5 abr 2009

Segunda Parte y Final de la Ficción "Con Sangre y Hermanos"

-Pulse **AQUÍ** para leer la primera parte de este relato-

Segunda entrega:



“El largo camino al triunfo y los fuegos que avivan la lucha”

29 de septiembre de 1978

Mañana

–Esos compañeros que caen son llamas que se van encendiendo en lo denso del bosque negro que la dictadura cierne sobre la patria, chamuyaba Reinaldo, como queriendo ensayar una suerte de rapto místico que escuchó de algún compa. Cada muerto es un fuego que aviva la lucha.

–Pero quiere huevo estar enterrando a los bróderes…, replicó otro que estaba ahí.

–Pues la lucha es dura; ahora el muerto fue él, pero podrías ser vos, o yo, el día de mañana; porque todos arriesgamos la sangre para regar el largo camino que nos llevará al triunfo. Mirá, no podemos ahuevarnos porque nos joden; ahorita concentrémonos en lo que estábamos, dijo Reinaldo, ya con otro tono. Además, ve…

Mientras Chema se acercaba, Reinaldo lo señalaba con un leve movimiento de cabeza.

–Puta, bróder..., replicaba el otro, mientras doblaba la visera de la gorra verde olivo y negaba con la cabeza.

–Bueno, ya avisaron que vienen desde anoche por vereda, no deben tardar en caer… ¡Chemita! ¿Cómo vamos, hermanito?, le decía Reinaldo, mientras le echaba un brazo al hombro.

Y la sangre le hervía

29 de septiembre de 1978

Madrugada y mañana

Anoche le cayeron por todos lados. Mientras unos se bajaban del jeep con las luces apagadas, otros se escondían bajo las gradas de una casa, y otros tres guardias subían por un poste de luz, en la esquina opuesta a la que Chentón se dirigía. Le montaron la redada y para cuando lo tenían acorralado sobre el techo de la Casa del Obrero, cerca del Parque Central, a eso de las tres y media de la mañana, ya había salido mucha gente a las puertas de su casa a asomarse.

Eran como quince guardias, armados todos, rodeándolo. Ordenaban a las personas regresar a sus casas y metían a culatazos a algunos. “¡Qué barbaridad!”, gritaba una señora, “¡Lo van a matar! ¡Si es de la edad de mi hijo!”, alegaba otra.

–Eso sí, era un santo el bróder aguantando el martirio; dicen que antes de matarlo le acribillaron los brazos y las piernas, de a poco, hasta que el plomo convirtió la carne en una masa viscosa y temblante.

La mirada de Reinaldo, mientras pronunciaba esas palabras, se extraviaba; quizá porque percibía la esencia misma de su destino, o porque a todos (desde los que acompañamos a los muchachos de largo y seguimos con gran respeto y admiración su lucha, hasta los que están más inmersos en ella) nos aterra pensar que algo si nos podría pasar, y pronto.

Mientras lo rodeaban, Chentón, que parecía que nunca le hubiese tenido miedo a nada, simplemente no reaccionaba. Se había, y lo habían, preparado para esto.

En un pueblo de menos de mil quinientos** habitantes, en el que la G.N. tenía sus cuarteles y comandos precisamente para prevenir levantamientos, optar por una insurrección solitaria siempre era un peligro.

Mientras Reinaldo relataba aquello, su tono iba bajando; era como si la sangre de su compañero, que había estado hasta entonces en la retórica revolucionara, bañando los largos caminos que conducirían al triunfo y siendo combustible para la lucha, hirviera ante él. Como si esa sangre se materializase, se volviera real o, lo más extraño, como si antes no lo hubiese sido. Retomando su rapto místico, agregó:

–No soltó un ni un grito… solamente el ¡PATRIA LIBRE!

Chentón, que era un diablo corriendo por los techos, dobló sus rodillas aquella noche sobre las tejas de la Casa del Obrero. Me imagino (y pude luego confirmar a través de testigos) que se trataba de una escena impactante: toda la manzana rodeada por guardias, un comando de ocho ya andaba sobre el techo; Chentón sólo veía a tres.

Primero fue la resistencia. Le rompió la nariz de un puñetazo a uno de los milicos, e inmediatamente, medio a gatas y medio arrastrado, trató de huir. No más de cinco metros después lo cercaron. Se puso en pie y fue como si la vida, al menos por ese instante, le hubiese regresado de golpe. Fuera del trance combativo, fuera de las historias que ya empezaban correr acerca de él, en las que el protagonista bien podría ser el propio Aquiles; sin una casa de seguridad, un escondite o una quebrada a la vista; sólo quedaba el muchacho de 17 años, con el rostro imberbe y tembloroso bajo la capucha negra. Un pibe al que le gustaba jugar béisbol y perderse en su bicicleta por aquellos caminos hasta que, gracias al azar, llegaba a un cruce desconocido del río.

Chema estaba petrificado, no lo creía. La sentencia “a tu hermano lo mataron” tenía, en ese momento, el mismo peso que la de “buenos días” o “el partido quedó cuatro a tres”.

Mientras interrogaba las caras huidizas de los otros compañeros, la muerte de Chentón fue ciñéndose sobre Chema, que tenía 14 años y quería ser como su hermano.

–¿Qu… qué? ¿Co… cómo? ¿Dónde? –la sangre le hervía. La reacción era más un odio sin destinatario, que la desgarradora tristeza que no tardaría en inundarlo.

Los pensamientos pasaban o demasiado rápido o demasiado lento, no estaba seguro, pero sí muy vehementes. El muchacho de 17 años estaba solo, tembloroso y de pie sobre el techo de tejas, cubierto por un manto de sudor que lo lamía y le provocaba sensaciones lejanas: la caricia de su mamá cuando caía enfermo; el mordisco que le pegaba a un marañón bien maduro, mientras sentado sobre el muro del cementerio buscaba pájaros para cazar, recuerdo que, inexplicablemente, lo acompañó hasta ese último momento.

Un chavalo de 17 años que, más allá de unas vagas nociones acerca de una libertad difusa –que, como dios, era hecha a la justa medida de cada quien, no sabía por qué, pero sí contra qué luchaba. Sí sabía que ahora, solo y rodeado por los guardias, parado sobre el techo de teja, con la luna poniente a su espalda, no podía esperar una gran variedad de destinos.

Mientras Chema oía todo aquello, pensaba en su mamá, en que no iba a aguantar la noticia, en que no quería ser él quien se la diera, pero no había otro. Era eso o esperar, si es que no había pasado ya, que algún vecino, o la propia guardia, le fuese a pedir que reconociera el cuerpo. En todo caso el tacto no vale de nada a la hora de dar estas noticias. Tanto vale decir “tu hijo se murió” como “se reunió con el señor”, o “su sangre riega el camino que nos llevará al triunfo”. El hecho es que estaba muerto y el mundo, y nosotros, que ya no ocupamos un lugar en su persona, lo queríamos de regreso, y nada más. ¿Qué sería el triunfo?, se le cruzó también por la cabeza. Todos los pensamientos oscilaban y se batían a duelo, pero siempre con la imagen del hermano, de ellos cazando pájaros con la tiradora sobre el muro que ahora lo acogía bajo su sombra.

No me fueron revelados mayores detalles sobre el momento en que los “compas” llegaron a reunirse con los muchachos. Sí sé que fue en ese mismo lugar, atrás del cementerio y en las quebradas del basurero, que se pusieron de acuerdo.

También sé que inmediatamente estallaron los primeros combates en el pueblo, y que varios de los muchachos, como Reinaldo, cayeron esa misma tarde con la pañoleta rojinegra cubriéndoles la cara. Cuando triunfe la revolución (probablemente mi ya avanzada edad no me permita ser testigo de aquello), seguramente se hablará de ellos cómo forjadores de la libertad; posiblemente sobre el campo de béisbol del barrio, que ellos mismos rozaron y rayaron con cal, se levante un estadio con sus nombres.

Supe que Chema se identificó como hermano de Chentón y se sumó (empujado por un muy sincero odio que lo cegaba y por la fijación de cobrarse esa muerte), desde ese día, a la lucha. Cuando los compas supieron de la muerte de su mejor colaborador en el pueblo, y uno de los combatientes más temidos de la zona, no pudieron rechazar la colaboración de su hermano.

Chema se entregó a la lucha. La última vez que lo vimos fue en el entierro de Chente, que se hizo unas dos semanas después, cuando la familia recuperó los restos; caminaba a los tumbos entre las cruces, luego como que desapareció, porque ya la guardia lo andaba buscando. Me enteré que Chema iba enrumbado hacia un operativo en los cafetales y lo alcancé mientras giraba tras un mausoleo.

–Chema… vení mañana que yo te banco, pibe, le dije, incapaz de disimular un quiebre en la voz.

Chema se detuvo, me miró de frente, me pegó un empujón en el pecho, para después apretarse contra mí y por un segundo ahogar un alarido que sentí vibrar en la médula del alma. Se limpió la cara (tan violentamente, que parecía querer borrarla) con la parte baja de la camiseta. Su mirada era como la de alguien que ya había vivido demasiado. Llevaba dos semanas con los compas y la expresión era la de un llano trance, como de un entumecimiento del alma. Chema y Chente, de 14 y 17 años respectivamente, eran personas ejemplares; hasta hace algún tiempo, los dos iban a clases por las mañanas y por las tardes inventaban cualquier cosa para llevarle plata y comida a su mamá. Cortaban las naranjas del palito que se encontraron por el cementerio y cuidaron por varios meses y, cuando había cosecha, salían en sus bicicletas con un cuchillo a venderlas, partidas por la mitad o peladas, con una tapita en el tope o en gajos. En el barrio todos los querían porque siempre ayudaban a todo mundo con sus quehaceres y mandados. Eran unos niños, a los que no me atrevo a llamar niños.

Chema lanzó una mirada repleta de odio. Le pregunté si lo podía ver para invitarlo a comer. Aceptó, con la condición de que le llevara la chaqueta que su hermano había dejado en la casa, y me prohibió terminantemente mencionar el lugar donde nos vimos.

Se la habían regalado los compas

12 de octubre de 1978

Anochecer

Era una chaqueta militar, de tela verde olivo; se la habían regalado los compas. La tenía metida en una bolsa negra en medio de un cerrito de abono, en una esquina del patio. La chaqueta tenía la sigla FSLN escrita con marcador sobre el bolsillo derecho, y una gruesa franja de tela rojinegra, sostenida con un nudo y gasillas a la manga izquierda. Era de buena calidad, aguantadora.

La noche anterior, mientras mis anfitriones dormían, fui y la tomé; no pensaba que hiciera mal porque quién podría ser más merecedor de aquella reliquia que Chema.

Me dijo que no podía hablar mucho. Aquel Chema que me llevó, hace ya un par de años, a conocer la salida al mar por los caminos del río; aquel chavalo que silbaba alegre, trepando rocas y bajando quebradas, no parecía el hombre sombrío y misterioso que tenía en frente.

Me habló del triunfo, que estaba lejos, que sólo la lucha insurrecta del pueblo acercaría aquel triunfo. Estaba más flaco, abatido, como dejado ir. Mencionó cosas sobre un operativo al que se estaba sumando, que iban por cafetales y potreros, que necesitaban mover unas armas y servir de refuerzos a los compañeros que luchaban en el pueblo hacia donde se dirigía aquella columna, y que nunca se supo cuál era. Me hablaba de todo aquello, mientras los quiebres de su voz iluminaban fugaces trozos de sí mismo. No me preguntó por su mamá, no tenía el valor; notó que me disponía a hablarle de ella, me arrancó la chaqueta bruscamente y dijo algo que no pude entender. Cuando se iba a marchar lo llamé para darle alguna plata. Tras tomarla, se largó. Creo que todos estábamos conmocionados por la muerte de Chente. No niego que al verlo largarse mi angustia se duplicó de golpe; me hubiese gustado, al menos, (…)[1]

II

Madre ponme en la chaqueta las medallas

Los zapatos ya no me los puedo poner

La casa desaparecida

Fito Páez

Nota preliminar a la última hoja del relato de Ernesto Castellano

Debo a una extraordinaria suerte de azar, y a un vendedor de libros usados, el increíble hallazgo de las últimas dos hojas del relato de, ahora sé, Ernesto Castellano Ojeda, antiguo periodista independiente de Buenos Aires y corresponsal para varias agencias en ese país, quien una vez retirado de su oficio se dedicó a escribir relatos de no ficción.

Nunca supe de dónde conseguía los libros este vendedor y lo último que le había comprado era un ejemplar del Teatro Completo de Antón Chejov, en pasta de cuero, a sesenta córdobas, y los dos tomos de la Editorial Nueva Nicaragua de las obras completas de Carlos Fonseca Amador, a veinte cada uno.

Un día me lo encontré de casualidad y me dijo, muy animado, que andaba algo y me estaba buscando para enseñármelo. De su mochila sacó, envuelto en una bolsa negra, varios documentos y libretas encuadernados artesanalmente con cordones cafés de botas militares y remaches de botones. Me dijo que se trataban de anécdotas e historias de los combatientes en la revolución.

Me los pasó y al agarrarlos noté cómo la cubierta se desmoronaba con el tacto. En las primeras páginas encontré una carta para una tal compañera Sara, firmada por J. L. B. (¿Sería José Lorenzo Balladares?), el volumen “hechizo”, además, contenía páginas de diarios de combatientes, recortes de periódicos, folletos, fotos, papeles, notas, cartas, todo del tiempo de la revolución y la insurrección. Casi al final, y de casualidad, como atraída por un imán, mi mirada se fue hasta una línea en la que se leía: “…varias descargas de plomo le iban destrozando primero la pierna izquierda, luego el brazo derecho, hasta que entre lamentos y alaridos el cuerpo de Vicente “Chentón” Molina, que era un diablo corriendo por los techos, se iba convirtiendo en una masa temblorosa de sangre y carne…”

Disimulé mi asombro. Sobre la hoja cuadriculada se leía el final del relato y al pie, la firma de Ernesto Castellano Ojeda.

Negocié con el vendedor y adquirí el libro por treinta córdobas. Me fui con una alegría que no me cabía en el pecho. Cuando llegué a mi casa y me dispuse a transcribir el final del relato, descubrí que los textos estaban agrupados en una especie de libreta, dentro del libro artesanal, y que la libreta contenía varios escritos de Ernesto Castellano Ojeda, que relataban diferentes episodios del diario vivir del pueblo de Nicaragua, en su segunda estadía, desde 1975 hasta su muerte en una trinchera del norte del país, el 20 de mayo de 1979, junto a guerrilleros sandinistas.

L.Báez/27.diciembre.10

Última Página

(No niego que al verlo largarse mi angustia se duplicó de golpe; me hubiese gustado, al menos,) despedirme de él apropiadamente.

En esos días, todo mundo sabía lo que pasó con Chente, y la versión era cruda: después que lo rodearon, un guardia le quebró varias costillas a culatazos. En el piso le quitaron la capucha y le dieron tres culatazos más, que le destrozaron un pómulo y le arrancaron varios dientes. La gente gritaba y algunas señoras lloraban alborotadas. Fue un bullicio aquello. Lo agarraron y lo fueron a matar cerca de su casa.

Algunos de los muchachos aseguran haberse escondido entre los matorrales aquella noche, y presenciaron cómo varias descargas de plomo lo iban destrozando. Primero la pierna izquierda, luego el brazo derecho, hasta que entre lamentos y alaridos el cuerpo de Vicente “Chentón” Molina, que era un diablo corriendo por los techos, se iba reduciendo a una masa temblorosa de sangre y carne. Lo quemaron y echaron en un hoyo, todavía vivo y cubierto de llamas.

En un enjambre de cables

Entre el 14 y el 22 de octubre de 1978

De Chema tuve noticias un par de meses después. Lo encontraron en un basurero, desbaratado, irreconocible, envuelto en la chaqueta de su hermano, con un dije de su mamá en el bolsillo. Yo tenía un par de días de haberme ido del pueblo.

Lo que he logrado saber es que, al cuarto o sexto día de aquel operativo, hubo enfrentamiento con la guardia en los cafetales. Varios murieron en ese lugar, otros huyeron.

Logré hablar con dos de los que andaban con Chema. Lo que me contaron no dejó de estremecerme hasta el llanto. La vida es dura precisamente porque está llena de bellezas efímeras.

El oficio me ha llevado a conocer extraordinarios ejemplos de vida; las pérdidas se acumulan y el dolor de cada una tiene su propio peso. Chema y Chente fueron para mí como hijos, como hermanos, como un negativo de mis cobardías. Fueron mis amigos.

En mi patria decimos: “desde que se inventó el bufoso, se acabaron los guapos”, aquí todo lo contrario.

Me dijeron que Chema era bastante impulsivo, le costaba obedecer de inmediato las órdenes, por lo que no se había logrado ganar la plena confianza de la columna. En el ardor del combate decidió subir a una torre de electricidad. Con el Fal al hombro trepaba y, sobre su cabeza, el enjambre de cables de electricidad ofrecía un cielo segmentado. Ya encaramado bastante arriba en la torre, la punta del Fal se le enredó en un cable de alta tensión. Las chispas atrajeron la atención de los guardias. Chema cayó y se fracturó la columna y el hombro. Todo su costado, la cara y parte de la pierna estaban quemados, en carne viva. Respiraba aún.

Dos compañeros lo trataron de llevar, junto a un grupo que huía, pero unos guardias los capturaron casi de inmediato. Los condujeron a una finca y los mataron. Cuando encontraron el cuerpo de Chema, envuelto en la chaqueta, se escuchó decir:

-¡Si es que es un diablo el Chentón hijueputa! Esos guardias lo van a tener que matar mil veces más…

No he podido regresar al pueblo y explicar la cuestión de la chaqueta. Quizá por temor, quizá por cierta culpa que me atormenta muy en lo hondo.

Ernesto Castellano Ojeda

13 de mayo de 1979

Algún lugar de las montañas de Nicaragua



[1] Aquí termina la última de las páginas que encontré; al menos los detalles referentes a la muerte de Chentón fueron bastante esclarecidos por el autor. Sobre el destino de Chema, del que nada se sabe, sólo resta conjeturar. Nota del Transcriptor.


"un embutido de ángel y bestia"