero es que en las autoridades este servilismo es innato; basta con un pequeño obsequio de los magnates de las compañías para convertirlos en sus incondicionales servidores.

Pasé en ese lugar haciendo todos los oficios que un hombre puede hacer, más o menos dos años. Mi hermano, que había logrado llegar a ocupar una buena posición en la compañía, pues había llegado a mi sombra, hizo posible que yo me pudiera largar a la capital en busca de mejores horizontes.

III

En esos días se abría la Escuela de Radiotelegrafía. Vi el plan de estudios y me entusiasmó de manera que puse mi solicitud y después de rendir el examen de oposición tuve la suerte de ingresar como alumno.

No fue propiamente la carrera de radiotelegrafista lo que me entusiasmó, sino el paso que mi concepto daba hacia adelante; era nueva oportunidad la que se abría para hacer acopio de conocimientos que podrían servirme en la lucha por la vida y en mi afán por mejorar.

Era por el año de 1941, ese año me reputé en la escuela como el mejor alumno de mi año y fui acreedor a varios premios como tal. Fue entonces cuando se me vino a la cabeza la idea de escribirle al Jefe del Estado nicaragüense en demanda de auxilio. Creía yo que el Estado estaba en la obligación de ayudarme como nicaragüense que era, sobre todo porque creía que mis esfuerzos debían ser tomados en cuenta. En mi puerilidad había un si-es-no-es de egoísmo y engreimiento; imaginaba que el auxilio vendría pronto.

Me me contestaron de Nicaragua diciendo que no se me podía dar la ayuda que pedía para terminar mis estudios, pero que si me iba a Nicaragua me brindarían las facilidades para poder culminar mis aspiraciones de mejora. Era ministro en Guatemala el Dr. Néstor Portocarrero, casado con una hermana de la presidenta, una pareja de diplomáticos que le dieron lustre a la Patria con su don de gentes y su tacto de diplomáticos. Decidí, pues, repatriarme y lanzarme a esta nueva aventura, que me entusiasmaba porque me daba la oportunidad de conocer no sólo mi Patria, sino, sobre todo, a mi familia, inclusive a mi padre.

Así es que un día tomé el bus para El Salvador, y luego el tren para La Unión, y una goleta para la travesía del Golfo, hasta arribar a Puerto Morazán.

Al tocar tierra nica sentí una emoción enorme. Las lágrimas se agolparon en mis ojos y me sentí el hombre más feliz de la Tierra. Estaba en mi tierra, la tierra que abandoné cuando tenía dos años de edad y que había amado con la fuerza que da la imaginación, la cual había sustituido al conocimiento efectivo de ella. Me embriagué de aire de Nicaragua y vi ese infeliz puerto, que no contaba siquiera con una aduana decente, como un paraíso. La belleza de que carecía yo se la puse multiplicada, y me fui a vagar.

Yo había conocido muchos nicas en Guatemala, pero nunca me había dado cuenta que había diferencias en nuestros hablados, o mejor dicho, en las acepciones de algunas palabras. Recuerdo que estaba de paseo ahí un señor de Chinandega o de León, que andaba con unas muchachas bonitas. Pues bien, yo conocí a una de ellas, por cierto a la mejor, y hablando de muchas cosas llegamos a simpatizar bastante, de manera que salimos a conocer el "pueblo": cuatro ranchos a la orilla del estero. Le pregunté que a qué hora se iba y me dijo que "en la nochecita". Yo le pregunté si no tenía miedo y ella me señaló de forma expresiva su revólver, porque mi querida amiga llevaba un 38 pendiente de la cintura. No pude contenerme, y creyendo que la lisonjeaba le dije "usted es arrecha". Inmediatamente volvió la vista hacia mí y vi en su cara el susto y un principio de enojo que se le diluyó al contemplar que yo no me mosqueaba siquiera. Me preguntó si yo sabía lo que quería decir "eso". Le pregunté qué era "eso", y entonces ella se dio cuenta que yo ni siquiera sabía a qué aludía. Se rió a carcajadas y me dijo que no le dijera a ninguna dama la palabra "arrecho", que era de pésimo significado. Ella se fue con las personas que había llegado y yo tomé el tren que debía llevarme a Managua.

IV

Llegué a la capital y ahí me di cuenta que existía una beca para la Escuela Politécnica de Guatemala, la cual no habían usado no sé por qué razón. Hablé con José Benito Ramírez, quien era el secretario de la Presidencia. Me dijo que el General Somoza iba en esos días para la Costa Atlántica y que era una buena oportunidad para que le hablara a su paso por Chontales, donde tenía planeado ir a ver a mi padre, a quien tenía deseos de conocer.

Hice el viaje a Chontales en un camión de un medio pariente mío llamado Octavio Hernández Lacayo, también llamado Chocoyo. Llegamos a Juigalpa, lugar de mi nacimiento, después de caminar como por doce horas. La distancia recorrida era de unos ciento treinta kilómetros por una abra a la que todo el mundo llamaba pomposamente "carretera".

No podría pintar el entusiasmo que me embargaba por la idea de conocer a mi padre y el lugar donde había nacido. Fui recibido por una pariente y me hospedé en su casa. Al día siguiente le mandaron a avisar a mi papá que había llegado y él llegó como a las siete de la mañana. Francamente no me imaginaba que tuviera un padre tan ...bueno. Tan buen mozo. No aparentaba su edad y, francamente, parecía mi hermano. Me llevó a recorrer el pueblo y a presentarme a la parentela que era casi todo el pueblo. Luego nos dirigimos a "Las Limas", tal era el nombre de la finca donde vivía mi padre y mis abuelos. Nos estábamos preparando para el viaje cuando llegó mi abuelito, el cual no esperó que yo llegara sino que había llegado al pueblo para conocer al nieto más querido. Lloró y me dijo que ahora ya se podía morir tranquilo, pues ya me había vuelto a ver. Mi abuelo y mi abuela habían peleado como tigres para evitar que yo pudiera irme con mi madre a Guatemala, era el nieto primero y el que había vivido con ellos todo el tiempo de mi vida en Nicaragua; por esa razón ellos decía que me querían más que a los otros. No llevaba la idea de discutir los motivos de la separación de mis padres, la que tenía entendido había sido por causa de mi abuela, y aunque lo hubiera querido no lo hubiera podido hacer, pues había un no se qué que me impedía responsabilizarlos por el desastre de nuestras vida en Guatemala. Además siempre había tenido, desde muy pequeñín, una especie de veneración por la familia de mi padre, seguramente por la falta de padre y porque en mi casa había habido otros hombres a los cuales siempre odié y por los cuales en ninguna época sentí lo más pequeño, es decir, nunca nadie ocupó en mi corazón el lugar de mi padre, aunque ni lo conocía. Ahora me pongo a pensar que ya en mi ser había germinado el amor que durante dos años me habían prodigado mi padre y mis abuelos. En mi subconsciente sólo había desprecio para todos los que ocupaban el lugar de mi padre. Sentí que mi vida había sido una tragedia, y ahora que conocía de nuevo a mi verdadera familia me daba cuenta que había sido justo en mis apreciaciones al creer que ninguno de los que habían querido usurpar el puesto de mi padre en como él. Ninguno de ellos se podía comparar con éste hombre que en mi concepto era lo mejor que como tal se podía pedir. Todas mis penas hogareñas se me venían a la mente: los sufrimientos por causa de ellos, las palizas que recibí cuando durante las noches me negaba a acostarme porque en mi cuarto, yo lo consideraba mío, había un hombre que no era el que me había dado el ser. Yo no podía comprender los problemas que mi pobre madre enfrentaba para alimentarnos... y no los quería entender, máxime que, a pesar de esas usurpaciones, siempre pasábamos hambre y privaciones de toda clase. Indudablemente era un concepto incipiente de dignidad el que me embargaba y las protestas eran huelgas de hambre y de sueño: me salía a la calle y ahí pasaba la noche. Fueron muchas las que así pasé, pero nunca claudiqué, siempre odiándolos.

Ahora me sentía feliz de poder decirle a un hombre papá. Cuando se lo dije por primera vez yo creo que me ruboricé, más sentía un deleite enorme al hacerlo. Mi abuela escapó de volverse loca cuando la tomé en mis brazos y la besé. Me besaba y me veía con su único ojo, porque el otro se lo habían sacado. Me monopolizó todo el tiempo que estuve en "Las Limas".

V

Fue ahí en Juigalpa donde conocí a Somoza y fui presa del embrujo de su personalidad. Me ofreció ayudarme a estudiar y me dijo que lo viera a su regreso a Managua. Ya habíamos quedado que lo que yo deseaba era ir a la Politécnica.

Los días se deslizaron con asombrosa rapidez y pronto tuve que salir de Juigalpa para ir a Managua; aquí principiaron para mí las dificultades.

Vi alguna hostilidad de parte algunas personas, pero sin saber la razón. Hablé con el secretario del Presidente para mi beca. Me preguntó si yo era bachiller, pues me dijo que no querían que conmigo pasara lo que estaba resultando con Baltodano, un cadete nica que estaba en Guatemala y que era pésimo estudiante. Me vi ante la necesidad mentirle y para mi suerte no me exigió que le presentara mi título.

Uno de los días que llegue a ver a este personaje para terminar los arreglos y conseguir la orden de viaje me preguntó de manera insinuante que cuál era mi credo político. Me puso en un grave aprieto, porque efectivamente yo no tenía ninguno. Como toda mi vida se había desenvuelto en Guatemala, donde nunca oí hablar de partidos, sino únicamente de personas, no atinaba a contestarle. Él me dijo que me preguntaba eso porque yo debía comprender que el Partido Liberal, que era el que mandaba, estaba en la obligación de ayudar primero a los correligionarios y luego al resto de los nicaragüenses, y que como mi familia era conservadora, el señor presidente quería saber a qué partido pertenecía yo. Le contesté que básicamente no tenía ningún partido, pero que en la familia de mi madre todos los Bone eran liberales y que el debía saber que un tío abuelo mío había muerto por el Partido en Cosigüina. Eso fue suficiente y satisfizo al secretario, porque me dio la orden para que me presentara a Relaciones Exteriores a sacar mi pasaporte. En esa dependencia fui atendido por el subsecretario que había sido ministro en Guatemala y el cual me tenía bastante aprecio que siempre me demostró ayudándome en todo lo que podía. precio que siempre me demostró ayudándome en todo lo que podía.

"un embutido de ángel y bestia"