11 jul 2011

Relato sobre papel de arroz (de "El Patio de los Murciélagos", Uruk, San José, 2010)

1

Son dos imágenes las que prevalecen, al menos en mi mente.

La primera diría que se trata de Sergito Díaz tocando a la puerta de mi apartamento de Managua: mi espátula chorreaba una aguada terracota sobre el piso. Yo no me percaté, es posible que incluso hoy la aguada siga chorreando desde la espátula. Goteando, para ser más claro. Sí me percaté de un goteo. Algo se filtraba y caía al piso. El cuadro en que trabajaba era enorme. Quizá seis metros de largo por uno y medio de alto. Estaba en la mera mancha. En la macha bruta, y supongo que así se va a quedar. No creo regresar a ese apartamento. Tenía música puesta, creo que Desierto, de Paez. No sé, pero sí estoy seguro que el disco que escuchaba era Abre/Paez. Pues bien, sonó la puerta y yo abrí.

Entonces apareció Sergio chorreando lluvia. Pensé que algo le ocurría y lo hice pasar.

Había sido un día jodido en el trabajo. El riesgo se ha triplicado desde que mi Vespa está descompuesta. Andar cargado y andar en ruta es peligrosísimo; ahora tengo que gastar extra en taxi, y aun así la cosa no es del todo segura. Ventajas a mi favor, tres: mis clientes (discretos, buenos compradores, honrados, en fin, ciudadanos correctísimos de los que nadie sospecharía), los lugares a los que voy a entregar (oenegés, bufetes jurídicos, salones de belleza, talleres de pintores, oficinas del Estado) y el caos de Managua (ocre pálido cuando el mediodía se ahoga entre el tráfico. El tráfico gris que se arrastra como un largo y torpe gusano mecánico entre la gente. Rojo sarro en el filo de los cauces a eso de las cinco y media de cualquier tarde de Julio). Mis desventajas, sobre todo en esta situación: inumerables.

Lo que quiero decir es que había sido un día pesado de trabajo, y cuando Sergio llegó a mi apartamento pensaba que era mucho más tarde. Las tres de la madrugada era mi cálculo; apenas eran las diez y veinte.

Sergio entró y me dijo algo de una gira al mar. Me dijo que Carlos tenía kush 1 y, bueno, nos fuimos.

2

Sergio estudiaba Derecho en la UCA y alquilaba un apartamento en Barrio San Juan, a menos de seis cuadras de la universidad.
Trabajaba en Sitel (un call center, de los muchos, que desde Nicaragua brindaba asistencia técnica y servicio a los clientes de Virgin Mobile en los Estados Unidos) de una de la tarde a diez de la noche y sus clases eran por la mañana.

El apartamento era agradable, más que suficiente para cualquier estudiante soltero de la capital. Estaba en una zona relativamente segura, cerca de uno de los tres malls que, no desde hace mucho, eran como los ejes de un fragmento de la realidad, ya de por sí ultrafragmentaria, de Managua. Un parqueo enmurallado conducía al porche del apartamento de Sergio, el cual estaba flanqueado por jardineras colindantes a apartamentos exactamente iguales (tres más a la izquierda y uno a la derecha) en los que vivían jóvenes y estudiantes, como él.

Aquella noche, Sergio Díaz llegó a su apartamento a eso de las diez y veinte.

Tiró las llaves y el paquete rojo de Marlboro sobre la mesita de la sala y puso la lata de Coca-Cola vacía en el piso. Inmediatamente se desplomó sobre el sofá y prendió el televisor: canal 37: Archivos extraterrestres, OVNIS en el Amazonas.
Los diez días de vacaciones acumuladas que había solicitado en el call center empezaban, para hacerlos coincidir con sus vacaciones de la universidad, al día siguiente, o sea Jueves, y Sergio no tenía nada de sueño.

Prendió un cigarrillo y salió a la lluvia que era gris y oblicua y que soltaba una pelusa parecida a la que sueltan los gatos, una brisa húmeda que se adhería a la cara de Sergio mientras caminaba hacia el apartamento de Antonio, donde divisó una luz encendida.

Cuando se paró ante la puerta percibió música en lo profundo. No tuvo que esperar mucho después de tocar. Antonio salió con un cigarrillo en la boca y con cara de dormido pero con ojos muy despiertos que se clavaron en Sergio como si nunca antes lo hubiesen visto. ¡Ah! Oe, qué nota, dijo después de un rato, pasá.

Sergio se sentó en el sofá, idéntico al suyo, y miró el lienzo medio cubierto por pintura roja y varias manchas azules, moradas y terracota, sobre el cual Antonio seguramente iba a empezar a pintar. Esperó a que Antonio saliera del baño y a que le ofreciera algo de tomar para preguntarle si andaba de ánimos de una gira nocturna: agarrar la carretera, pasar por El Crucero buscando a Carlos que tenía Kush, y tal vez amanecer en alguna playa, en La Boquita o Casares, probablemente.

Sí, vamos, dijo Antonio luego de abrir su billetera y echar un vistazo a unos cuantos billetes arrugados. Luego metió los pinceles y la espátula que estaba usando en una lata con aguarrás. Tomó su chaqueta y salieron juntos.

3

Me miraba con cara de mierda mientras balanceaba en su mano el trago que el dinero sucio de papi le acababa de pagar. Sus ojos verdes se volvían rojos o azules mientras las luces de la disco le surcaban el rostro como bofetadas de fantasmas velocísimos y multicolor. Yo entiendo, me dijo, que mierda eso que hicieron, lo del fraude, lo de los decretos, y me miraba a los ojos. ¿Cómo? No quería contestarle nada y no lo hice. Sinceramente no quería; me dolía saber que esa era mi generación hablándome, lo de la corrupción, lo de la violencia, obviamente no sabía de qué putas hablaba. Me daba tristeza. Ni siquiera repudio, lo cual me sorprendió. No le dije nada. Traté de ser amable. Él estaba borracho. Por qué no se lo decís a tu papi que es de los que lo orquestaron, uno de los funcionarios-empleados del maldito caudillo, se me pasó por la cabeza, por qué tenés que salir con eso aquí, en Hipa-Hipa, en una discoteca de niños bien, por qué tenés que ser tan ridículo. Me largué de donde él estaba con el estómago revuelto y entré al pasillo angostísimo y escasamente iluminado que a uno lo lleva desde la barra hasta el baño.

Creo que estaba borracho. Seguramente estaba borracho. Estabamos borrachos. Que ellos no tienen la culpa de sus padres, que ellos estan en situaciones dificiles, que nadie nunca va a ver al diablo en su padre, puede ser, pero de eso a que vengan a querer satisfacer sus instintitos de rebeldía adolescente tratando de entablar una complicidad tácita y juguetona conmigo, para sentirse malos, para ser rebeldes entre sus amiguitos. Le debí haber escupido la cara, ahora me arrepiento; simplemente me di la vuelta y fui al baño, lo cual no fue del todo un fracaso.

Mi ex novia, con quien corté relaciones (tormentosísimas por cierto) hace poco más de un año, tenía esta amiga que yo juraba que me coqueteaba. Obviamente nunca hice notar el hecho por lo peligroso de su naturaleza, y traté de ser tan amable como mi situación de novio-de-la-amiga me lo permitiese. Ellas se pelearon por eso, porque la mamá de mi ex le metió en la cabeza que la Alejandra (así se llamaba la amiga) se me andaba “metiendo”. Esa palabra, usada de esa manera me causó mucha gracia, pero en fin, ellas se pelearon y yo nunca volví a saber de la amiga que estaba, a mi parecer, descomunalmente buena. Creo que se había ido a los Estados o algo así. Entonces, mientras me dirigía al baño me pasó lo más estúpido del mundo: derramé mi trago sobre el vestido de una tipa que bailaba cerca de la barra con su amiga. Perdón, le dije molesto mientras ella hacía una mueca exagerada, luego le pasé unas servilletas, ella empezó a decir algo y yo comprendí que realmente no tenía ningún sentido seguir parado ahí y reanudé mi camino al baño; en eso sentí unas uñas clavarse tenuemente en mi brazo izquierdo, seguidas de un ¿Ernesto?

Cuando encontré la voz descubrí un rostro familiar, y pues, obviamente, era ella, Alejandra. Se miraba preciosa, simplemente preciosa. Su pelo negro le caía como serpientes dopadas sobre los hombros y la espalda desnuda. Los labios carnosos cubiertos por un tono turquesa nacarado pronunciaron otra vez mi nombre...

–¡Ernesto! ¿Cómo estás? –y me abrazó mientras su amiga seguía lanzando toda clase de improperios en mi contra, por haberle derramado el trago encima.

–¿Alejandra?... ¡jajajajaja, cuánto tiempo!, la reconocí pero me costó recordar el nombre.

Como dije, la ida al baño no fue del todo infructuosa. Casi al instante de los saludos sonó mi celular; era Sergio Díaz proponiendo una gira. El ambiente de la disco se había tornado insoportable desde el encuentro, poco deseado, con aquel mierda, y quería tomar aire fresco de carretera. A Alejandra la convencí de que me acompañara a un bar que estaba junto a la disco mientras llegaban mis amigos.

4

¿Sigue mala tu moto?, preguntó Sergio a Antonio mientras salían a la lluvia y al parqueo. Sí, y la verdad no creo repararla porque igual me voy a ir a la verga. Ya, dijo Sergio, ¿y para dónde vas? No sé loco, murmuró Antonio, pero largo de aquí, este país se está yendo muchísimo a la mierda y no hay nada que se pueda hacer. ¿Y eso?, preguntó Sergio. Pues sí, dijo Antonio y ambos se montaron al Yaris rojo.

Mientras Sergio retrocedía para salir del parqueo, Antonio sacó un bulto envuelto en hojas de periódico y un paquete verde de papeles para fumar. ¿Quiénes más van?, preguntó mientras abría la bolsa de plástico transparente que había sacado de los periódicos. Carlos, ¿ya sabés? el broder del Crucero. Sí, sí, dijo Antonio, fiera. Y no sé, ¿le decimos a Ernesto? Si, ahuevo, dijo Antonio mientras arrancaba los cogollos de las ramas y los ponía sobre uno de los trozos de periódico.

Cuando Sergio llamó desde su celular, luego de encender el churro que Antonio acababa de enrolar, le costó mucho trabajo entender la voz de Ernesto que se perdía entre la música a todo volumen y el rumor de la gente; la voz le decía que ahuevo, que estaba en Hipa-Hipa, pero que lo pasara trayendo y que iban sobre.

5

El frío de El Crucero es feroz. Penetra los cerros, las paredes, el techo, los muebles, las sábanas, la piel y hasta los huesos. Tenía cuatro onzas de kush y estaba aburrido. Le escribí a Sergio para que pasara trayéndome, pues la noche anterior lo escuché decir que a partir del día siguiente tenía vacaciones.

6

Ernesto salió de la discoteca casi cayéndose, abrazado a una muchacha alta y bonita que ni Sergio ni Antonio conocían. Venían hablando y cada vez que él decía algo se incorporaba y se le acercaba de pronto como si fuese a abalanzarse sobre ella, y entonces ambos decían cosas que ni Antonio ni Sergio alcanzaban a escuchar, pero casi siempre ella reía. Antonio y Sergio fumaban dentro de la cabina del Yaris rojo, mientras Ernesto y la muchacha se acercaban. Sergio se puso el churro en los labios sin despegar los ojos de la pantallita luminosa de su iPod, hasta que las voces de Ernesto y la muchacha se fueron volviendo cada vez menos distantes y borrosas.

Ves, solamente son dos amigos y estaríamos de regreso mañana al mediodía, lo más, ¿verdad loco?, le dijo Ernesto a la muchacha mientras le daba la mano a Antonio. Antonio sonrió. No corazón, falso, dijo ella, mis amigas están adentro y se quedan en mi casa. Invitalas, gritó Sergio desde dentro del carro. La muchacha y Ernesto se besaron por un buen rato recostados a la ventana trasera del Yaris rojo. Un guarda de seguridad se acercó y ella se despidió de todos sonriendo.
Aquí se los dejo muchachos, dijo, y los tres se quedaron viendo la espalda desnuda marcharse sobre el parqueo de adoquines, mientras la blusa que le caía por los costados serpenteaba junto a la luz de las luminarias, como derritiéndose sobre los jeans ajustados que se movían acompasados por el golpe de los tacones, hasta que se perdió entre los otros carros.

Sergio y Antonio le golpearon la parte posterior de la cabeza a Ernesto con las palmas de sus manos cuando este se montó al carro. ¡Jodás!, te las hubieras traído con sus amigas, le dijo Sergio. Caballo, opinó Antonio con una sonrisa mientras negaba.
Dieron la vuelta sobre el parqueo que parecía el lomo de un inmenso reptil de piedra gris y, en lugar de salir por carretera a Masaya, tomaron el camino paralelo a Hipa-Hipa que salía, rodeando la parte trasera de Galerías, a la calle de Santo Domingo y luego a la pista Jean-Paul Genie, como a la altura de La Meca del Fútbol. Allí viraron a la izquierda y cruzaron la Jean-Paul de Este a Oeste hasta toparse con el semáforo en rojo del Club Terraza.

Un segundo churro, que Antonio había enrolado mientras Ernesto y la muchacha se besaban circulaba dentro del carro; Sergio cantaba una canción de Los Fabulosos Cadillacs a grito partido. El churro se acabó cuando llegaron a uno de los semáforos de reparto San Judas, en la pista suburbana; cuando la luz estuvo en verde el Yaris arrancó sin que ninguno de los tres alcanzara a ver la manada de zombies que venía por la esquina.

Cuando salieron a la Carretera Sur empezó a caer una brisa débil. Viraron a la derecha y unos cuatro kilómetros después, cerca de la entrada del Colegio Alemán, divisaron las luces de una ambulancia y de dos patrullas de la policía; bajaron la velocidad y vieron un Yaris azul, un año más nuevo que el de Sergio, estrellado contra un poste de luz, con el vidrio delantreo destrozado, desde donde salía la mitad de un cuerpo ensangrentado que apenas se movía.

Ya en las afueras de Managua pasaron los kilómetros de curvas en medio de una neblina densa. Luego de unos quince minutos estaban en El Crucero. Viraron a la izquierda en el parquecito que estaba a la entrada del pueblo y subieron hacia Las Nubes, la zona más alta de esa, ya por sí bastante alta, zona que se elevaba entre las nubes y sobre el valle en el que, a unos veinte kilómetros al sudoeste, junto a las costas septentrionales del Xolotlan, se dilataba, caótica y fragmentaria, la capital.

7

Carlos vivía a unos trescientos metros del mirador de Las Nubes.
Bajo el muro largo y alto del mirador se erguían las copas de los árboles, a las cuales varios jirones de niebla se prendían estáticos, como motas de algodón o cenizas de pájaros prehistóricos que por la noches anidaban en aquella zona; trozos de neblina o de nubes que a la mañana siguiente estarían disueltos en una luz bronce y púrpura, o aspirados por los cientos de pulmones que pulularían apareados y acorazados por las calles de El Crucero, hasta que una nueva borrasca los borrase; bajo las copas, interminables plantaciones de café, surcadas por senderos como venas pálidas y polvorientas, soltaban un aroma ínfimo de noche y vereda. Al fondo, Managua resplandecía como un charco de luz sucia. Cuando la niebla que fluía por el vidrio delantero del Yaris rojo no dejaba ver el camino, Sergio se parqueó junto al muro. Ernesto llamó a Carlos desde su celular para decirle que saliera.

Casi en el momento en que Ernesto colgó, la figura baja y delgada de Carlos Morales, cubierta por un grueso sweater negro y unos shorts a rayas, apareció luego de una curva, junto a la luz azul de su celular, como flotando entre la niebla homogénea.
Recostados al muro del mirador fumaron los cuatro muchachos del kush que ardía en la pequeña pipa de vidrio retorcido y multicolor que planeaba entre la niebla que arreceaba, delatada por la efímera brasa naranja.

Veinte minutos después, a la una y cuarenta y nueve de la madrugada del jueves 16 de Septiembre de 2010, el Yaris rojo siguió hacia el sur sobre la carretera Panamericana que, aquella noche, estaba más desolada que nunca.
¡Jueputa!, exclamó Sergio. Bajó su ventanilla y un viento filoso le alborotó la expresión. Se le acabó la batería a esta mierda, dijo luego, y metió el iPod en la guantera.

Cuando sintonizaron la radio solo escucharon estática. En la primera emisora que encontraron sonó la voz solemne de la Primera Dama con La Mora Limpia de fondo. Sergio cambió la emisora y al poco tiempo sonó una canción de Marcos Witt. Es esto o reggaeton, en el mejor de los casos, si no bachata. Buen trip, ahí dejalo, contestó Carlos mientras su sonrisa se reflejaba a baja resolución sobre la ventana empañada.

A las dos y quince de la mañana se pararon en la Texaco que estaba a la entrada de Diriamba. Cuando Sergio parqueó el carro junto a una de las bombas abastecedoras Carlos caminó hacia el baño; Antonio y Ernesto se dirigieron a la tiendita, de donde luego salieron con tres sixpacks de cervezas cada uno. Se montaron y el Yaris rojo reanudó su marcha.

Las paredes de adobe y cal de Diriamba, despintadas y altas, entretejían un laberinto proteico y estrecho cada vez que el Yaris rojo viraba en las esquinas con gradas o pintas subversivas erosionadas, que traían en una especie de trance a Ernesto, quien no desclavaba la mirada de los techos de teja mohosa y de las plantas que se erizaban sobre ellos y en los cables y postes. Todo esto ocupó su vista, hasta que de improviso sus ojos entrecerrados desembocaron en un amplio trecho de noche, rasgado por unas cuantas nubes breves, en el momento en que el Yaris salió, con no poca dificultad, a la carretera que llevaba a las playas de La Boquita y Casares.

Cuarenta minutos después, los cuatro dormían dentro del carro, sobre la playa, frente al mar, hasta que más o menos a las seis y media de la mañana el calor y el cielo, de un azul ofensivamente brillante, los envolvíó y despertó.

8

La segunda que prevalece, más que una imagen es una secuencia. O una imagen vértice en la que convergen un sin fin de imágenes fragmentarias. Una imagen en la que diversos elementos componen uno solo.

Aquí el uno solo que esos elementos diversos componen es el tipo, el loco ese, Ambrosio Esteban. Es una imagen terrible. Lo terrible de la imagen de Ambrosio Esteban no es, sin embargo, apreciable a primera vista, se requiere la distancia del tiempo, aunque sea corto, la impresión y la ausencia para volverla terrible. No ausencia, sino presencia tácita.

Los elementos diversos: la mañana desmoronada por toda la costa, o flotando como miga de oro sobre las olas mansas. La lechagria y la tortilla tostada que desayunamos en la única venta que encontramos abierta. Un viento que sabía a orín y a moho, y de pronto a sal y a escamas. La arena que levantábamos al caminar. La soledad de la playa aquel día. No había absolutamente nadie, comprensible por los dos días de asueto nacional que acababan de pasar; lo incomprensible era que nos encontrabamos ante la ausencia total de los pescadores locales y todos los negocios cerrados.

Les fue bien seguramente, recuerdo que dijo Ernesto, quien todavía llevaba la camisa a rayas, los jeans grises arrugados y el pelo engelatinado de la noche anterior. Pero esta gente nunca cierra, por muy bien que les vaya, además por lo menos, a como está la marea, deberían estar saliendo a pescar, pero ni lanchas se miran, opiné mientras me agachaba para recoger una concha cónica, perfecta para ser usada como una pipa. Sí, ahuevo, eso sí, me respondió Ernesto. Lo bueno es que tenemos la playa solo para nosotros, dijo Sergio. Lo malo es que no hay mujeres, intervino rápidamente Carlos mientras el churro que llevaba entre sus labios daba brinquitos con cada palabra.

En la venta en la que desayunamos también compramos un litro de Ron Plata, dos paquetes de cigarros y un litro y medio de 7up, para recibir a gusto el nuevo día. Nos sentamos a tomar en el carro, con las puertas abiertas y la radio encendida. Creo que sonaba una cumbia, cuando en eso apareció el tal Ambrosio Esteban.

Venía oscilando entre la arena seca y la húmeda, con una camisa amarilla muy sucia y desabrochada, un pantalón de tela azul y un machete de hoja corta y sarrosa en la mano izquierda. Ernesto fue el primero en advertirlo. Cuando llegó donde nosotros, ya todos estabamos al tanto de su presencia. Creo que fue Sergio el que le dijo que se quedara a tomar. Sí, Sergio, porque además él fue quien le sirvió el trago.

Cuando el tipo dijo “¡Uenasss!” y desplegó una sonrisa que delataba la ausencia de varias piezas dentales y que dejaba entrar la luz hasta los revestimientos metálicos que cubrían las pocas piezas que todavía conservaba, juro que si hubiese estado más atento desde entonces lo hubiese podido haber visto parado en el umbral de su casita, con el machete colgándole de la mano y la sangre cayendo al piso de tierra. “¿Seácustedes m'podrán o-ooogzzzequiarsh u cashimbazo?” agregó sin quitar esa sonrisa cristalina. Esa sonrisa que mostraba parte de su calavera. La sonrisa terrible del animal humano.

9

El tipo era rarísimo. El mero diablo, diría la gente de estos lados. Yo le ofrecí el trago porque pensé que iba a ser divertido, que él también iba a disfrutar del viaje. La idea de darle kush no sé de dónde salió. Pero bueno, nos pidió el trago y yo se lo serví. Tal como imaginé, ni siquiera esperó la gaseosa para pasarlo (el trago era poco más de la mitad de un vaso de plástico desechable). Lo pasó al grito. Un grito como de lapa en el medio de la selva. Un grito esquizofrénico a todas sus anchas. Un grito seguido por dos puñetazos contra su propio pecho, por el ruido del machete cayendo en la cuneta, y por una sonrisa amplia que hendió un enjambre de arrugas por todo su rostro. Inmediatamente se sentó con nosotros y empezamos a platicar. Ambrosioestebanpaniagua m'llamo yo, ¿cuál es tu gracia?, recuerdo que le preguntó sin mayor preámbulo a Antonio, quien examinaba una conchita blanca y cónica que había hallado en la costa. Perdón, le contestó. Ambrosioestébanpaniagüa m'llamo yo, ¿cuál es tu gracia?, insistió Ambrosio Esteban. ¿Mi gracia?, pues soy pintor, demoró en contestarle Antonio. Tuuu gra-zzi-a ¿Cómo timientanpues? Pues, tu nommmbre, exclamó Ambrosio Esteban ya desesperado. ¡Aaaa!; Antonio, y le extendió la mano. Yo me llamo Carlos Morales, dijo Carlos, y mi gracia es que soy fumón, y ellos son Sergio y Ernesto. Yo sonreí, Ernesto estaba acostado y no prestó mucha atención. Seguimos tomando mientras él hablaba. Contaba historias y anécdotas de la vida de esos lados, de sus vagancias y de la muchas mujeres que supuestamente tenía, cuentos de esos que se repiten con ligeros matices en sus tramas, con detalles que difieren levemente y se repiten y repiten en distintas zonas del país, que supongo que en esencia son el eco o el polo opuesto de unos cuantos mitos que la humanidas ha decidido conservar y verter en todas sus historias; nosotros fumabamos un churro del que no le ofrecimos y escuchabamos. Ambrosio Esteban se echó el segundo trago y Ernesto dijo algo así como qué buen cliente el que tenés allí, y todos reimos. La marea empezaba a bajar. Me interesé en saber su edad, pero su respuesta fue un rotundo pus noooséyo que dad tengo... Cómo no vas a saber, insistí. Más o menos, preguntó Ernesto mientras se incorporaba. Él solo se encogía de hombros. Májmenos cincuentedos, dijo luego de un buen rato en el que pensamos que había olvidado nuestra pregunta. Todos lo miramos extrañados. Estás loco, le dijo Antonio sonriente, lo más que tenés son veintisiete, pero lo más. Todos asentimos y le pasamos un cigarro encendido. Apuesí, comoeso... 'intisiete májmenos. Prendimos otro churro y le preguntamos que si era de allí, de La Boquita. De Amayito, nos dijo.

Recordé que Amayito quedaba cerca de los potreros que habíamos visto en la madrugada. Cierto, dijo Antonio y le preguntó a Ambrosio qué tal habían estado las lluvias. Ha llovido bastante, respondió, luego dijo algo como que eramos bandidos nosotros, que el sabía lo que era eso, que era droga, a lo que Carlos le respondió, mientras le pegaba una jalada al churro, que sí era droga y que además era de la tuani. Y entonces se lo pasaron a Ambrosio Esteban quien desde que llegó no dejó de sonreir.

10

–¡De la tuani!

–Son bandidustedes chvalos –y le pegó un jalón al churro de kush, que ya iba por la mitad.

–Retenelo más tiempo –le dijo Ernesto–, tenelo más tiempo adentro, en los pulmones.
Ambrosio Esteban, con los pulmones llenos de humo, empezó a tragar grandes bocanadas de aire. No era la primera vez que fumaba marihuana, sin embargo el sabor y el aroma del churro que los cuatro muchachos le proporcionaron le parecieron, aunque extrañísimos, muy agradables.

El primer contacto entre Ambrosio Esteban y la susodicha hierba había sido en Julio de 1998, durante la “demanda” de Santiago Apóstol (santo patrono de Jinotepe), que era, en pocas palabras, una peregrinación a la que mucha gente del departamento de Carazo asistía movida por diferentes razones que se podrían resumir en tres: el sentido de la aventura, que era la que movía a la gran mayoría de los peregrinos, presente en la mayoría de pobladores de un país de guerras no resueltas. Luego estaba el bacanal y las bebederas que se armaban en los campamentos al caer la noche, o sea que la vagancia sería la segunda razón, aunque cabe mencionar que este grupo no excluía a los que también iban por la aventura. La tercera, la que movía a unos pocos y que, aunque incluía muy moderadamente a algunos que iban por la primera razón, excluía y miraba con malísimos ojos a los que iban por la segunda; este tercer grupo era un grupo mínimo que normalmente caminaba y acampaba lejos del resto, exceptuando las horas de comida, momento en que se ponían a repartir el guiso que habría de completar la ración que algunos de los peregrinos llevaba cuidadosamente guardada o de engañar el hambre, por un rato, de los que no llevaban nada, en fin, este pequeño grupo, el tercero digamos, que en los años en que comenzó la “demanda” era el predominante, estaba ahí por no otra razón que el fanatismo al santo o la mera fé religiosa.

Fue en aquel lluvioso mes de Julio del penultimo año del milenio pasado, cuando Ambrosio Esteban se enmochiló y salió a la demanda. Entonces no se le podía ubicar dentro de ninguno de los tres grupos mencionados, porque a pesar de estar, en teoría, pagándole una promesa al santo, también iba interesado por el guaro y la aventura.

¿Cuál era la promesa?

Un año atrás, o sea en el 97, Ambrosio Esteban había estado en el Hospital público de Jinotepe muriéndose de cirrosis. Entonces, doña Jerónima, su madre, aterrorizada de ver a su hijo menor aguijoneado de sueros y confinado a una cama, y sobre todo angustiadísima ante la imposibilidad de cubrir los altos costos de los tratamientos, no vio otro remedio que acudir (sin que un par de lágrimas, que en otra vida fueron tuétano, descendieran por sus arrugas, como bajando peldaños irregulares, mientras su quijada vieja parecía dar varios pasos en falso, mascando suspiros fantasmas) a una pareja de señores de Jinotepe para quienes había trabajado su mamá, o sea la abuela de Ambrosio Esteban, por varios años.
Al conocer sobre la situación del muchacho, los señores le dijeron a doña Jerónima que no tenía de qué preocuparse, pues a partir de ese momento ellos mismos asumirían los costos del tratamiento. Además le aconsejaron rezar y encomendar a su hijo al Señor.

Doña Jerónima salió de la casa de los señores hecha una flecha que, si la felicidad fuese de colores, hubiese dejado una larga estela, más parecida a un arco iris que a la cola de un cometa, sobre las calles angostas y grises de Jinotepe. Al pasar frente al atrio de la Parroquia Santiago (que en aquel atardecer rojo y amarillo se asemejaba a la calavera fosilizada de un dios antediluviano muerto por sumersión, sorprendido durante su sueño por el desborde de un mar lejano) doña Jerónima se precipitó hacia las gradas y penetró en una de las cuencas oscuras y rectangulares que fungían como puertas.
Se postró ante el altar blanco mármol y dorado que resplandecía al final del largo pasillo y se soltó a llorar arrullada por la luz oscilante de los candelabros y el humo sinuoso de los inciensos. Sin recordar cómo, llegó hasta la pequeña capilla, destinada exclusivamente a la oración muda, y permaneció de rodillas, orándole y agradeciéndole al Señor. Tras unos cuarenta minutos de experiencia cuasi catártica de desahogo personal y solitario, doña Jerónima terminó prometiéndole a la imagen de Santiago Apóstol que Ambrosio Esteban iría cada año, cuando ya estuviera mejor, a la demanda, en la que varios cientos de caraceños peregrinarían a través de senderos, montarascales, montañas y veredas hasta las costas del Pacífico, donde el mar, una vez que la imagen del santo fuese puesta sobre la arena, se apaciguaría como por arte de magia.

Al año siguiente, Ambrosio Esteban estaba sentado sobre el murito del parque central de Jinotepe, un tanto nervioso por el gentío, pero sobre todo por la pólvora que a cada momento estallaba en el lugar menos esperado.

Aquella era la segunda vez que Ambrosio Esteban salía de Apazagüe. La primera fue cuando estuvo en el hospital, pero de aquella experiencia no recordaba mucho. Su mayor preocupación, esta vez, era que no sabía exactamente qué era lo que uno debía hacer en la “demanda”, entonces los primeros días trató de estar lo más atento que pudo.

Al caer la primera noche, tras andar los cincuenta y algo kilómetros que inauguraban la marcha, siempre los más pesados por ser los primeros, Ambrosio Esteban colgó su hamaca de los troncos de dos arboles y se quedó dormido viendo las estrellas que se enredaban entre las ramas oscuras, sin hablarle a nadie.

A la mañana siguiente se formó rápidamente en la fila del guiso. Una vez servido, se sentó a comer junto a un grupo que cantaba y tocaba guitarra. Al poco tiempo uno de los que cantaba, el más joven, le tiró a Ambrosio Esteban una cantimplora. Para que no se atragante, prix, le dijo la mano generosa. Ambrosio Esteban le sonrió tímidamente y tomó un largo trago de aguardiente.

La segunda noche cayó cuando los peregrinos cruzaban los cerros occidentales de Santa Teresa entre un enjambre de chayules, pero esta vez Ambrosio Esteban no se preocupó por colgar su hamaca, en parte porque caminaba junto a sus nuevos amigos, ya a cierta distancia de la multitud de peregrinos que avanzaba como tortugas bípedas y andrajosas, de cuyos caparazones de lona verdeolivo colgaban cacharros y ollas viejas, sacos de dormir y hamacas.
Hacía varias horas buscaban (Ambrosio y sus nuevos amigos) un camino que los habría de llevar a los plantíos.
Son como seis manzanas, escuchaba Ambrosio Esteban que decían sus nuevos amigos, pero hay que tener cuidado porque estos indios hijueputas son arrechos. Ambrosio Esteban solamente se preocupaba por seguir a su nuevo grupo, que era de cinco, incluyéndolo a él, y de interceptar de vez en cuando la cantimplora con aguardiente que no paraba de circular entre ellos.
Luego de bajar una sinuosa quebrada, con anchos bloques de piedra cubiertos de moho y musgo y de seguir por un par de metros un arroyo verde y escaso, subieron por una especie de sendero al que varias veces tuvieron que darle continuidad con los filos de sus machetes.

Finalmente llegaron a los plantíos, cuando ya se arrimaba la medianoche, cuando ya la luna se había puesto y el cielo había quedado como rasgado por varias nubes estrechas que irradiaban una especie de polvo de plata. Ambrosio Esteban esperó con uno de los muchachos mientras los otros tres cruzaron el cerco, apartando las largas líneas de alambre de puas que refulgían como gigantescos hilos de araña en medio de la noche.

Los tres tipos salieron casi diez minutos después, despavoridos por los disparos que se acababan de escuchar. Al rato de una larga y veloz huida, cuando puedieron sentarse junto a un arroyo, los cuatro nuevos compañeros de Ambrosio Esteban estuvieron de acuerdo en que el botín había valido el susto: dos mochilas y media de cogollos maduros de marihuana criolla, pelirroja le decían en Santa Teresa, de la que no se encuentra en ningún otro lado del mundo.

Dos y media mochilas de cogollos maduros de pelirroja que a Ambrosio Esteban le tomó vender, junto a sus nuevos compañeros, siete días, durante los cuales ellos mismos le dieron posada en Jinotepe; siete días en los que, hasta aquel momento, se agolpaba casi la totalidad de experiencias con que la vida de Ambrosio Esteban contaba.
En esos siete días Ambrosio Esteban conoció lo que era una cantina; también descubrió, pues quizá decir “entendió” sea poco preciso, puesto que a él no le tocó pagarla, lo que era una puta; también supo lo que era amanecer tomando en la cuneta de un barrio en el que nadie te conoce, eructando hambre y mascando frío.

Finalmente Ambrosio regresó a casa con trescientos córdobas que hicieron brillar los ojos de doña Jerónima y más o menos una onza de pelirroja que enterró bajo uno de los postes del largo cerco que rodeaba los potreros de la finca que su hermano mayor cuidaba.

Ambrosio Esteban solamente logró fumar la mitad de aquella onza pues uno de los primeros aguaceros, retrasado varios meses, arrasó no sólo con lo que a Ambrosio Esteban le quedaba de pelirroja, sino también con el cerco y con los pocos cultivos que habían logrado crecer en los meses de sequía.

La media onza que sí logró fumarse le había durado dos meses.

Cada tarde que podía se perdía por los caminos y fumaba tumbado sobre el pasto de los potreros, bajo el cielo absolutamente azul, sin una sola nube, engullendo su mirada, percibiendo un movimiento ancho y lento de las pequeñas colinas que parecían lomos de peces gigantes agonizando junto a él; fumaba de una mitad de coco que había acondicionado para tal fin, y esa fue la única experiencia de Ambrosio con la marihuana, pero en aquella ocasión nadie le indicaba cómo y qué tanto debía fumar, y la pelirroja, por muy buena que sea en Nicaragua, es infinitamente inferior en potencia al kush importado que ahora fumaba y que ya le hacía notar una textura transmutada y gelatinosa en la voz de Ernesto que le decía:

–Aguantalo hasta que ya no podás.

–Ve, Amayito es cerca de los potreros que vimos anoche –recordó Sergio de pronto.

–A huevo –dijo Antonio–. Ambrosio, ¿cómo han estado las lluvias?

–Regulars... pero halluvido esste mes bastante...

–Bueno, ¿y no habrá hongos de los de la mierda de las vacas? –le preguntó Sergio.

–Ah, sonbandidusteds, ya lo vi.

–Al suave –dijo Ernesto.

11

Ambrosio Esteban se volvió obsesivo con el tema de la comida. Nos empezó a decir de los frijolitos y la cuajada que hacía su mujer. Que teníamos que ir con él a desayunar. Que no sé qué... No sé qué pensamos. Que iba a ser buena idea sunpongo, que de una vez podríamos aprovechar para buscar hongos en los potreros. Aceptamos la invitación de Ambrosio y regresamos por
la carretera que nos había llevado hasta la playa, pero esta vez, a los diez minutos, tomamos un desvío.

De haber seguido en la carretera, de no haber tomado ese desvío, todos estaríamos ya de regreso en nuestras casas. Yo estaría durmiendo esta maldita goma. O probablemente ya habría quedado en algo con la Alejandra, que por cierto, me escribió en la mañana, mientras estábamos tomando en el carro con Ambrosio Esteban. Buenos días corazón, qué tal la gomita?, o un mensaje por el estilo. Al rato me quedé sin batería en el cell y no le respondí.

Bueno, lástima... la cosa era que una enorme polvareda se levantaba en el camino de tierra cuando el carro pasaba; un camino de tierra que dividía enormes extensiones de potreros y corrales separados por líneas de alambre de puas corrían a toda velocidad, como una inagotable y terrible sierra eléctrica, junto al Yaris rojo, a la altura de nuestros cuellos. De pronto, el camino quedó franqueado por una multitud de árboles flacos y secos, escasos de hojas y espinosos, medio dorados por la luz que el sol, parcialmente cubierto por dos nubes densas y cargadas de lluvia, arrojaba.
Todos estabamos algo cansados; Ambrosio Esteban sacaba la cabeza y la mitad del cuerpo para saludar a grito partido a todo el que se topaba por el camino. Y dale que dale con la cosa de los frijolitos y la cuajada. Que qué ricos. Que clase de cuchara la de su mujer. Que ahí ibamos a ver todos.

Cuando por fin llegamos a la casita, sita en el medio de la nada, o de la casi nada, separada de la carretera por kilómetros y kilómetros de potreros y de bosque tropical seco, varios niños salieron a recibirnos. Pegaban sus manitos y sus caras a los vidrios polarizados, saludaban y corrían a la par. Unos ocho niños, desnudos algunos, en calzoncillos otros, todos tierrosos y alegres. Estos son mis chavalos, nos dijo Ambrosio Esteban. Que cachimbo, observó Antonio. Es que algunos son de mi hermano. Ah ya. ¿Y cómo están esos programas del gobierno aquí?, pregunté solo por joder, ¿Al cien? Ambrosio me miró como si no hubiese comprendido o como si yo ni siquiera hubiese preguntado nada, luego se bajó. Ambrosio, hasta ese momento, me había caido bien. A veces mucho se enllavaba con ciertas cosas. Me imagino que es medio obsesivo el tipo. Lo de la comida de su mujer parecía ser su fijación favorita; esa era la constante. Luego habían variables. Lo de darse comandos a sí mismo. Por ejemplo, decía de pronto “Sentate Ambrosio” y el mismo se respondía “Bueno”, y se sentaba. “Echate el trago, Ambrosio”, y se lo echaba. A mi ese detalle me pareció divertidísimo, pero creo que nadie más lo notó. Bueno, al grano. “La masacre”. No creo que sea muy difícil de adivinar. Llegamos y dele que dele Ambrosio con los frijoles, la cuajada y la tortilla de su mujer. Creo que conviene informar que en el camino hicimos hot box con dos churros más de kush, por tanto, Ambrosio ya venía perdido en el espacio sideral, lo que volvía la situación, a nuestro parecer, considerando nuestra falta de previsión hacia los acaecimientos que se desarrollarían con el ímpetu de un enjambre de relámpagos, más graciosa.

Nos bajamos y saludamos. De aquí para allá todo es muy borroso. Ambrosio creo que entró antes que nosotros a la casita (si, tuvo que ser así; en todo caso, si entró después que nosotros no lo vi) y luego vinieron los gritos. Cómo me vas a decir que no hay nada para mis amigos, oi que vociferaba desde dentro, ¡juelagrantrescientasmilmillones de la gran trescientasmilmazorcas de la granmil puta!, o algo similar chilló Ambrosio hecho un loco. Su mujer, a quien no pude verle la cara, lloraba de forma nerviosa, desbordante, pero con una especie de calma profunda. Escuché golpes y sentí que Carlos, Antonio y Sergio (yo venía al final y todavía no atravesaba el umbral) se detenían de pronto. De ahí, solo recuerdo a Ambrosio con una cara de bestia psicópata que nunca se la había visto a nadie en la vida real (en la pantalla quizá solo a Jack Nicholson, y a Michael Jackson). La luz que entraba en haces, perfectamente definidos por el humo y el polvo que flotaba en toda la casa, haces tubulares forjados por los huecos del zinc, cruzándose y dibujando círculos y óvalos en el piso y sobre las piedras de donde salía el humo, sobre el comal renegrido y sobre la figura de Ambrosio Esteban. Sobre sus ojos de cabro o de caballo desbocado. Sobre su quijada tembleque. Sobre la mano y el antebrazo, surcado por venas gruesas que parecían talladas a mordiscos en caoba o pochote.

Sobre el machete que chorreaba sangre espesa.

La cara, lo que se dice la cara, no se la vi a la mujer de Ambrosio Esteban. Lo que si vi fue la cabeza destapada emanando una cosa negra y viscosa, que no parecía ni sesos ni sangre, tal vez era el alma, tal vez el alma es así, una especie de brea oscura que solo se ve en el momento y luego desaparece; en fin, esa cosa negra chorreaba desde la cabeza de la mujer y se encharcaba sobre el piso de tierra. También escuché los gritos de varios niños y la respiración de Ambrosio Esteban que se sentía cada vez más fuerte, como si fuese inundando el viento, o como si el viento se fuese acompasando al ritmo y a la fuerza de su respiración que era como la de un cerdo que arrastran al matadero. Llantos de niños y gritos de Ambrosio que se perdieron en una nube de polvo que se levantó tras el Yaris cuando ya ibamos a unos doce metros de la casita. No recuerdo qué dije o qué hicimos, no creo que importe; solo recuerdo que todo pasó demasiado rápido. Todavía no tengo una idea muy clara de qué fue lo que, o cómo, pasó. Yo no vi cuando le pegó el machetazo, creo que Carlos tampoco. Antonio probablemente vio algo. Sergio sí, definitivamente Sergio sí estuvo en palco cuando Ambrosio le destapó los sesos a su mujer, quien, según pudimos leer en la página de Sucesos del día siguiente, se llamaba Ignacia María Ruíz Ruíz y tenía diecinueve años.

Lo inverosimil de la noticia de Ambrosio Esteban es que no figurábamos por ningún lado, tampoco los niños que vimos, ni nadie, pues según la reportera que realizó la nota, el cuerpo de Ignacia María fue “abandonado en una casita de cuido, aparentemente deshabitada desde hacía muchos años. El cadáver no mostraba otro signo de violencia más que la herida profunda, presuntamente provocada por un machete, que le unía la coronilla con la nuca”. Otra cosa inverosimil era que la hubiesen publicado, que alguien se hubiese tomado el trabajo de ir a cubrir la aparición de un cadáver en medio de esos potreros. Que se hubiesen enterado.

8 jul 2011

Notas a una muerte

"Boy, you're gonna carry that weight
Carry that weight
a long time"



A

Era un viernes, 7 de Junio de 2010, nada distinto de cualquier otro viernes en Jinotepe.

En la casa de mi papá estaban terminando algunas remodelaciones. Él, en los último meses, se dejaba ver muy animado; todo iba viento en popa en lo que a Libros para Niños concernía.

Para entonces había concebido y se preparaba para emprender varios proyectos personales, a saber: una empresita editorial, no infantil, en la que no sólo trabajaríamos juntos sino que me incluiría como socio (el tercero sería el poeta Anastasio Lovo) y para la cual ya había muy buenas ideas. La oportunidad de un año sabático, durante el cual se dedicaría a escribir y publicar sus experiencias en educación popular y fomento de la lectura en niños (abarcaría su experiencia de coordinador departamental de la alfabetización y su trabajo en en Viceministerio de Educación de Adultos en los ochentas y su experiencia de quince años dirigiendo la Fundación Libros para Niños), empresa que lo animaba e ilusionaba sobremanera. Alguna vez me comentó sobre cosas que tenía escritas, "memorias, recuerdos de chavalo y de vida", me decía, "pero vos sabés que no ficcionar y mitificar en nuestra rama es jodido". No recuerdo haber leído nada de eso. Recuerdo, creo, que una vez me leyó algo sobre su tía Carmela y unos viajes al Rancho Grande con sus abuelos y primos en una semana santa de inicio de los sesenta. Su trabajo en Libros para Niños, por primera vez en quince años, lo empezaba a delegar. Quería sacar su oficina de la oficina y meterla en la casa y desde ahí monitorear Libros para Niños y. sobre todo, dedicarse a sus proyectos vitales.

Tal era el fin de las remodelaciones. Donde siempre había sido su cuarto construyó un bonito y amplio estudio, con ventanales en tres paredes que daban a esa casi media manzana de jardín y patio a la que dedicó tantos años y empeño; su cuarto lo trasladó al que había sido el de mi abuela hasta 2008, cuando la muerte, tras enterrar a dos esposos y a tres hijos, finalmente le sobrevino; hizo una sala más grande, había hecho más espacio, botado paredes. "Aquí la gorda va a poder pegar carreras", me decía, "en este rincón le vamos a poner sus juguetes, unos cuentos, cojines, para que le guste venirme a visitar". Se refería a mi hija de seis meses, Adriana.

Sobre todos sus proyectos me habló en febrero, en una pizzería de Carretera Sur, el día que regresó de un viaje a los Estados, en el que visitó a mi hermana mayor, Raquel, y en el cual pudo conocer a su segunda nieta (la diferencia de edad entre mi hija y la hija de mi hermana es de pocos meses); en ese viaje también visitó a uno de sus mejores amigos en la distancia, John McCutcheon, un exitoso cantante de música country y de protesta de los Apalaches a quien conoció durante la Revolución. Comíamos una pizza de jamón serrano y camarones horneada en leña; mientras mi papá me contaba de un festival de cuenta cuentos al que asistió en un pueblecito de los Apalaches con emoción propia de un niño prendí un cigarro y pensé que cuando uno muere puede dedicarse a viajar por el mundo en un estado de plena conciencia y carente de materia; entonces ignoraba que esa pizzería en la que comíamos (creo que el también lo ignoraba) se encuentra en el exacto lugar donde se encontraba la finca de la que mi abuelo salió hacia su duelo con la muerte, 56 años antes; se me cruzó por la cabeza, como un pensamiento feliz, que cuando mi padre muriera, obviamente, creí, dentro de muchos años, seguramente se pasaría un buen rato sobrevolando los Apalaches, perdiéndose entre las hojas rojas y anaranjadas de los maples en otoño, que amanecería pringado en rocío sobre las piedras lisas de los caminos de hormigón por los que me llevó en hombros en un viaje a los Apalaches cuando yo tenía seis años. Él pagó la cuenta y nos subimos a su camioneta y luego, entre la neblina casi palpable, las curvas del Crucero, los cafetales de Mr. Vaughan, el reloj de Diriamba, hasta llegar a Jinotepe. Esto fue en febrero, casi tres meses antes de su repentina muerte, en junio.

Desde antes, desde un viaje que hicimos juntos a México a finales del año anterior, se miraba muy animado y optimista. Había pasado una mala racha inaugurada en 2006, con el suicidio de su hermano mayor en Chicago, el único que quedaba vivo de sus tres hermanos, y que se agudizó en 2008, con la muerte de su mamá. Finalmente la estaba superando, acaso en parte por el nacimiento de sus dos primeras nietas, por lo bien que iba en su trabajo; la rueda de la vida finalmente salía del lodazal y se echaba a andar una vez más, más uno nunca sabe. Él iba a México porque lo habían invitado a dictar una serie de conferencias por varios universidades del norte, en el Palacio Nacional en calle La Moneda, en el D.F., donde lo acompañé, y porque había decidido participar en la FIL de Guadalajara con un stand y una agenda de reuniones y actividades de Libros para Niños. Él se fue una semana antes y nos juntamos en un hotel de Guadalajara el día de mi cumpleaños. Como era noviembre y era mi cumpleaños, me regaló el pasaje y me cubrió todos los gastos y me dedicó los mejores momentos que recuerdo de él en los últimos meses de su vida. Insistió en que tenía que ir a la FIL (el llevaba asistiendo dos años), pues yo ya había tomado la decisión de dedicarme totalmente a la escritura, cosa que a él siempre lo llenó de orgullo, pero también de no pocos temores. Pude asistir a conferencias y disertaciones de autores que leo y admiro como Andrés Neuman, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Rodrigo Fresán, con quienes logré conversar por minutos, con unos más, con otros menos, y a quienes había logrado arrancar algún autógrafo; otros como Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Orhan Pamuk, Ray Bradbury, a quienes vi de largo, pero a cuyas geniales conferencias tuve el enorme privilegio de asistir. Luego nos fuimos al D.F. En los últimos días del viaje escalamos la Pirámide del Sol, en Teotihuacan. A mitad de las escalinatas descubrí que había dejado olvidado mi sweater y la cámara (típico en mí) en la base de la Pirámide. Mi papá, que llevaba una camiseta roja, unos jeans y una gorra caqui, y que me llevaba unos cuantos escalones de ventaja, se volvió a mí y sonrió. "Dale, andá balazo, allá te espero", y volvió la mirada a la punta de la pirámide. Cuando finalmente llegué, él estaba sentado, muy tranquilo, con una expresión grave en su rostro y con sus ojos verde jade clavados en la Avenida de los Muertos. Hablo de noviembre de 2009. Luego regresamos a Nicaragua y empezó las remodelaciones en su casa e hizo el viaje a los Estados, y regresó de muy buen ánimo y me habló de sus proyectos y me sentí profundamente feliz por él.

Ese viernes 7 de junio yo tenía clases en la UCA. Era el último día de aquel cuatrimestre. Cursaba mi primer año de la carrera de Filosofía y Humanidades. La primera clase de ese día, Filosofía Antigua, era a las nueve de la mañana. Tenía que salir de Jinotepe al menos una hora antes para estar a tiempo. A las siete ya me había alistado y crucé el jardín, la casa, el cerco y el otro jardín que mediaban entre la casa de mi papá y la cabaña en la que yo vivo. Él ya estaba despierto, sentado en la computadora, en su nuevo estudio, leyendo los periódicos, actualizando la página de facebook de Libros para Niños y tomándose una taza de café, como todas las mañanas.

Entre y lo saludé con un beso y un abrazo, como casi todos los días de mi vida, y me senté a su lado. Tenía un churro a la mitad apagado en el cenicero. Me lo pasó. Lo prendí y nos pusimos a platicar. Hablamos (casi siempre yo hablaba y él escuchaba, como repasando o siendo testigo de antiguas maravillas seguramente ya olvidadas que mis palabras limpiaban de olvido) algo sobre Hegel y sobre el Espíritu Absoluto. Sobre Borges y la idea de que cada cosa que existe es un órgano, más o menos especializado, que la Divinidad proyecta para percibir su propia creación. Hablamos sobre las pesadillas de José y las pesadillas de Jesús y los cauces de sangre por los cuales circulan las pesadillas colectivas de la humanidad, referidas en la primera parte del Evangelio según Jesucristo. Luego me recordó pasar recuperando la copia de las memorias y las cartas de mi abuelo que habíamos donado al IHNCA. Nos terminamos el churro y salimos juntos de la casa, nos montamos en su camioneta y me llevó hasta la parada de buses interlocales, como todas las mañanas durante los últimos seis meses de ese año.

Me había casado una semana antes, el sábado 2 de junio, y vivía con mi hija, de nueve meses, y mi nueva esposa en una cabaña que lindaba con la propiedad de mi papá, la misma en la que hoy vivo diría, si no contamos el enjambre de murciélagos que todas las noches se bate en mi cielo raso, absolutamente sólo. Mi papá había estado con nosotros en la boda, no soltó a mi hija prácticamente ni un segundo, y pasó tomado fotos y vídeos (nueva costumbre casi maníaca que lo empujaba a documentar todo en los últimos meses), cuando acabó el alboroto de la boda, se fue a tomar unas botellas de Mezcal que habíamos traído de México con sus parientes y amigos a su casa. La semana siguiente se dedicó a ordenar la casa, pues hacía poco habían terminado las remodelaciones. La semana transcurrió, al menos desde lo que yo pude percibir, de forma absolutamente normal, aunque lo que ocurría y se configuraba en la cabeza, literalmente en la cabeza, y lo que seguramente se anunciaba en los sueños, en los pensamientos o en las intuiciones de mi papá en esos últimos cinco días de su vida será un misterio que me acompañará por el resto de mis días.

Ese viernes, después de clases, estuve en la cabaña, jugando con mi hija buena parte de la tarde y después la llevé a la casa de mi papá. Cuando entré, vi que él venía caminando desde su cuarto. En cuanto vio a la gorda se alegró muchísimo (igual que cada vez que la miraba), la chineó, se la llevó a su cuarto y le empezó a leer un cuento. Patito en la playa. "Patito tiene un amigo", ella se retorcía de la risa y él pasaba la página, "es un pez". Luego la ponía en su andarivel y la empezaba a perseguir. Nunca lo había visto tan feliz, o en un estado de felicidad tan eufórico. La acostó de nuevo en la cama y yo me acosté a su lado. No dejaba de tomarle fotos y grabarla en video. De pronto dejó la cámara y se acostó junto a mí. Mi hija gateba entre nosotros. "Éste es mi muchachito", recuerdo que dijo mientras tomaba mi cara entre sus manos, "éste es mi bebé también". Adriana se reía. A pesar de que mi papá siempre fue un padre lleno de amor y expresiones de amor para sus dos hijos, no recordaba, en los últimos tiempos, una expresión de tanta ternura. "Cuando vos tenías la edad de la gorda", prosiguió, "te dio un calenturón como de cuarentaipico por varios días. Yo te tuve chineado aquí", y se tocó el plexo, "como cinco días, buscando como bajarte la calentura, y vos hirviendo. Todavía siento el calor, y yo preocupadísimo...". Yo sonreí e intuí, como se intuyen las cosas que nos trascienden, algo enorme e inextricable que se paseaba por detrás de las imágenes, los sonidos, lo olores y todo el fino velo de percepciones que se tensaba ante nosotros aquella tarde. Durante el resto de la tarde tuve la sensación de que el tiempo, el espacio y todas sus combinaciones se movían de forma extraña, como si todo transcurriese al fondo de un tazón de gelatina. Hubo un silencio cómodo y prolongado. Una bandada de chocoyos pasó pegando alaridos. Me levanté y le hice la pacha a Adriana; mi papá me dijo que él se la quería dar. La acurrucó entre sus brazos y se sentó en una mecedora del porche. Le empezó a canturrear aquella canción infantil de Victor Jara que me cantaba cuando era un niño. La gorda se acabó la pacha y él le sacó los gases. Me dijo que la fuera a dormir, le dio un beso enorme y entró a su casa.

Yo anduve como media hora con la gorda entre mis brazos, caminando por el patio, enseñándole las flores y las nubes rosadas, y el dorado y el anaranjado del atardecer. Adormilada seguía con la vista una libélula que pasaba sobre nosotros. Anduvimos describiendo círculos aleatorios sobre la grama hasta que finalmente, al pie de una línea de cipreses que el viento mecía como oscuras llamas vegetales al fondo de un mar de fuego, se fue quedando dormida.

Crucé el patio con ella en brazos y llegué hasta la cabaña. La acosté en su cuna. La arropé, le besé la espalda y corrí el mosquitero. Mi esposa estaba sentada viendo tele en la sala. "Se durmió", recuerdo que me dijo. Asentí mientras cerraba la puerta con cuidado. La abracé y besé y nos quedamos un rato viendo algún programa de Mtv.

Cenamos como a las siete y media. A las ocho enrolé un churro y me crucé a la casa de mi papá. Lo encontré sentado en el porche junto a su esposa. Tenía una copa de Whisky en la mano (hábito que había adquirido hacía no mucho) y un puro Joya de Nicaragua en la otra. Los saludé y mi papá se levantó. "Vení", me dijo, "me voy a servir otro trago, acompañame".

Entré con él a la cocina, donde había un desorden de ollas y pailas sucias. Llevaba su delantal con estampado de vaca, una pañoleta de colores cubriéndole la cabeza, shorts, su parche de cuero negro en el ojo izquierdo y sus anteojos de marco redondo. "Ya perdí completamente la vista del ojo", me dijo mientras rellenaba de hielo su vaso. Me lo dijo con una resignación y una tranquilidad tal que al principio no sabía de qué me hablaba. Se refería a su ojo izquierdo. Durante el último año había empezado a perder de forma acelerada la visión en dicho ojo. Fue donde varios especialistas que le dijeron que se trataba de una degeneración de la mácula. Horas más tardes descubriríamos de qué se había tratado todo ése tiempo. "¿Y ahora...?", recuerdo que le dije; una tristeza profundísima me atravesó la carne como un taladro, una tristeza que su tranquilidad y esa valentía tan particular que tenía ante lo duro y terrible de la vida mitigó, pero no por completo, "ahora ya no deberías manejar. Hoy te viniste solo desde Managua, no andés haciendo eso." Luego recordé que durante la presentación de un título del Fondo Editorial Libros para Niños, en la FIL del año pasado, había tenido enormes problemas para leer el papel que llevaba preparado, y pregunté "¿Cómo vas a hacer ahora para trabajar en la compu? ¿Ya vas a necesitar que te lean? Yo feliz te leo tus libros y lo que necesités..."

Desplegó esa sonrisa de condescendencia tras la cual los padres suelen esconder una enorme y terrible verdad a los hijos, una sonrisa que significa "a pesar de todo, sos mi niñito ingenuo, y mejor así, al menos por ahora".

Percibí que toda la materia y las percepciones circundantes se desconfiguraban, que la energía, el magnetismo o la magia que mantenía cada una de sus partículas unidas empezaba a languidecer; varias imágenes pasaban al fondo de mis pupilas y solo alcanzaba a ver su reflejo terrible. El contorno de una tarántula hecha de sombras espesas como el asfalto y gigantesca como una peña, que posaba sus patas sin pausa y sin prisa alrededor de la casa y el patio, se fue definiendo, aunque borroneado y tenue.

De pronto regresé a su voz, a las últimas palabras que escuché pronunciar a su voz que ya, ante mi terror y dolor, se va desdibujando y alienando en olvido.

"Hablé con un amigo que es ciego, y es abogado, muy éxitos por cierto, de Costa Rica. Él me ofreció unos programas para la mac, programas para ciegos, con reconocimiento de voz, a los que les podés dictar, y te pueden dictar textos enteros. Con los libros y las novelas que esté leyendo sería buenísimo que me las pudieras empezar a leer." Asentí. Luego le dije, no sé por qué, "es increíble la generación de ustedes. Los que nacieron en los cincuenta, sobre todo ustedes que nacieron aquí en Jinotepe. Creo que casi ninguna otra generación ha vivido el acelere tecnológico, histórico y social que ustedes. Nacieron sin televisión. El teléfono y el telégrafo era la tecnología de punta en comunicación. Hoy hablás con tu hija que está en Los Angeles, en audio, video y tiempo real con Skype. Crecieron escuchando doce canciones en un disco enorme, ahora tenés doce mil en un ipod del tamaño de tu mano. ¿Vas a decir que no son cosas que sólo miraban en los Supersónicos y Batman? Por mencionar algunas, ni hablar de nacer bajo una dictadura, ver nacer una lucha, decidirse a morir por ella, por una victoria que nunca iban a ver en vida y de pronto sobrevivir a eso, ver la victoria, vivir la Revolución, perder la Revolución, ver la Revolución caerse en pedazos y los buitres sobre esos pedazos, el neoliberalismo, la caída del Muro, Física Cuántica, el Fin de los Tiempos. Ustedes en una generación han vivido por mil." Me miró fijamente a los ojos y sonrió. "No lo había visto así." Y volvió a sonreír complacido.

Me acompañó a la puerta. Me dio un abrazo eterno, que todavía puedo sentir, que puedo evocar y reconstruir cuando ando por el patio por el que él ya nunca más va a andar, en el que nunca jamás me lo voy a volver a encontrar viendo las copas de lo árboles y sorbiendo su taza de café, y dijo "Estoy bien orgulloso de vos. Ya te miro encaminado en la vida que querés vivir; en tu vida. Tu libro, ya lo tenés, tu hija, una familia, sos admirable, he descubierto en vos un hombre admirable y eso me hace enormemente feliz."

Lo miré a la cara, sin saber que era la última vez, la despedida definitiva, y de todas formas el tiempo quedó suspendido para siempre, anidado en aquellos ojos verdes que hoy deben ser una masa pútrida sobre una plancha de concreto. Fue un instante que se dislocó del discurrir habitual del tiempo y del universo, de la infinita cadena causal que nos constituye y que se alojó para siempre en un tiempo y un espacio equidistante al tiempo y al espacio, en mis entrañas, en la realidad única de una experiencia individual. "Todo lo que ves sos vos, papi", le dije, y lo besé. Luego crucé el patio y regresé a mi cabaña, con mi esposa y mi hija que dormía.

"Acompañame a fumarme un churro", le dije a mi esposa. Ella asintió con su dulce e infinita resignación.

B

He referido el extraño estado en el que mi percepción o el discurrir general de la realidad manifestaba. Es por eso, que llegados a este punto, todo se transforma en una cadena de terribles y sucesivos acontecimientos; instantes que tan pronto existían, eran abolidos por uno nuevo, que sería abolido por uno posterior, sin tiempo, sin aliento, sin aire o sangre en las venas para reaccionar tan rápido ante algo inesperado, absolutamente inesperado.

La enumeración de los acaecimientos que ocuparon la noche de ese viernes 7 de junio y la madrugada y la mañana del sábado 8 no debería ocupar tantas líneas. Me limitaré a referir los sucesos, como espectador impotente y desesperado que fui, pues de otra manera me son inaccesibles.

Primero, tras regresar de la casa de mi papá salí con mi esposa a la parte de atrás de la cabaña. No recuerdo exactamente cómo era la luna de esa noche, si recuerdo muy bien las nubes pasando como una violenta marejada sobre su fantasma plateado. Recuerdo el cielo como la bóveda de un cráneo visto desde adentro. Recuerdo lo que le dije a mi esposa. Algo así como que aquí se acababan los huevos de Báez Bone, los huevos de mi abuelo que lo habían empujado a una muerte terrible y prematura, a la confección seguramente consciente, quizá no voluntariosa, pero si que consciente, del fantasma y del mito y de la horfandad de sus cuatro hijos. Que aquí se acababa el carrusel de la muerte. Que ya eran suficientes, sus tres hijos, su esposa, que mi papá había visto nacer a sus nietas y eso significaba mucho. Que lo miraba muy animado con la vida, con su vida. Que era un hombre increíble. Ella sonrió. Quizá dijo algo, no lo recuerdo. Me acabé el churro y entre a mi cuarto. Estaba muy entusiasmado con Shakespeare; acababa de terminar King Lear y Macbeth y estaba empezando con Hamlet. Lo agarré del estante de mi biblioteca que le correspondía y me puse a leer.

Seguramente por el churro y por la extraña sensación que me había embargado toda la tarde, una inusual y aplastante somnolencia se posó sobre mí. Caía dormido y despertaba entre cada parlamento de Hamlet. De pronto caí en un sueño profundo y negrísimo por un tiempo que sentí muy vasto, pero que no debió superar los veinte minutos. Algo, un ruido, un temor, me despertó de pronto. Mi esposa estaba a mi lado, en la computadora. "¿Qué pasó?", me preguntó al verme tan sobresaltado. "Me quedé dormido", dije, y de inmediato añadí "¿está ladrando el Tupac?". Asintió y me asomé por la ventana. El Tupac ladraba desesperado en la entrada del patio de mi papá. Tuve un mal presentimiento, una pésima corazonada que me empujó a tomar mi foco de mano y salir al patio. Anduve por ahí, sin dirección alguna, silbando y alumbrando las copas de los árboles con mi foco. Sentía una presencia extraña. Pensé en ladrones. Pensé en algo sustrayendo algo. Regresé a la casa y me senté en la cama. No recuerdo cuándo ni cómo volví a caer dormido. Sólo recuerdo los gritos de mi hermana que me despertaron de pronto. Mi hermana mayor de parte de madre, quien también trabajaba y tenía una estrecha relación con mi papá, vivía para entonces en la casa que quedaba junto a la cabaña en que yo vivo, ambas propiedades de mi mamá. Desde la ventana de su casa empezó a gritar mi nombre. Me levanté de un salto, con la terrible certeza de estar a punto de encarar algo que había temido profundamente desde que era un niño. "Tu papa", dijo mi hermana desesperada, llorando, "¡le pasa algo a tu papa, apurate, andá!". Crucé el patio en un segundo. Antes de entrar en la casa me fallaron las rodillas y me postré sobre la tierra y el hormigón, donde terminaba la grama. Estaba aterrado. Mi esposa me alcanzó y puso su mano en mi hombro. La esposa de mi papá abrió la puerta de la casa totalmente desesperada. Empecé a llorar. "¿Qué le pasa a mi papa? ¡Papi! ¿Qué pasó? ¿Dónde está?". "¡No sé, no sé, no sé!", respondió ella, "nos fuimos a acostar después de que te fuiste. Habíamos cenado y él se había tomado tres whiskys. Normalmente se toma uno. De repente nos dormimos. Le dolía la cabeza. Pero desde hace rato que anda con dolores de cabeza. Él padece de pesadillas, y parece que tenía una fuerte. Yo me desperté y le di un golpecito con el codo. Me volví a dormir y cuando me desperté estaba así", entonces señaló la puerta abierta del cuarto. Las posibilidades más terribles giraban en mi cabeza cómo el tambor de un revólver. "Vomitó y se está como ahogando", se soltó en un llanto histérico. Volví a ver la puerta abierta del cuarto y me apresuré a ella aterrorizado pero bajo una especie de trance, un entumecimiento total y mecánico del alma.

De este punto en adelante mi papá se convierte en un personaje totalmente diferente. Mi papá, el que me crió, el que cuidó de mi cuando era un bebé y el era un disidente desempleado, el que me dio y me enseñó todo, el que me dio la libertad de ser lo que yo quisiera ser, lo que me apasionara ser, el que me dio un ejemplo de vida maravilloso e invaluable ya no existía; la persona que se ahogaba en la cama de mi papá y que no cesaba de emitir un sonido gutural, que duró toda la noche, una especie de tos ahogada y acompasada que le estremecía el pecho; ese hombre con la boca abierta, los ojos cerrados, la mano dura y empuñada, ya como la de un muerto, con una mancha de vómito junto a su cara no podía ser y, sobre todo, yo no quería que fuese mi padre.

"Llamá a tu suegro", me dijo mi hermana histérica. Corrí hasta el teléfono y, desesperado, impotente, asustado, con un desgarrador sentimiento de incertidumbre marqué el número. Repicó un par de veces. Me contestó mi suegra. "Doña Mayela", mi tono y la hora de la llamada (casi las once de la noche) debieron dejar ver la gravedad del asunto. "Si Luis... ¿qué pasó?". "Disculpe... disculpe la hora doña Mayela...", atiné a decir. "¿Qué pasó Luis?, no te preocupés, ¿le pasó algo a la gorda?". "No doña Mayela..." y me solté en llantos, "es mi papá. No sé qué le pasa. Está inconsciente, como que le cuesta respirar. No se despierta... no sé qué le pasa.... Quería ver si el doctor podía venir a ayudarnos". "Claro Luis, cómo no, ya vamos para allá". Empecé a dar vueltas como loco por la sala de la casa de mi papá. Estaba histérico. Por instantes perdía el control. No sabía qué hacer. Me tumbé a su lado en la cama y me puse a hablarle.

De pronto llegó un camión de bomberos con paramédicos y bomberos. Entraron en la casa. Yo estaba desesperado. La mayoría eran muchachos de mi edad. "Ayúdenle por favor", les rogué. Uno de ellos me vio a los ojos y asintió. Cargaba el extremo de una camilla. Recordé su cara y recordé una perturbadora simetría. Una semana antes, o un poco más, medio dormido en la cabaña me despertó el cuidador. Me dijo que fuera al otro lado, que se estaba quemando el cerco de donde mi papa. Salí al patio, y al otro extremo miré unas llamas mucho más grandes de lo que las había imaginado y corrí hasta el lugar. No solo el cerco ardía, sino que una gran parte del cerco natural de cactos que corrían paralelos al cerco de alambre. Mi papá estaba de pie ante las llamas que lo duplicaban o triplicaban en estatura, echándole agua con un balde que pacientemente rellenaba con la manguera. "Ya llamé a los bomberos", recuerdo que me dijo volviendo su perfil, anaranjado por el reflejo de las llamas, "creo que están llegando". Eran los mismo muchachos. El doctor, mi suegro, entró con ellos al cuarto y le revisó los signos vitales, supongo, y supervisó el traslado en la camilla. Como la ambulancia no llegaba, lo trasladamos al Hospital Regional de Jinotepe, que por suerte queda a cinco cuadras de mi casa, en el microbús blanco de la Fundación, y lo internamos de emergencia.

La llegada al hospital abrió una gama de esperanzas en mi mente. Transcurrieron varias horas en aquel hospital como transcurren las horas de incertidumbre en los hospitales. No se sabía qué tenía. Respiraba con ayuda de una máquina. Había que trasladarlo a Managua para hacerle exámenes e internarlo en Cuidados Intensivos. Él siempre había dicho que quería morir en su casa. Que nunca lo llevaran a un hospital y que muchísimo menos quería acabar su vida en un cuarto de Cuidados Intensivos, conectado a un máquina. Así de claro lo había dicho en varias ocasiones, desde que yo tenía memoria. En el momento, sin embargo, todavía albergaba esperanzas de que no se tratara de algo demasiado grave, y pensé que debíamos tratar de salvarlo a cómo fuese. Mi abuela, había dicho lo mismo toda su vida, y él, cuando ella estaba a punto de morir, a los ochenta y muchos años, decidió trasladarla a Cuidados Intensivos y someterla a una operación del corazón, ella murió en la camilla, antes de llegar al quirófano; lo que trató de decir, es que de cualquier forma el me hubiese comprendido.

El viaje a Managua no lo podría medir en tiempo, quizá en algunas imágenes borrosas de la ambulancia que aullaba ante nosotros, de los cafetales revestidos de luz luna de Mr. Vaughan, del Crucero, de la pizzería en que habíamos cenado aquella noche. De la pista suburbana y finalmente del Hospital Metropolitano. Entramos a Emergencias. Recuerdo que le pusieron un pañal, le conectaron una máquina, creo que para monitorear sus signos vitales, y le empezaron a hacer placas y pruebas. No podían dar un diagnóstico clínico de la situación; no se trataba, como se creyó en algún momento, de ningún problema en el sistema respiratorio. Había que internarlo en Cuidados Intensivos de inmediato para estabilizarlo y a primera hora de la mañana hacerle una tomografía, para descartar un problema en el cerebro, y realizar pruebas más a fondo.

Una vez internado en Cuidados Intensivos no lo podíamos ver. Nadie entraba a la sala de Cuidados Intensivos. Ahí pasaría la madrugada. Eran casi las dos. Mi hermana, que nos había acompañado, decidió quedarse en el Hospital, yo había dejado a mi hija y esposa solas en casa y, dado que no podría acompañarlo y no se sabría nada nuevo hasta la mañana y que se encontraba estable decidí regresar y tratar de dormir un poco. No recuerdo mucho del regreso a Jinotepe. Logré dormir un par de horas. No recuerdo, pues nunca logro recordar mis sueños, lo que soñé aquella noche. Intuyo que tenía que ver con una noche, cuando tenía unos cinco años, en la que mi papá, desde el patio, me enseñaba las estrellas y las constelaciones. Fue un sueño agradable y cálido, eso lo recuerdo. De pronto sonó mi celular. Era mi hermana llamando desde el Hospital. Me atrevería a decir que hubo un segundo inmediato al despertar en el que había olvidado todo por completo y pensé que me despertaba a un nuevo día, en el que todo estaría donde siempre, y que mi papá estaba al otro lado, en su casa, preparándose una taza de café. La llamada hizo que las horas anteriores se erigieran sobre mí, pieza a pieza.

"Lo de tu papá es bastante grave, Luis", y se soltó a llorar. Yo empecé a llorar también. "¿Qué es?", dije, "no me administren la información por favor, si ya saben algo díganmelo", rogué. "Vino el doctor", me dijo, "le hicieron unas pruebas y parece que puede ser un derrame. Todo él está bien. Pero parece que hay algo en el cerebro". No recuerdo qué dije, pero me ataqué en llantos y colgué la llamada. Le conté a mi esposa y salí desesperado al patio. No sabía que hacer. Quería que todo pasara rápido. No quería que mi papá sufriera demasiado. En un segundo me resigné, o me convencí de haberme resignado a lo peor. Me revelé contra aquella resignación. Sentí la impotencia ante la muerte en su más pura y corrosiva esencia. La fragilidad de la vida y las tempestades del destino. Pensé de todo. Me arrodillé. Hice algo que nunca había hecho y que no he vuelto a hacer. Cerré los ojos con fuerza. Creí en algo mayor. Puse mis esperanzas, mi dolor y mi impotencia en manos de algo mayor. Le recé a Dios. Al universo. Pedí con devoción. Me recompuse. Pensé que todo estaba perdido. Que la vida como la conocía había acabado. Que mi papa ya sobrevolaba el patio en plena conciencia y que su espíritu sin materia intentaba vanamente posar su mano en mi hombre y consolarme.

Sonó de nuevo el teléfono. La información era más cruda. "Fue un derrame masivo en el cerebro". "¿Qué? ¿cómo? Que no sufra por favor..." y las palabras se volvieron más llanto. "Él está en coma, en el nivel más profundo del coma. No siente nada...". El cuadro se pintó por completo. "Solo estamos esperándote a vos para tomar una decisión". Todo estaba dicho. Era el peor de los escenarios.

El camino a Managua fue un martirio eterno. Una palabra resonaba al fondo de mi cabeza, fuertemente plantada e inmutable entre el torbellino de emociones y pensamientos que surgían automática y dolorasamente, una palabra que era como un mantra extraño y que al menos yo no me hubiera esperado de mí mismo en tal situación. Una palabra que cifraba la conducta y las extrañas y sorpresivas reacciones que me acompañarían durante los días posteriores. Una palabra que era como un mandato y una débil tabla que me salvaría del mar convulso en el que me embarcaba; la palabra "fortaleza". Era un momento decisivo en la vida, un momento crucial, por llamarlo de alguna forma, y papá ya no estaba ahí; debía evitar desmoronarme pero antes debía evacuar cuanto dolor me fuese posible. Lloré como un niño, como un bebé desconsolado durante todo el camino. Cuando llegué al hospital, en la sala de espera de Cuidados Intensivos, ya había bastante gente. Primos de mi papá, algunos amigos, su esposa y la familia de ella. Mi mamá se había ido de viaje tres días antes, y pensé que era mejor así, que debía pasar por todo aquello solo, que solamente así me demostraría que era un hombre. Saludé a algunas personas. Hice un par de llamadas. No quería avisarle a mi hermana, que estaba en Los Angeles y podría hacer muy poco o nada desde allá, hasta que no supiera exactamente lo que estaba pasando. La llamé y le referí todo de forma cruda. No lo podía creer. Caí en cuenta de que yo tampoco lo podía creer y que en realidad todavía no me lo creía. Todo pasaba como un sueño, o como me imagino que pasan las cosas en un sueño. Regresé a la sala de espera y el doctor nos hizo pasar a su esposa y a mí.

Entramos a un pequeño cuarto en la sala de Cuidados Intensivos, sospecho que destinado específicamente para dar noticias fatales a familiares de moribundos. El doctor nos franqueó la entrada y con esa crudeza médica nos explicó la situación. Empezó por colgar las placas de la tomografía sobre una pantalla luminosa. Habló de un derrame masivo en una vena principal del cerebro provocado por un tumor enorme. "¿Un tumor?", pensé que se trataba de un error. La esposa de mi papá me miró y me dijo, "si, parece que lo tenía desde hace tiempo, sin síntomas. Solo la pérdida de la vista". "¿Era por un tumor entonces lo del ojo?", no me lo creía, me parecía imposible que un hombre pudiera convivir un par de años con un tumor del tamaño de un limón en su cerebro sin darse cuenta. Le iban a hacer una última prueba, una en la que inyectaban agua caliente y agua fría en los oídos a ver si el cuerpo presentaba alguna reacción, de ser así, se descartaría una muerte cerebral. Había la opción de tratar de extirpar el tumor, pero quedaba el problema del derrame, de forma que si sobrevivía a la operación (las probabilidades de que lo hiciera no pasaban de un 5%), quedaría postrado en una silla de ruedas y privado de muchas de sus facultades por el resto de su vida. No quise ni imaginarlo y no nos costó mucho tomar la decisión. Firmamos unos papeles, y esperamos el momento para desconectarlo.

Gracias a gestiones hechas por un pariente político de mi papá, que era miembro de la Directiva y accionista del hospital, se nos permitió acompañarlo con música y candelas e inciensos en el cuarto de Cuidados Intensivos, mientras lo desconectaban. Siempre había dicho que en su entierro tocaran el Abbey Road completo, y cuando muriera, Here comes the sun. Así fue. Entramos al cuarto y dejamos sonar la canción. Fue un momento demasiado intenso. Se prendieron varias candelas. Yo me pegué a su pecho. Le toqué la cara. Las manos. Las piernas. Le besé la frente, los labios, las mejillas, el pecho y ahí me quedé acurrucado, como cuando era un niño. Respiraba suave pero profundamente. Su expresión era de paz. De serenidad absoluta, como cuando dormía por las tardes. Su corazón latía muy cerca de mi oído. Sus pulmones se hinchaban. La famosa maquinita pitaba al fondo. Harrison arpegeaba un re mayor en su guitarra acústica. "Te amo papi. No me pudiste dar más, de verdad que no. Fuiste el mejor papá que pude tener. Y vi como mis lágrimas cubrían su pecho. De pronto fue dejando de respirar. Su corazón dejó de latir para siempre. Yo me apreté contra él y lo abracé con todas mis fuerzas, y el se fue, volando como un búho a buscar lo más profundo.

Luego vino la funeraria, la vela, el entierro sin misa. Cuando regresé a su casa, cuando vi su casa por última vez, al menos de esa forma, como el la tenía arreglada, con sus cosas, todo se volvió violentamente real. Fue como si despertara y comprendiese, finalmente, lo obvio. Mi papá había muerto y nunca lo iba a volver a ver. Sentí que quería regresar a aquel momento y estar de verdad despierto. Agarrarlo con suficientes fuerzas como para que la muerte no se lo llevara, no lo arrebatara de mis brazos. Un dolor inagotable me golpeó. Entré a su cuarto. Me acosté en su cama y lloré. Luego me levanté y encendí su computadora. Le iba a escribir a mis primos. Era él último de sus hermanos vivo. No había generación sobre nuestras cabezas, sobre los hijos de esos cuatro hermanos que estaban regados por los Estados Unidos, y un par de nosotros en Nicaragua. Era mi deber que el núcleo no desapareciese, aunque irremediablemente iba a ser así. Abrí mi bandeja de correo y vi uno de la editorial tica a la que hacía más de seis meses había enviado el borrador de mi libro. Me decían que tras varias lecturas el libro les parecía atractivo y me ofrecían la posibilidad de publicarlos bajo su sello tras algunas correcciones. No supe qué pensar. No me alegré. Me llené de rabia. Pensé que mi papá jamás iba a leer aquel libro ni ninguno de mis libros. Había leído un borrador antiguo y algunos de los cuentos nuevos que pensaba añadir a una segunda versión. Pero sus manos nunca tocarían aquel libro. Esa fue la prueba irrefutable de su ausencia. Cerré el correo y pensé que decidiría después. Era momento de la vela.

El ataúd entró a la casa y yo pedí que se mantuviera cerrado. No quería ver el cadáver de mi papá. No quería recordarlo así. Sentía, sin embargo, que desde el hospital hasta la llegada del ataúd a la casa habían pasado años, años en los que no había visto a mi papá. Pero decidí que se mantuviera cerrado. Sobre la tapa pusimos varias fotos de él, con sus hijos, con sus nietas, de su juventud, con su esposa, varias conmigo, cuando era un bebé, en el patio de la casa. En parte, el fin de las fotos era que ningún curioso abriera el ataúd. Se me acercaron varios desconocidos consternados y pidiendo que les dejaran ver el cadáver. "¿No lo van a abrir para que lo veamos?". Aquello me pareció una profanación y fui aún más tajante. "No, no queremos abrirlo". Pasó la noche de la vela y llegó la mañana del entierro. Llegaron varios grupos de niños de las comunidades donde Libros para Niños había trabajado. Amigos de mi papá de toda la vida. Familiares. La vida de mi papá en sus diversas facetas reconstruida por la gente por la que pasó y que lo conoció. Era el momento de sacarlo. De llevarlo al cementerio y enterrarlo. Comprendí que nunca volvería a ver su cara y pedí, y esto fue un impulso, que me dejaran a solas con el ataúd.

Rocé la madera con mis dedos. Di unos cuantos golpecitos en el costado del ataúd. Quité las retrateras y levanté la tapa. Llevaba una cotona blanca. Su collar y el pelo peinado hacia atrás. Se miraba guapísimo. En una segunda mirada noté, no con poco horror, que una gruesa y oscura línea de sangre bajaba desde una de sus fosas nasales hasta su labio superior. Solté un pequeño chillido que ahogué entre mis manos. Corrí al baño, a su baño, y agarré una toalla de mano. Una de las empleadas se acercó. "Tiene sangre", le dije atacado, "tiene sangre en la nariz", y mojaba la toalla en el lavamanos. Me abalancé sobre el ataúd y abrí la segunda tapa, la de vidrio, y quedé cara a cara ante el cadáver de aquel hombre al que había amado durante todo lo que llevaba de vida. Pasé mis manos por sus mejillas y las sentí frías y duras como la madera del ataúd. Era la primera vez que tocaba un cadáver. Me estremecí, pero empecí a limpiar la sangre de su nariz. Llegaron personas, mi esposa y un par de personas más y me tomaron de los brazos. Me apartaron del ataúd. Me abrazaron. No había fortaleza en mí en aquel momento. Me condujeron con la multitud que esperaba el ataúd. Empezó a sonar Abbey Road. Esta vez era Come together, y así todo el entierro por todo Jinotepe hasta llegar a She came in through the bathroom window, Golden Slumbers, Carry that weight, The end y Her Majesty, con todo lo que significan.

1 jul 2011

"Cómo encontré al Superhombre" de G.K. Chesterton (1909)

autor: Gilbert Keith Chesterton
Traducción: Luis Báez

A los lectores del señor Bernard Shaw, y de otros escritores modernos, podría interesarles saber que el Superhombre ha sido encontrado. Yo lo encontré; vive en South Croydon. Mi hallazgo será, sin dudas, un duro golpe para el señor Shaw, quien desde hace años ha estado olfateando un rastro falso, y quien ahora busca a la criatura en Blackpool; y sobre la noción del señor. H.G. Wells, de generarlo a partir de gases en un laboratorio privado, siempre pensé que estaba condenada al fracaso. Le aseguro al señor Wells que el Superhombre de Croydon nació en la forma ordinaria, aunque él mismo, por supuesto, es cualquier cosa menos ordinario.

Tampoco son sus padres indignos del maravilloso ser que han dado al mundo. El nombre de Lady Hipatia Smythe-Brown (ahora Lady Hipatia Hagg) nunca será olvidado en el East End, donde hizo un espléndido trabajo social. Su grito constante de "¡Salven a los niños!" se refería a la cruel negligencia sobre la vista de aquellos niños a quienes se les permitía usar juguetes de colores estridente. Citaba estadísticas irrebatibles para probar que los niños a los que se les dejaba ver el violeta y el bermellón a menudo sufrían de visión defectuosa en su extrema vejez; y fue debido a su incesante cruzada que la peste del juguete llamado mono-en-el-palo fue casi erradicada de Hoxton.

La ferviente activista recorría las calles incansablemente, quitándole sus juguetes a los pobres niños, que usualmente se conmovían hasta el llanto por su bondad. Su buena obra fue interrumpida, en parte por un nuevo interés en el credo de Zoroastro, y en parte por el salvaje golpe de una sombrilla. Fue infligido por una impúdica vendedora de manzanas irlandesa, quien, al regresar a su apartamento de mala muerte luego de una orgía, encontró a Lady Hipatia en el cuarto descolgando una pintura que, para no ahondar en detalles, no era precisamente edificante para la mente.

A esas alturas la Celta, ignorante y parcialmente intoxicada, le asestó un severo golpe con su paraguas a la reformadora social, añadiéndole una absurda acusación de robo. La mente exquisitamente balanceada de la señora recibió un impacto; y fue durante una breve enfermedad mental que se casó con el Dr. Hagg.

Sobre el propio Dr. Hagg, espero que no haya necesidad de hablar. Cualquiera que se mantenga ligeramente al tanto de los atrevidos experimentos en Eugenesia Neo-Individualista, que hoy en día absorben todo el interés de la democracia inglesa, debe conocer su nombre y a menudo encomendarlo a la protección personal de un poder impersonal. Temprano en la vida alcanzó ese despiadado entendimiento de la historia de las religiones que alcanzó en su juventud como ingeniero eléctrico. Más tarde se convirtió en uno de nuestros más grandiosos geólogos; y llegó a esa audaz y brillante perspectiva sobre el futuro del Socialismo que solamente la geología puede brindar. Al principio pareció haber una suerte de escisión, una tenue pero perceptible fisura, entre sus puntos de vista y los de su aristocrática esposa.

Ella estaba a favor (para usar su propio y poderoso epigrama) en proteger a los pobres contra ellos mismo; mientras que él declaraba despiadadamente, en una novedosa y sorprendente metáfora, que los más débiles debían ir al paredón. Eventualmente, sin embargo, la pareja de casados percibió una unidad esencial en el carácter inequívocamente moderno de sus puntos de vista; y en esa esclarecedora y exhaustiva expresión sus almas encontraron paz. El resultado es que esta unión de los dos más elevados ejemplares de nuestra civilización, la señora a la moda y el médico que podría ser de todo, menos vulgar, ha sido bendecida con el nacimiento del Superhombre, ese ser a quien todos los labriegos de Battersea, día y noche, esperan impacientes.

Encontré la casa del Dr. y Lady Hipatia Hagg sin mucha dificultad; está situada en una de las últimas y más caóticas calles de Croydon, bajo una línea de álamos que la pasaba por alto. Llegué a la puerta hacia el ocaso, y naturalmente tuve la extravagante idea de percibir algo oscuro y monstruoso en el borroso bulto en que se me presentaba aquella casa que contenía a la criatura que era más maravillosa que los hijos de los hombres. Cuando entré a la casa fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hipatia y su esposo; pero mi vi ante una dificultad mucho mayor cuando quise ver al Superhombre, quien anda por los quince años, y es mantenido a solas en un cuarto atestado de silencio. Ni siquiera mi conversación con el padre y la madre logró esclarecer el carácter del ser misterioso. Lady Hipatia, quien tiene una cara pálida y lastimosa, y que va ataviada en esos patéticos e impalpables trajes verdes y grises con los que ha iluminado tantos hogares en Hoxton, no parecía hablar de su retoño con la vanidad vulgar de una madre humana. Di un paso atrevido y pregunté si el Superhombre era bien parecido.

"El crea su propio estándar, como verá", replicó con un tenue suspiro. "Visto desde ese plano es más que Apolo. Visto desde nuestro plano inferior, evidentemente..." Y volvió a suspirar.

Tuve un impulso horrible y dije de pronto "¿Tiene pelo?"

Hubo un largo y doloroso silencio, hasta que el Dr. Hagg dijo suavemente, "Todo lo que existe en ese plano es diferente; lo que tiene no es... bueno, no es, por supuesto, lo que llamamos pelo... pero..."

"¿No crees..." dijo su esposa, muy suavemente, "no crees que en realidad, para fines argumentativos, cuando se le hable al mero público, uno podría llamarlo pelo?"

"Tal vez tienes razón," dijo el doctor luego de unos momentos de reflexión. "Para hablar sobre un pelo como ese uno debe hacerlo en parábolas."

"Bueno, ¿y si no es pelo," pregunté un poco irritado, "qué demonios es? ¿Son plumas?"

"Plumas no, al menos no como entendemos las plumas," respondió Hagg con una voz horrible.

Me levanté no poco irritado. "¿Puedo verlo por lo menos?", pregunté. "Soy un periodista, y no tengo ninguna motivación terrenal más que mi curiosidad y mi vanidad personal. Me gustaría poder decir, al menos, que estreché la mano del Superhombre."

Ambos, esposo y esposa, se pusieron pesadamente de pie, con notoria vergüenza.

"Bueno, usted sabrá, por supuesto," dijo Lady Hipatia, con esa sonrisa francamente encantadora de las anfitrionas aristócratas. "Usted sabrá que él no puede exactamente dar sus manos... no son manos, comprenderá.... por su estructura, por supuesto..."

Rompí con todas las ataduras sociales y me apresuré hacia la puerta del cuarto que, pensé, contenía a la increíble criatura. Abrí de golpe; una oscuridad absoluta se tensaba sobre el cuarto. Pero de frente a mí llegó un pequeño y triste graznido, y de atrás de mí un chillido doble.

"¡Mire lo que hizo!" lloró el Dr. Hagg, sepultando su frente calva entre sus manos. "Dejó que una corriente de viento lo alcanzara; ahora está muerto"

Mientras me alejaba de Croydon aquella noche, vi hombres de negro cargando un ataúd que no tenía forma humana. El viento gimió sobre mí, retorciendo los álamos, de forma tal que se encorvaban y asentían como coronas de plumas en algún funeral cósmico.

"Eso es, precisamente," dijo el Dr. Hagg, "el universo entero llorando la frustración de su más magnífico nacimiento." Pero yo pensé advertir una risotada en el alto gemido del viento.

"un embutido de ángel y bestia"