28 sept 2009

Julio 1:9

Varias punzadas (que le batían el plexo como lombrices nerviosas y que cuando se sentó en el sofá luego de insertar el DVD en el reproductor y de encender el televisor, se convirtieron en un vacío ancho y tibio un poco más a la derecha) lo hicieron sentir profundamente desdichado.

El DVD empezó a correr.

En la pantalla de menú seleccionó los comentarios en inglés. Adelantó las imágenes del Orange Bowl, del público, de los ricos y famosos que entraban con sus puros caros y con sus trajes elegantes y con mujeres bellísimas del brazo, de los comentaristas hablando sobre la pelea, sobre las posibilidades, de entrada inimaginables, de un combate entre tan grandes boxeadores; uno, un peleador sublíme que dilataba la belleza del deporte hasta lo desmesurado, una máquina exquisíta y letal; el otro, un tornado de inminente aniquilación, decían a toda velocidad y sin volumen. Ellos dos saliendo por el pasillo y subiendo al ring.

Presionó play siete segundos antes que la campana sonara y dejó correr el primer round.

Poco antes que el round acabara adelantó la pelea hasta el trece y lo dejó correr; cuando empezó el catorce se tomó de un trago lo que le quedaba de Gran Reserva en el vaso y, mientras se acomodaba los anteojos de marco rectangular sobre la nariz, inclinó su cuerpo un poco hacia adelante, como para ver mejor.

Una, dos izquierdas. Solamente está midiendo. Todavía podría ser cualquiera de los dos,

Él trataba de mantener la calma pues presión o disgustos era lo que, en ese momento, menos necesitaba.

Su mente y su mirada, que vagabundeaba por los pliegos de Plycem del cielo raso, regresaron a la figura de los dos peleadores en la pantalla: uno, dos, tres... La defensa del tricampeón sucumbía mientras Pryor inauguraba su obra maestra.

De su mente desapareció, por un segundo, el brillo rectangular de la pantalla y fue sustituido por un círculo profundo, un brillo que se movía al fondo. Brillo y reflejo de oscuridad. Un anillo, pensaba Alexis, no un ring. Bueno, sí, allá en Miami sí. A ring. A bowl... the Orange Bowl. Nicaragua is kind of orange. Are you ok? I love your father!, recordó y se dijo: sí que soy un caballero. Yo amo a mi padre. The most valuable thing you have, Mancini.

Cuatro, cinco, seis... siete, pasó por arriba.

Lo único valioso que tengo, pensó ante la gran pantalla de cristal líquido... soy lo único valioso que él tiene tambien. Destrozada, como una lluvia de adoquines. No hay defensa. Ya no puede ser cualquiera de los dos. Es bueno, de verdad que es un hombre, se decía Alexis en la sala iluminada por la luz oscilante del televisor. Not like that kid Mancini, me dijo aquella vez. Este caballero sí sabía lo que decía.

Aunque, la verdad es que yo tambien vine de la calle. Eso sí no me gustó eso que me lo dijera, que él nació en la calle, sin zapatos. Same thing happened to me. Pero si yo tenía zapatos era por mi padre, por Cebollón. Él los hacía. Pero claro, nunca los mejores, lo más barato para la familia.

En la pantalla, Pryor lo mandaba hacia las cuerdas y Alexis bajaba la mirada, tal vez porque se quería ver destrozado, como hace mucho no lo hacía, o quizá recordó los zapatos.

Algo así como que el sexto golpe de los veintitantos fue lo que lo hizo retroceder hasta las cuerdas. Su zapatos, y él los vio, trastabillaron torpemente desde el centro hasta el borde del cuadrilátero, como dos palomas heridas a las que uno ya tiene rodeadas y está a punto de cazar.

Nunca los mejores para la familia. Yo no soy así. Lo mejor, siempre, para mis hijos, para todos en realidad. Era diferente; mi papa nunca tuvo la misma suerte. Tendría yo ¿qué? ¿seis años? Yo lo miraba entre lágrimas. No comprendía, entonces él era tan fuerte. No se rindió. Claro, después comprendí que era el Cebollón que todos conocimos. Pero en ese momento me quedó la impresión.


Cuando rebotó sobre las cuerdas, los ojos se le cerraron por un segundo que comprendía una gran área blanca, o lechosa, un segundo que no era tiempo ni espacio, un segundo que era nada, y por tanto,era eterno. La última imágen era la de aquel negro, de piedra, una verdadera ave de caza destrozándolo sin piedad. Por reflejo, levantó inútilmente la defensa.

Ya ni los contaba...¿Diescisiete, quince, veinte?

Se imaginó lo que su padre pudo haber visto desde aquel pozo. No sabía por qué. No pensaba en otra cosa. Nada, negrura líquida revolviéndose en la oscuridad. Pero él no sabía esto, o no podía estar seguro. Tal vez solamente pensaba en el círculo de luz, de tarde lechosa que solo podría ver desde dentro. Tal vez él era un optimista. Claro, saltar a las tinieblas para alcanzar la luz. Pero sin la luz las tinieblas no existirían, o lo serían todo, entonces no existirían. Una interesante relación, justo ahí. Alto ¿Estoy muriendo?

Pryor lo destruía, Alexis hace rato había perdido la conciencia. No, pero no moría.

No hay mejor lugar para morir. A ver, ¿cuál hubiese sido su última visión? Un tunel muy oscuro con una luz al final, y su cuerpo muriendo entre algo líquido. Agua, lodo, mierda. ¿No es eso la muerte? Momento...

Echó una larga y oscura mirada a la habitación. No miraba la habitación. Miraba su vida, en un segundo, todos los hechos superpuestos y alternandose. Ya al final, la campaña, los del partido, la gente de los barrios. Campeón, lo llamaban otra vez. Él realmente le quería regresar algo a esa gente, los recibía todos los días en su oficina. Esta es mi última gloria. Lo tenía en el cuarto round, pero necesitaba aprender esa lección...

Y ese túnel negro, húmedo y lleno de mierda en el que se reconocía no lo tomaba por sorpresa. Simplemente recordó que la macana y las palas con las que lo había cavado las había dejado colgadas en HODERA, y recordó la zanja. ¿Divertido, no? Esta zanja fue donada por el campeón Alexis Arguello.

Sobre la caja del DVD se desmoronaba el último cerrito de coca.

Levantó la caja y se la puso sobre las rodillas. 23 golpes y Alexis estaba en el suelo. Clase pelea, pensó. Presionó el botón de menú, y puso los comentarios en español.

La campana volvía a anunciar el primer round.
Con el filo de su cédula arrastró el cerrito de coca y aró tres surcos blancos, el título del DVD quedó descubierto: Arguello vs. Pryor. 1982, The Orange Bowl, Miami.
Sí, mi padre quiso morir ahí, en un bowl, en un ring... en un pozo, pues.
No, él no hablaba inglés.
Realmente quería morir. Realmente no sabía si había agua o no al fondo del pozo. Probablemente solo había escuchado que la gente así se mataba. Todos oímos el agua revolverse de repente. No me pareció increible. En realidad el hombre se sentía solo. Agobiado de tantas responsabilidades. Digo, ocho hijos en esa situación, no es cualquiera. Tenía derecho a echarse sus tragos con sus amigos. Ocho hijos. Alexis levantó su mano izquierda y la puso ante su rostro. Vio la cicatriz. Vio a sus siete hermanos sentados a la mesa. Vio su propia mano izquierda tratando de alcanzar un segundo trocito de carne e inmediatamente el brillo plateado del tenedor de su hermano que se ensartaba en su mano y la traspasaba.
Claro, por eso soy boxeador. Necesitaba ayudar con algo. Es lo más justo, yo soy un hombre.

¿Quería ser boxeador a los catorce? Tenía que, no había otra cosa que yo pudiera hacer para ayudarlos. Y cuando llamamos a los bomberos y seguía vivo. Puta, eso es derterminación. Ellos le tiran una silla amarrada a una cuerda, claro para sacarlo del pozo al que se acaba de tirar. Y lo pensó. Duró buen rato en decir “listo, trépenme”. Digo, estaba decididísimo. Soltó la cuerda de la silla, el nudo pudo darle problemas, por eso tardó, la verdad no creo que tuviese que pensarlo mucho. Pero bueno, fue genial, ¿no? Al hombre le tiran una soga con una silla, y el suelta el nudo solamente para volverlo a hacer alrededor de su cuello.

“Bueno, trépenme”, gritó desde el fondo.

Entonces, Alexís solo tenía seis años y esperaba ver a su padre emergiendo del pozo, tranquilamente sentado a la silla, como un rey de las cloacas. Un gran alivio luego de semejante horror. Pero no, su padre se había echado la cuerda al cuello y emergía empapado y como convulsionando, con la lengua de fuera y la cara morada. Pero aún vivía.

No porque el lo hubiese decidido, pensó el campeón. El era un hombre con determinación.

¿A mi alguien me ayudaría si sobrevivo?

Aaron Pryor destrozaba a Alexis una vez más en la pantalla de cristal líquido. La figura de Alexis, recortada por la pantalla, se levantó de repente y presionó una mano contra el pecho. Con la otra apagó el televisor. Una brutal taquicardia lo asaltó de pronto, algo relacionado a su problema cardíaco, a la reciente recaída, mucho bacanal y muchos vergazos no van bien. Pero no. Sentía en su corazón algo como un pozo oscuro que latía desbordante de oscuridad e infestado por toda clase de alimañas. Un pozo que había sido llenado con mierda y lodo.

Pero en un pozo común y corriente, sin luz, a lo sumo, uno puede oler esto o sentir el roce de aquello, pero no, en ese pozo aún brillaba la luz inmaculada de un campeón, de un artista puro. Y gracias a esa luz Alexis no solo intuía a las cucarachas y los gusanos batiéndose entre el lodo y la mierda, sino que los miraba. Miraba como se arrastraban y lo rodeaban. Los miraba cubriendo las paredes y desmoronándose desde ellas. Los miraba lamiendo a sus hijos, a su gente, a su país. Los miraba por todos lados y ya la taquicardia era insoportable.

Caminó un rato por la casa, sin rumbo. Bajó a la cocina y se sirvió un vaso con agua.

Desde la ventana se podía ver una franja larga de cielo, una que parecía emerger de las enredaderas y de las espinas que cubrían el muro. Una larga franja de cielo morado, atravesada por un par de cables de electricidad y por unas pocas nubes breves y horizontales.

Vio su rostro formarse en el círculo de agua cristalina que se movía dentro del vaso donde también vio varios destellos que lo rodeaban y que eran como diminutos reflectores y flashes de cámaras.

Cuando agarró el vaso y se destrozó el reflejo, mientras el agua le bajaba por la garganta y le caía pesada y fría en el estómago vació, Alexis fue inundado por una paz larga, blanca y lechosa.

No era una luz, si no algo que penetraba más que una luz.

Era una paz momentánea y necesariamente pasajera.

Soy un campeón, se dijo, a pesar de Pryor, sigo siendo un campeón, a pesar de cualquier cosa, yo soy un campeón y eso nadie me lo quita.

Una paz infinita, pero necesariamente pasajera, que estuvo ahí por un par de horas, hasta que la madrugada empezó a desvanecerse para ceder ante una luz débil y tierna que más tarde sería luz fuerte y unánime en un día caluroso, quizá con una lluvia momentánea que rápidamente se evaporaría desde las calles de Managua; fue una paz que por un rato le quitó la taquicardia, hasta que un balazo le quitó esa paz y todo fue, ahora sí, blanco y luminoso.

4 sept 2009

4454

4.4.54


–A pesar de todo, me venís a ver aquí…, dijo la voz, que se estremecía desde una esquina del cuarto, seca y ardiente, como un campo de algodón a medio día.
El grave silencio que mantenía el otro se diluyó de golpe:
– ¡Tráiganle agua, por lo menos!, ordenó a un guardia, desgarrándose un nudo que le apretaba la garganta.

…sombrío jadeo espectral; pasta trémula y reseca,
olvidada hace tiempo sobre el armario.
…al fondo del río y
en danza circular
peces mordiscones
traen a flote
un brazo dinamitado:


d
a
n
z
a
v
a
n
z
a retroceden y
avanzan.

F
o
r
m
de rostro deshecha
en la oscuridad del tiempo.
n ¡ignorado patriarca!
i
g Forma de rostro
m diluida:
a gruesa resina
t chorreando
e ramas abajo
en el árbol
de frutos constelados…

–Sos mi amigo, Luis, reanudó la voz, raspando la oscuridad del cuarto. Aquella vez me abrazaste delante de toda esa gente.

Sí, soy tu amigo, Adolfo; soy tu amigo, y aquí estoy, en el preludio de tu muerte, a pesar de todo; soy tu amigo, y no me juzgués. No todos somos héroes.
–¡Já!, “Héroes” –exclamó mí voz—.Vos sos, más bien, de esa terquedad que forja héroes: terquedad de piedra de río y de pira fúnebre.
Ya llegamos,
en el camioncito
que revienta de algodón
sobre la carretera negriazul
acuosa bajo el sol…
El preludio de tu muerte… e insistís que sea magistral:
traje de noche, maculado de estrellas; batuta en mano y despachás un soplo de olas que danza alegre entre el pelo de Lilliam: pianíssimo;
tu figura de pie, elegante sobre la roca seca y vieja que corona el acantilado: el agua baja su nivel y la franja húmeda que la oscurece queda desnuda —mezzo piano—: 17 cangrejos cesan su danza mecánica, el sol se deshace sobre ellos.
Sforzato: Batuta de glicerina y sangre en mano: forte: el brazo quemado se pierde en lo alto junto al escupitajo negro y espeso. Caen toscos, esquizofrénicos.
Fortíssimo: vidrios rotos. En su trayectoria aérea dibujan una rosa de los vientos. El público exclama. Se encienden los reflectores y rompen los aplausos.
Al ritmo de los brazos, olas de espumosa sangre ascienden y en lo alto se cruzan con pesados jirones de terciopelo negro; caen sobre el tablado donde tu figura, a la par de tu sombra, se desdibuja oscura: fortíssimo forte.
El telón baja puntual y sin asombro,
seguro como un ocaso.
El público llora, grita
y aplaude eufórico,
las luces se encienden;
todos salen.

La puerta se abrió y el umbral desdobló un débil brillo que recortaba la figura de varios guardias que, en cuclillas, intercambiaban cigarrillos y un encendedor, mientras otros, de pie, comentaban con gran solemnidad acerca del ex teniente que tenían preso y torturado. La puerta se volvió a cerrar y los pensamientos se reanudaron dentro del cuartito oscuro, más apacibles.
Aquella vez estabas flaquísimo, ya sabíamos que te acababan de sacar y yo te pensaba ir a visitar uno de esos días, con el pretexto de hablar asuntos de negocios; pero esa noche te encontré saliendo del cine y no hubo pretexto.
El guardia que había entrado garabateó algo sobre una libreta; desde el patio interior del cuartel de Las Esquinas el sol desmayaba sus últimos y pálidos rayos. El ex teniente de la G. N. había sido capturado en los cafetales de la zona, junto a una columna insurrecta cuyo fin era ajusticiar al dictador, y estaba a punto de ser ejecutado.
–Mis hijos…, le costaba decir a la voz que se marchitaba como un eco sin origen. Cuidalos.
Un frasco de tintachina rojamagenta tornasol abresangre río abajo. Una pasta trémula de carne jadeante empuña la hoja de acero bañada de rocío que corta el caudal de la selva oscura, se abre paso veloz tronco abajo: tinieblas tan densas que podían palparse; sangra el tronco: muere padre, nace espíritu: desde las raíces crece una voz de trueno en densa nubenegra de infinitas hormigas: “Hacia la media noche yo atravesaré el país de Egipto”...mastica hijos.


el zelote insomne



En los días y momentos previos a la captura, en Managua se desarrollaba una serie de episodios que fueron decisivos para el total fracaso de la operación.
No hace mucho habían entrado a Nicaragua desde Costa Rica y todo iba saliendo mal; primero, porque el telegrama (en el que avisaban que la fiesta donde planeaban capturar a Somoza se había cancelado) llegó a Costa Rica cuando ellos ya habían salido. Luego, de los 150 hombres que se necesitaban para tomarse la Loma (tal era el segundo plan) solo estaba la mitad, porque en la reunión del día anterior, tras un altercado entre Emiliano Chamorro y Báez Bone, Chamorro decidió retirarse y no poner a los suyos.
El desvelo, las pastillas y la tensión del operativo ya tenían loco a uno de los que permanecía en la capital, y al tercer día, mientras hacía posta, empezó a delirar con que lo perseguían. Se levantó alterado y tomó un vehículo. Una fuerte taquicardia y una obstinada paranoia lo hacían apretar el acelerador hasta el fondo. Al cabo de un rato, un jeep de la guardia lo paró.
–¡No me torturen, por favor!, lloraba con acelerada respiración. Voy a contarles todo, se lo juro, les doy nombres, lugares, ¡todo!
–A ver, ¡bájase!, ordenó uno de los guardias mientras lo jalaba de la camisa.
–Está fundido este desgraciado, dijo el otro entre risas.
–Va de viaje si, respondió el otro.
Llegaron al cuartel, y entre sollozos lo sentaron esposado sobre un banquito de madera.
–Dale perro, contá pues, vociferó uno de los guardias mientras le golpeaba la nuca.
–Si señor, escúcheme si, que le juro que es la verdad, no me hagan nada… es grueso esto, dijo con repentino tono de complicidad. Están metidos un montón de ex guardias y gente de otros lados, balbuceaba entre jadeos. Varios presidentes les están dando plata y armas desde hace rato a los exiliados; entramos desde Costa Rica por el Lago, y de ahí llegamos cerca de Managua por el río Tipitapa, aquí nos ayudaron los del PLI y los Conservadores, y ya varios de adentro de la guardia están sublevados. Pero todo ha fracasado: la fiesta en el club se canceló, hay la mitad de hombres. Manuel Gómez, el que luchó contra Sandino está en esto también, el proponía armar una guerrilla y levantarse desde Las Segovias, pero al final se optó por tender una emboscada para capturar y matar a Somoza, en una curva de la carretera de las Sierras, porque hoy es domingo, y seguramente va a Montelimar, dijo como si pronunciase una sola palabra; ya más calmado agregó, pero los van a matar, ya todo está perdido…
Los guardias lo miraban entre risas y asombro.
–Este jodido esta arriba de los palos, dijo un guardia en tono de burla.
–Debe ser, pero oí todo lo que sabe… mejor avisamos, respondió el otro.
Levantaron el teléfono y se comunicaron con Somoza personalmente.
–Debe ser algún loco, pero tortúrenlo por cualquier cosa, ordenó la voz desde el teléfono.
–Que le demos dice el General.
El trance de las pastillas lo mantuvo despierto y conciente durante todo el suplicio, luego perdió el conocimiento; rato después, se despertó amarrado a una silla metálica, hecho un bulto tembloroso y sangrante, con varias costillas y dientes rotos, una superficie de sangre y carne palpitante cubría el espacio desde donde las uñas fueron arrancadas. Repetía la misma historia, lo que convenció a los guardias y al propio Somoza. Se puso en alerta al ejército y rato después los aviones de la guardia cruzaban el cielo de Managua.
la quinta palabra
¿Tiene sentido esto?, me preguntan Ernesto y Pedro Joaquín. Una postal de un amigo que recién llega a Valhalla, y en lugar de contarme cómo le va, qué tal el clima en Asgard, si ha conocido gente nueva, se acuerdo de esto. Cómo no va a tener sentido. ¿Por qué no descansás, Adolfo? Me mandás notitas comprometedoras, buscando que me joda la guardia.
Ya casi un año desde que habían asesinado a todos los del levantamiento. Algunos de los sobrevivientes estaban en el exilio. Varios de los conspiradores, e incluso gente que nada tenía que ver, estaban presos o asilados.
–Aja… ¿Y de dónde sacaron esa babosada?, preguntó Luis Pallais, disimulando su terror.
–Pues la ouija1 que me diste, respondió Pedro Joaquín. Solo Báez Bone contesta, dijo sin bajar la mano que mostraba el papel en el que se leía:

Luis amigo que me abrazó
delante de mucha gente
y me dio agua antes morir


la cacería

No referiré muchos detalles en cuanto a la captura de la columna, solo diré que todo fue un fracaso, y acabaron bajándose del camioncito en el que iban en diferentes puntos de la carretera. La Guardia venía atrás y empezó la cacería humana. Como dije, no referiré mayores detalles a este baño de sangre, pasajes muy interesantes y de gran utilidad histórica (y a la vez contradictorios con mi versión) se encuentran en el libro de don Chuno Blandón, Entre Sandino y Fonseca. Edición corregida y aumentada, y en el del padre Ernesto Cardenal, Revolución Perdida.
Solo diré que a Báez Bone lo capturaron vivo y fue conducido a los aposentos del propio Somoza para ser torturado. Iban a matarlo, eso ya estaba decidido.
ecce homo
In nominee Patris
Et filii
Et Spiritūs Sancti


_____________ El Nuevo Diario_______Sábado, 4 de abril de 2009
PARRICIDA ESPERÓ A QUE TODOS DURMIERAN PARA COMETER CRÍMEN
Camisa como silenciador para matar a hijo

*Padre cargó en sus brazos a Jacob de Jesús, su hijo de nueve años, para llevarlo de la cama al Sofá, donde le hizo un disparo en la cabeza.
*Luego, volvió a llevar el cadáver a la cama, cubriéndolo con una sábana y lo hizo resucitar al tercer día.

David X. Pasos

Las luces del aeropuerto de Guatemala parpadeaban torpes y sin destinatario. Sobre las arterías de la capital las tropas yankees hacían sonar sus botas, mientras escoltaban al coronel que entraba triunfante tras haber invadido su propia patria; la orgía de sangre y muerte se inauguraba.

–…since you come from Galilee,
then you need not come to me.
You're Herod's race!
You're Herod's case!


Lo pudo haber evitado si hubiese contado con buzones en el momento en el que el pueblo le pidió las armas para defender la democracia y la soberanía de la patria. Hubiese tenido al menos parte de esos buzones si su amigo Báez Bone y su columna hubiese triunfado en Nicaragua y enviado las armas que Somoza tenía en el aeropuerto Las Mercedes, y que, una vez recuperadas, serían destinadas a la lucha del pueblo guatemalteco.
Desde la pequeña habitación del aeropuerto y a través de la ventana, aturdido por los flashes y las cámaras, el presidente derrocado clavó sus ojos valientes en el cieloceánico de alquitrán y estrellas, luego su mirada se distrajo con las alas de cera de la avioneta que lo esperaba: unos días en México; la solicitud de negación a la sangre en Suiza; el aislamiento en París y el acoso de la policía francesa; el asilo brindado por el bloque comunista: Checoslovaquia, dónde lo recibirán con recelo y desconfianza…

–Talk to me Jesus Christ.
You have been brought here
Manacled, beaten by your own people.
Do you have the first idea why you deserve it?

De Praga a Moscú, y de ahí a China. Asilo en Uruguay, y la invitación de Fidel, en 1960, para que viviese la Revolución Cubana.
–Por acá, dijo un militar. Suba los brazos, le ordenó mientras le desabrochaban la faja.
El aeropuerto se infestó de una multitud de cíclopes sanguinarios que estallaba en carcajadas y fortísimos golpes de luz. Se burlaban e insultaban a aquel hombre destrozado, mientras era desnudado ante todos. Las cámaras lo acosaban desde todos los ángulos. En un brusco movimiento, sus pupilas engulleron los rostros de los que ahí se encontraban.
Mientras Jacobo desabrochaba el último botón de su camisa blanca, el arma de un militar soltó un fuerte escupitajo de fuego y plomo con el que la muchedumbre se disolvió.
–Then you’re a king?
–It’s you that say i am! I look for truth
and find that I get damned!
–But what is truth? Is truth a changing law?
We both have truths. Are mine the same as yours?


La muchedumbre regresó incontenible. Lo escupían e insultaban a su familia, a quienes también hicieron desnudar.
Luego de mucho vagar por el mundo, Arbenz será acogido, como huésped de honor en la Habana (porque la Revolución si triunfará). Gran hospitalidad recibirá Jacobo de Fidel, su anfitrión, tanta que este último liberará al hijo de su huésped luego que atropelle y mate a uno de los queridísimos amigos de Castro. Lleno de vergüenza por el homicidio culposo perpetrado por su hijo, abandonará la isla sin que se lo pidan, y se trasladará a Suiza.
Luego descubrirá el amorío de su esposa con un agente cubano, quien le impartirá clases de alemán durante el asilo, y de quien Arbenz será víctima de numerosos chantajes por muchos años; luego, su hija, la actriz Arabella Arbenz, se suicidará como resultado de una discusión con su novio, el torero y actor Jaime Bravo; luego de tantas tragedias regresará a Suiza, donde la soledad y el alcohol serán sus huéspedes permanentes e indeseados. Su Odisea alcanzará el último capítulo cuando Arbenz se instale por un tiempo en México, desde donde mantendrá la esperanza de regresar a su Ítaca, esta vez no victorioso, al lecho donde no lo esperará la mujer que lo ha de traicionar, ni el hijo que lo hiará salir de Cuba, las únicas dos personas que le quedarán en el mundo.
Durante una de sus noches en México, el alboroto de los truenos y la fortísima luz de los rayos lo provocarán una ansiedad inexplicable. Se dispondrá a tomar un baño de agua caliente; cuando el agua empiece a hervir dentro de la bañera, él se desnudará a la vez que la luces de los rayos desnuden el cielo del D.F. Repentinamente verá su cuarto de baño repleto de rostros. La voz de la tormenta se confundirá con los gritos remotos que hoy lo humillan en el aeropuerto de Guatemala, la luz de sus rayos, con los flashes de las cámaras.
–Behold the man, behold your shattered King
–We have no king but Caesar!
–You hippocrites, you hate us more than him
–We have no King but Caesar! Crucify him!
–I see no reason. I find no evil.

this man is harmless, so why does he upset you?
he's just misguided, thinks he's important,
but to keep you vultures happy I shall flog him!
–Crucify him! Crucify him!
Crucify! Crucify! Crucify! Crucify!
Pilate, remember Caesar. You have a duty
to keep the peace, so crucify him!
Remember Caesar. You'll be demoted.
You'll be deported. Crucify him!

La camisa blanca que hoy cuelga en el aeropuerto de Guatemala, colgará de una pared en su apartamento de México. El mismo cuerpo desnudo y derrotado. La misma carne y los mismos ideales, pero ahora amontonados en pestañas de papel viejo en la boca del estómago; el mismo destino, que se demora pero no olvida. Se arrodillará ante el agua casi hirviente de la bañera, desde el fondo agitado verá la figura de algo que parecerá ser su propio rostro, luego comprenderá que se trata del de Castillo Armas, luego de todos sus compañeros en la academia militar, (sobre todo rescataba la figura de Báez Bone), y por último entenderá que se trata de la muchedumbre que hoy lo ataca. Todo se llenará de un blanco amarillento que crecerá en su cuerpo, a la par de un incesante hormigueo. Perderá el equilibrio y de golpe zambullirá la cabeza y la mitad del cuerpo en el agua hirviente. Ahí permanecerá por tres días. El calor le arrancará la vida de a poco, a la vez que el agua caliente ahogue sus pulmones, será una carrera nefasta. El destino sabrá urdir dos de las formas de muerte más insoportables, y hacerlas converger sobre este hombre, de quien un amigo, a manera de epitafio, expresó que “…pasó por el mundo dejando una huella luminosa en el corazón de su pueblo y de los amigos que conocimos a fondo la generosidad y la entereza de su acerado espíritu, no estuvo en su mano eludir el fracaso final ni las desgracias a que parecía estar signado”.

iesous ton barabban

Los Somoza agarraron la camisa que colgaba de la pared, se la pusieron y empezaron a subir la escalera.
Imponentes, los carnosos Somoza padre y Somoza hijo llegaron desde lo alto de la escalera, trayendo consigo un tazón de espuma sobre el cual un espejo y una navaja yacían cruzados. Se pararon ante los dos rebeldes capturados, sobre quienes ya habían dado orden de “no tocar”, pues ellos se encargarían en persona, esto, meses antes del derrocamiento de Arbenz.
Somoza García (victimario) y Báez Bone (víctima) se conocían perfectamente; años antes, antes de los golpes de Estado, Somoza había sido el padrino en la boda de Adolfo y Lilliam, pues Báez Bone era un destacado militar dentro de las filas de la Guardia Nacional que Somoza lideraba. Años después se reveló y vino la Legión del Caribe, Arbenz, Figueres, algunas de las cosas relatadas y finalmente, el 4 de Abril del 54.
Somoza padre recordó la voz del embajador estadounidense que estallaba violentamente hace ya años.
–Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify! Crucify!, ladraba la voz desde el auricular del teléfono.
–But, mister ambassador, what about the people, they don’t see him as a bandit, they think he is a hero… Their fucking Messiah! Fuck, he doesn’t even want to be president… I mean, how could we kill him without the dread of a revolution? What would be the excuse?
–I don’t give a shit, Somoza; I don’t give a shit about you and your bloody excuses!, dijo desesperado. We didn’t pick a coward to lead the Nicaraguan Army, did we? You have to destroy him. He neutralized our invasion army with only thirty fucking hillbillies of this shitty country of yours; you’re in troubles Somoza, you better eliminate that fucker before we eliminate you!, prosiguió con tono más calmado. Is that clear?
Su mente regresó a la habitación del Campo de Marte, y se topo repentinamente con sus propios ojos que lo escrutaban desde el espejo rectangular, lo bajó un poco y escuchó el largo y cínico discurso que pronunciaba su hijo, discurso al cual Báez Bone, atado a una silla, respondía con irreverencias, insultos o retos. Tal fue el curso de las palabras, hasta que Somoza García, que solo había hablado con el detenido cuando recién había llegado, y que permanecía rasurándose silencioso, desde las sombras, hastiado por la necedad de Báez Bone, ordenó que le cortaran la lengua.
–Y ahora, dijo Somoza García acercándosele mucho a la cara y clavando su mirada en los ojos brillantes sin prestar atención a la espesa y oscura sangre que chorreaba de su boca, ¿qué me decís Adolfo?
Báez Bone ni parpadeaba. Solo le regresaba la miraba, mientras algo parecido a una sonrisa ensortijaba sus labios.
¡La camisa! ¡la camisa! ¡la camisa! ¡esa va a ser tu ruina hijoeputa! no te queda mucho ellos bailan alegres y las charolas trazan sus trayectorias circulares entre la gente una abandona su rotación se eclipsa y Bang! Bang! Bang! te fuiste! mirá como me tenés ¡tocá mi sangre! ¡tocala! está fría porque tengo veneno, sabés? ¡Sentilo! ¡sentilo! ¡comemierda! ¡sentilo hijuelagranputa! del Santo Salvador viene tu ruina por el Monte Ribas León un pueta Te fuiste tiste Ni adios dijiste Por el brazo muerto de mi padre que no te librás de mi sangre que te perseguirá ni de mi veneno frío y seco amén! BANG! BANG! BANG! Stick the map motherfucker! Tiquimáu! te va a alcanzar por mucho que tardés en morir no tenés gran variedad de destinos BANG! BANG! BANG!
–Aja Báez Bone, ¿qué me decís ahora?
La sonrisa no se le quitaba del rostro.
–¿De qué se ríe este imbécil, papá?, preguntó el hijo acercándose mucho al condenado. Casi en el acto la expresión de Báez Bone se convirtió en la de un animal sanguinario en plena cacería, y de repente, junto a un grito de dolor, tristeza y gloria soltó un espeso escupitajo de sangre oscura que maculó para siempre la camisa de Padre e hijo. Pasaron los días, y Báez Bone, luego de varias jornadas de intensa tortura, fue llevado cerca de donde los capturaron, lo echaron vivo a una fosa y le prendieron fuego.
Un par de años después, en el Club Social de León, la camisa blanca de Somoza García chorreaba espesa sangre desde varios agujeros en su costado, a la vez que incontables ráfagas de plomo destrozaban el cuerpo del tiranicida, un joven “pueta” leonés que había llegado desde su exilio voluntario en El Salvador solo a matar a Somoza.
La ouija de Pedro Joaquín ya desde hace rato hablaba sobre doña Salvadora vestida de luto, y de muchas desgracias, por eso Somoza se la regresó al papá de Luis Pallais, que se la había regalado originalmente, y así llegó a manos de Pedro Joaquín.
Nada referiré sobre lo que se ha dicho en cuanto a los delirios de Somoza Debayle, concernientes a la camisa de su padre muerto, la sangre de Báez Bone y sangre (inexistente) en su propia camisa.





y mi sangre te perseguirá




Luis, amigo que me abrazaste, recordó Pallais, años después cuando presenciaba cómo Tachito, que desde hace rato estaba ebrio y con quien había recuperado relación, ordenaba una matanza contra estudiantes en León. Luis, amigo, eso es genocidio… La voz en su cabeza todavía se parecía a la de Báez Bone. Miró alrededor. Todo bien. Todo normal, estás muerto.
Somoza hijo, histérico, hacía exageradas muecas al teléfono, luego, lo tiró con fuerza, mientras balanceaba un trago de whiskey en su otra mano.
–¿Quién me va a joder a mí? ¿Ah?, gritó, mientras lanzaba una mirada extraviada a todos los invitados de la fiesta. ¿Quién? ¡Somoza For Ever! OK?
A Luis Pallais lo invadió una profunda e íntima vergüenza, tan profunda que era imperceptible. Un mareo lo distrajo, movió su cabeza por el cuarto sin ver nada. Cuando le regresó la vista, notó que Tachito hacía un gran escándalo porque había derramado un trago sobre su camisa mientras, entre llantos, ordenaba a todos los invitados que lo asistieran, soltando una o dos maldiciones, totalmente incomprensibles, contra Báez Bone.

la Sombra deL dIos

“Dijo algo. Unas cuantas palabras ininteligibles que se coagularon en el aire frío, y que fueron sesgadas por el brillo metálico de la hoja al caer.”

Germán Lorenzo Vázquez
Santos de Sevilla, Capítulo IV




El otro, antes violento y dispuesto a dar muerte al viejo Chilam que había aparecido en la alta noche junto a su lecho, ahora lo observaba con curiosidad, de cuclillas sobre una roca que las aguas del cenote apenas lamían, mientras las palabras que el viejo ciego acababa de pronunciar retumbaban a lo lejos. Entonces, el viejo alzó sus ojos muertos al cielo rutilante y en ellos se prendió un enjambre de incendios plateados que fluctuaban por lo que parecía un mar de cenizas.

–Justo ahí –dijo el viejo ciego mientras señalaba con sus uñas retorcidas el cenit hendido donde siete estrellas empezaban a alternar sus brillos– donde hay universo pariendo universo se labra el fuego de la aniquilación.

Las siete estrellas vibraban con indecisa luz, como un viejo cascabel que remataba una larga y espectral serpiente de huesos retorciéndose en el cuenco del último cielo, llena de curioso asombro ante los dedos que la señalaban. El viejo estaba como en trance. Hablaba de la aniquilación que iba en marcha, de los Haabs que rodaban1 y la sucesión de los tiempos: el tiempo antiguo cuando los hombres fueron peces y el mundo fue cubierto por el agua hasta que rodaron tres veces cincuenta y dos Haabs y los hombres fueron gigantes que luego fueron muertos por jaguares que se postraban ante la terrible máscara de obsidiana y fuego que oscurecía el rostro de Tezcatlipoca. Cincuenta y dos Haabs pasaron siete veces más, decía el viejo, entonces El Gran Viento lo arrasó todo cuando los hombres fueron monos y vivieron en las ramas y así pasó un largo tiempo, hasta que los anchos ojos de Tláloc se rajaron sobre el mundo con lluvia de fuego y ruido de trueno y sus largos dientes eléctricos se clavaron sobre la tierra madura, entonces los hombres-niños fueron pájaros. La voz del viejo, mientras narraba todo eso, era como un haz de brillo lunar que se revelaba sobre un sinuoso cordón de humo, como una luz cenicienta y pálida que lograba herir la densa oscuridad de aquella selva.

–Los Tzitzimimes2, que ahora flotan en la luz escasa y efímera de los atardeceres –prosiguió su voz–, clavados de pies y manos sobre los cruces de caminos, acechan esperando el temblor grande y profundo que los sacudirá hasta la tierra y será Nahui-Ollin, el último de los tiempos, y el terrible alarido de Itzapapálotl, comandando legiones, lo consumirá todo. Es por tanto que cada cincuenta y dos Haabs velamos la trayectoria de los cielos, aguardando y pidiendo que Tzab-Ek3, paridora cósmica, se entrone en el centro del cielo, pues solo eso ha de postergar, por otros cincuenta y dos Haabs, la aniquilación total. Entonces el Fuego Nuevo se prende, como manda la tradición, y Yax Balam incendia los cielos. Hizo una pausa, y prosiguió diciendo que hace poco más de treinta Haabs se había prendido el último Fuego Nuevo, el mismo que todavía se erizaba en la cima del Huizachtecatl. Dijo que en la fiesta que hubo en honor de aquel Fuego el hambre de los viajeros fue saciada por el banquete y la sed de los dioses por la sangre del más valiente guerrero de las tribus. Habló de danzas de plumas y conchas que se bañaban con el fuego que nacía, dientes y pieles, huesos y tambores que adoraban al Fuego Nuevo que casi devoraba la Pirámide. Entonces las profecías eran leídas y aquél día en particular, dijo el Chilam ciego señalando con un imperceptible movimiento de mano al que lo escuchaba, la que bien conocida por tu memoria debe ser, fue revelada.
El otro lo escuchaba azorado, como redescubriendo palabras familiares que se habían apagado en la oscuridad de su memoria, arrancadas por zarpazos de jaguar o devoradas por la selva marañada. La historia del último Fuego Nuevo había corrido por su aldea desde que él era un niño y la conocía a la perfección, pues hablaba de la profecía que prefiguraba el nacimiento de su hermano mayor como la unión y materialización de Ek Chuah, el Escorpión Negro de la Guerra, y Xaman Ek, estrella del Norte, en carnes humanas.

–En aquella fiesta leímos los códices sagrados y procedimos, como el rito requería, a formar a las mujeres de primer embarazo que se encontraban entre la multitud en un amplio círculo –prosiguió el Chilam–. Esparcimos por la tierra el cacao en ofrenda y prendimos las hierbas sobre la imagen de barro esencial de Wuqub` Kaqix, dentro de la cual el escorpión negro rascaba la tierra. Cuando el humo cesó su danza hipnótica, la figura de barro del viejo dios fue destrozada y de sus escombros emergió la sombra fugaz del escorpión negro que se posó sobre el vientre hinchado de la madre de él, luego la madre tuya, e inyectó el veneno. Entonces fue llevada esa mujer ante los Chilames y Sacerdotes quienes cuidaron de ella, curándola con hierbas del veneno y alimentándola con caldo de vísceras, hasta que nació de sus carnes aquel dios espléndido y majestuoso. Cuatro años después naciste de la misma mujer, y creciste junto a él, fue tu privilegio ser su hermano. Crecías como su sombra, o esencia sombría transpirabas entonces. Lo que de él ha quedado en este mundo nuestro confluye en tu sangre, en los ríos arremolinados de tu carne.

Ahora el otro no solo escuchaba, si no que respondía a cada palabra con un temblor que le crecía desde lo profundo. Pensó cuánto o cómo cambiaba su destino ahora, sentado junto al cenote que lo había acogido desde el exterminio de su aldea, desde la muerte de su hermano unos quince años atrás, con la voz de un Chilam reviviéndolo todo. Bajo la ancha copa del Chilamate entre la cual las estrellas parecían colgar como pequeños frutos luminosos, revivió su mente aquellas pasiones que se perdían en el espacio y en el tiempo; recorrió con la mirada la entrada de la caverna que se abría junto al cenote, recordó la gran cúpula oscura en la que se retorcían raíces milenarias y se erizaban agudas estalactitas calizas que apenas acariciaban la amplia superficie de agua quieta que se extendía bajo la cúpula: el tz’ono’ot4 sagrado, la cavidad del inframundo. Desde hace años aguardaba el momento en propicio para aventurarse a lo profundo. Pensaba emprender un viaje en busca del alma de su hermano, un viaje al tejido sinuoso del inframundo donde reclamaría el alma que a este mundo aún pertenecía. Ya juntos conquistarían La Ciudad donde los Hombres se vuelven Dioses, y al temible Búho con Lanzadardos, cuyo canto letal aún serpenteaba impune por la selva. Entonces reflexionó que fuese como fuese o pasase lo que pasase aquél era su destino, y que el anciano ciego que acababa de llegar no podía ser otra cosa que un vehículo para alcanzarlo. Así accedió a ser iniciado, bajo la instrucción del Chilam, en las artes sagradas y los secretos que una vez dominó su hermano quien, durante su breve vida, había alcanzado una especie de luz y fuerza, una suerte de gloria, que le era vedada al resto de hombres. Agotó los códices y las profecías sagradas. Del esencial lenguaje de la piel del jaguar comprendió, como ningún hombre antes, el universo o, lo que es igual, las tres formas simples que componen el universo total. Desde muy joven fue un prodigio de la guerra y de la caza: él y una selva oscura valían entonces por un ejército de mil hombres. Conocedor de todas las lenguas y artillerías de guerra.

Los quince años de exilio en la selva ya habían hecho del menor de los hermanos un hombre fuerte. Durante ese largo tiempo se había dedicado a cazar bestias y tropas teotihuacanas que unas veces capturaba de a diez, otras de a veinte, y cuyos corazones untaba sobre las raíces del Chilamate, o ensartaba en las ramas de los árboles. Pero ahora aprendía los secretos sagrados como si los conociese de toda la vida. No hacía otra cosa que recibir las instrucciones del viejo con la mejor y más firme disposición. Pasaron meses o acaso años, y el Chilam nunca se movió de donde estaba; permanecía sentado sobre sus rodillas mientras dictaba largas sentencias, lecciones, instrucciones, plegarias o fórmulas mágicas, mascando raíces o fumando largamente. Otras veces dormía en la misma posición, pero como lo hace un muerto.

Pasó, pues, el tiempo, como siempre pasa, hasta que una mañana llena de niebla el viejo Chilam apareció muerto, tendido boca abajo entre el barro del pantano. Al aprendiz, ya bien encaminado, no pareció importarle gran cosa la muerte de su maestro; más bien continuó afinándose en los secretos en que ya había sido iniciado. Agotó los códices esenciales que el viejo había traído consigo. Estudió la arquitectura etérea del Universo, las castas y estirpes de los dioses, los secretos de las hierbas y los trances; repasaba los caminos que su hermano alguna vez había caminado.

Un noche, mientras los gusanos y los zopilotes arrancaban la poca carroña que aún le quedaba al cadáver del viejo, cuando él empezaba a dormir y el sueño iba llenando sus pensamientos, como revistiéndolos y transformándolos, pero esta vez también el tiempo confluía en el sueño, un tiempo que no era ni sucesión de eventos ni percepción humana, tiempo puro que formaba un delta de arenas oscuras y revueltas; entonces soñó...

Soñó con Kaminaljuyú, su aldea, que aún vivía su máximo esplendor. Soñó el ruido de las placas de obsidiana al ser arrancadas de las tierras bajas y el temblor que provocaban las inmensas moles de piedra entre la selva, abriendo caminos por los que el imperio teotihuacano se abastecía del jade y la obsidiana; caminos por los que la oscura Teotihuacán soltaba sus terribles tropas. Soñó a su familia, todavía viva y privilegiada por la situación divina del hijo mayor, a quien cada tres noches se ofrecían sacrificios u ofrendas. Soñó a los dos hermanos, como si él no fuese uno de ellos, cazando y jugando en la selva desde niños, perdiéndose en los arroyos y en los senderos; el menor siempre a la sombra de su inmenso hermano. Vio en sus sueños las largas ceremonias que su hermano presidía y el valiente ejército que comandaba; los corazones que arrancaba y las vidas que perdonaba; los majestuosos tocados de pieles, conchas y obsidiana, la cabeza muerta del Jaguar que lo coronaba; los petos de Jade, colmillos y plumas. Soñó la última cacería, cuando el ya era casi un hombre y su hermano un completo dios. Se internaban a la selva en una madrugada sin luna, arrastrándose tras el rastro de una manada de venados. De repente el mayor se detenía y todo era inundado por un solemne canto de muerte que crecía al otro lado del río, cerca de la aldea, donde se veía la danza circular de varias antorchas. Luego estallaban los gritos y las casas eran prendidas en fuego. Varios caían abatidos por los largos dardos. El Búho con Lanzadardos, el terrible ejército teotihuacano, llegaba esa noche sin otro fin que el exterminio. Ellos, desde la selva agitada por los gritos de las aves y el rumor de las bestias, presenciaban cómo, en un abrir y cerrar de ojos, los teotihuacanos devastaban Kaminaljuyú. Soñó al hermano mayor que le ordenaba que se quedase allí, pero en el sueño el hermano mayor ya no tenía cara si no una profunda cavidad húmeda de sangre o algo peor, luego se apresuraba dentro de la selva hasta que una figura nebulosa, la de un jaguar, le cortaba bruscamente el paso. Con un solo movimiento de encías rosadas y ojos verdes las uñas del jaguar abrían el pecho del hermano mayor dejando una profunda herida diagonal que le alcanzaba la parte izquierda del rostro. El ejército, a cuyas filas parecía pertenecer aquel jaguar salvaje, ya había cruzado el río y rodeaba al hermano mayor que forcejeaba con el colosal felino; entonces la selva se precipitaba en caótico fluir verde y el menor de los dos hermanos soñaba su bochornosa huida, los gritos de su hermano que se alzaban entre los del ejército enemigo y la rabia y la impotencia que lo corroían.

A mitad de ese sueño lo despertó un rumor, uno que percibió idéntico a los cantos de guerra que aquella vez arrasaron su aldea. Abrió los ojos y trató de moverse pero algo ajeno a él, algo parecido a un pinchazo, lo mantuvo en el suelo y lo mandó de regreso a un sueño negro y vacío. Cuando volvió a abrir los ojos, se vio rodeado de innumerables cuerpos. Apartó la mirada y notó que los zopilotes ya no estaban sobre los restos del Chilam. Sintió tres pinchazos más y los ojos se le cerraron ante los dos dardos que se acababan de clavar en su pecho y en su estómago. Antes de alcanzar a ver el tercer dardo ya se había desplomado hacia el más profundo sueño.

Luego de varias horas soñó que planeaba sobre una gigantesca ciudad, eterna, divina y sin duda vedada a todos los hombres. Una ciudad dispuesta según las secretas vértebra del cosmos. Entró sobre una larga avenida que atravesaba toda la ciudad de sur a norte, que al principio estaba flanqueada por un tumultuoso mercado lleno de ruido y seres que se parecían a los hombres. Atravesó una hermosa y grande ciudadela tejida por miles de pequeñas casas. En el centro de la ciudadela se levantaba un alucinante templo hecho de serpientes en cuyas fauces se extendían plataformas de culto y sacrificios. Todo siempre atravesado por la larga avenida en la que millares de muertos desfilaban en una colorida y ensordecedora procesión.

Despertó por un segundo en el que sintió todo su cuerpo envuelto por una gruesa y ceñida cuerda. Se vio conducido entre infinitos rostros de muertos que marchaban al norte, al sol, a la luna. Estaba totalmente aturdido y desorientado, no podía moverse, todo su cuerpo estaba entumecido. Pensó que aquella procesión celebraba su llegada al inframundo, que su hermano lo esperaba al final de aquella calzada, y eso era invariable. Pasó sobre un río sin que sus aguas lo alcanzaran. Las edificaciones, propias de una inteligencia divina, no dejaban de aparecer por todos lados. Al fin llegó al extremo norte de aquella metrópolis que ya parecía inagotable, donde la tierra se erizaba en dos pirámides colosales que resplandecían como el sol y la luna. Entonces comprendió con terror que aquella ciudad no podría tratarse de otra que la gran Teotihuacán, la ciudad donde los hombres se vuelven dioses. Sintió su carne vibrar en un terror que solo podía ser el de la presa de un jaguar que se revuelca herida e indefensa ante los dos ojos incendiándose en la negrura. Comprendió que sería alimento de dioses, y nada más… Y esto era, a esas alturas, un destino, una vez más, invariable, pues poco o nada podía ya hacer en tal condición (atado, a los pies de la enorme pirámide, rodeado de fuegos y ofrendas y hombres que exigían su sangre) para influir en su destino.

Cerró los ojos con brutal tranquilidad y, una vez desatado, se postró ante la enorme pirámide, besó el suelo y empezó a recitar uno de los códices. Así, sin cesar por un instante las líneas que recitaba, fue conducido solemnemente por las largas escalinatas hasta la cima de la pirámide donde un viento seco y tranquilo arrastraba las últimas luces del ocaso.

Abrió los ojos cuando fue puesto sobre la gran piedra de sacrificio y si sintió la superficie cubierta de sangre seca. Contempló el cielo que comprendía todo lo que sus ojos abarcaban: un cielo de un azul bestial, igual que a cualquier otro cielo, excesivamente profundo, en el que se deshacía la mirada. Percibió, sin voltear a ver, varias sombras que se movían en torno a él con oscuro ademán. De pronto, los suntuosos tocados de jade, huesos, plumas, conchas y las largas pieles inundaron su visión. La cabeza disecada de un Jaguar coronaba y cubría de sombras la cabeza viva e imponente de un sacerdote que se inclinaba sobre él. Luego, con un rápido movimiento, el sacerdote se agachó hasta tocar el piso y los colmillos del Jaguar se posaron ante los ojos de la víctima. Con idéntica rapidez, el sacerdote volvió a alzar el denso cuchillo de obsidiana al cielo crepuscular, hasta rozar la primera estrella que por ahí aparecía.

Fue hasta entonces, y no con poco horror, cuando la mirada del menor de los dos hermanos atravesó el pecho fuerte y amplio de su victimario siguiendo el curso de una cicatriza larga, vieja y diagonal que lo atravesaba y le alcanzaba parte de la cara.
Acostado sobre la roca, con la mirada puesta en el filo del cuchillo que pendía sobre su pecho, comprendió que su hermano había sobrevivido, que seguramente había sido llevado a aquella magnífica ciudad y que había logrado, sin duda, deslumbrar a los más sabios con su vasto conocimiento y enorme habilidad. Que había escalado por aquella ciudad en la que los hombres se hacen dioses, que había olvidado su pueblo y su pasado, y que ahora reinaba en aquel otro pueblo.

Un grito, uno que el menor de los hermanos enhebraba en lo hondo de su garganta, se vio desvanecido por un ruido gutural y profundo que cesó cuando el cuchillo había abierto completamente el pecho.

Al poco tiempo el corazón fue arrojado junto a la pira, todavía palpitante. El cuerpo decapitado rodó lentamente hasta la mitad de las escalinatas. La cabeza cayó, poco después, sobre el polvo, al pie de la pirámide, con el reflejo de las siete Pléyades que se posaban en el cenit deshaciéndose sobre sus ojos bien abiertos.


Notas:

1 365 días, repartidos en 18 meses de 20 días, más cinco días adicionales llamados Uayeb, formaban el calendario Haab; este, combinada su marcha con el Tzolkín, formado por veinte trecenas o trece veintenas de días y que resultan en 260 días, marcan un ciclo organizado y convergente que inicia cada 52 años o Haabs.

***

2 Los Tzitzimimes eran demoníacas estrellas guerreras con terrible apariencia de esqueleto que a cada momento intentaban destruir el mundo y a los hombres. Durante los ocasos y los amaneceres lograban vagar inadvertidas por las tierras y caminos, y cuando había un eclipse sus alaridos cundían el mundo.

***

3 Nombre con el que los Mayas se referían a la constelación de las Pléyades y que significa cola de serpiente de cascabel. Era el lugar donde pensaban que se había formado el Universo.

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4 Palabra maya de la que, se supone, proviene el término Cenote.

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25 jul 2009

Evocación

Evocación

Por aquí pasó un soldado —dijo la voz que, bordeando el denso concreto, se colaba débilmente por las infinitesimales hendiduras que tejían la gruesa puerta— todo sucio y derrotado, que no alcanzó el ocaso.


Ni dios, ni torre, ni hogar —escuchó.

Ni dios ni torre ni hogar —repitió casi susurrando y como si estuviese de acuerdo, y prosiguió:

Cruces si llevaba, pero también llevaba huesos, y en su mandíbula la sangre que todavía eclipsa los faros y los rostros serenos de la meseta...

Huesos y sangre y botones... ¿Llevaba? —volvió a escuchar.

...sombríos, lejanos —concluía

De todas formas, en las noches de frío y luna, su crudo silencio penetra en la sala, en el ocaso de la madrugada, por sus declives, herido: remachasueños: con mazo y uñas y soplo de demiurgo se yergue en ancha: respira y remacha y labra... Y es que esta casa llena de fantasmas lo ampara. Pero no se atreve a hurgar más allá del espejo. Calla, y es suficiente.

Mecánica—e inútil—mente busco refugio, pero ya sus dedos, rígidos de veneno, revientan mis poros, y lamen como agudas lenguas de murciélago; y no soy más que su torpe marioneta: un eco arrastrado por hilos al centro de mi patio…

...y tu prenda ¿Cuál era?

Desde ahí la casa apenas se define gris y borroneada: pálida luz que se bate en las entrañas del humo denso…

En la médula de la noche lo busco. Armado de bolsas y marcos, atento a cada aleteo, emprendo la persecución.

Desollado el letargo piso grama húmeda y destruyo a mordiscos el espejo con que se escudaba. Es entonces un embrollo de sangre y carne que palpita bajo mis pies, donde sea que pise, sangre y carne que se arrastra desnuda y quejumbrosa, que me acecha…

Rompí su mito,

soy las ruinas

que edificó

y parece que

tiene miedo;


mas no temía

a la pasión

ni al déspota,


y rodó río

abajo: cada

piedra que hirió

su frente fue

una muerte.


Él ya me esperaba al centro del frijolar, cubierto por la mortecina fosforescencia de la luna, que con su peligro transmuta sus llagas y reconstituye su piel. Yo, me apresuraba a su abrazo, a su encuentro…

Claro, conocía el mito, pero entonces quería saber quién era.

Me había jugado la cordura en mil muertes para ver sus ojos. Entonces, cuando al fin sentía su aliento y sus vapores de muerto corroer mi rostro, levanté la mirada, y justo allá —dijo, mientras un movimiento de su brazo, amplio y oscilante, señalaba una honda área de cielo, destrozada entre los cedazos—, todo se desmoronó, se precipitó contra cada palmo de este territorio, y qué se yo; es semilla y es leyenda, y es el más extinto de los fantasmas.

La noche era diluida por una luz blanda y amarillenta que se rompía en anchos haces sobre el perfil de los cerros morados. El frío no dejaba de colarse por las ventanas y los trozos de cedazo volaban por la habitación.

¿Querés saber dónde te enterraron? —dijo sin levantarse del piso, pero dirigiendo su mirada a la figura que, de pie desde el umbral, lo escuchaba en grave silencio— Te sepultaron vivo y ardiente en mis sueños y en mis noches; te enterraron en el armario y en mis pupilas, en mis venas y en mi nombre, en este almacén de cadáveres que se bate en la boca del estómago, allí estás enterrado. Ahí, donde ya no quiero buscarte, donde veo tus ojos, y al fondo de sus cuencas arden trozos de vidrios y espejos, y te desmoronás en un torbellino de humo y polvo, y no sos más que eso: huesos y polvo. Una calavera con grillete que me sumerge a mi abismo, a la boca de mi estómago, donde al fin te encuentro arrodillado y cargás en tus brazos a un niño muerto...

Los dos ojos lo escudriñaron brutalmente.

y… y, tengo frío… —murmuró con una voz casi inaudible que se apagaba a la vez que la expresión de su rostro se retorcía y se hundía entre sus brazos, que temblaban débilmente sobre sus rodillas. Sus rodillas, que antes sacudían y estiraban enérgicamente.

Se acostó sobre el piso helado, de frente a la pared. Desde el patio trasero una fugaz sombra, la de un murciélago, hirió la luz densa y uniforme que empezaba dorar las paredes grises.

19 jun 2009

La sombra del dios

“Y así, con feliz gesto asistirá su alma,

cada nueve noches, al majestuoso banquete;

engullirá la pútrida efervescencia de aquella carne,

de aquél hermano, de aquella muerte…”

Germán Lorenzo Vázquez

Santos de Sevilla, Capítulo IV


–Crías con sangriento apetito y llenos de mortales caprichos son los dioses, dijo gravemente el viejo ciego que se había identificado como Chilam de Kaminaljuyú, y prosiguió: Demandan sangre y entrañas y latir de hombre, nunca de dioses. Esa carne de dios en carne humana, destrozada por el jaguar noctangular; por tu vida sangre sagrada, la de un k´uh, diluida entre encías rosaeléctricas, derrumbado él por el fosforescente Chak Balam. Cosa, por lo demás, digna de meditar.

El viejo Chilam levantó entonces un silencio tan pesado que hacía ceder la débil concavidad por la que la noche fluía. El otro, antes agresivo y decidido a dar muerte al intruso, ahora lo observaba en solemne silencio y en cuclillas, sobre una piedra del pantano.

El viejo alzó lentamente sus ojos muertos al cielo estrellado, como devorando el pálido brillo de la noche, y era como si las cuencas profundas se revistiesen de la plata del flujo estelar, la noche ardiera en sus ojos como brasas  ahogadas entre densas cenizas.

–Justo ahí, dijo el viejo mientras apuntaba sietes veces con sus largas uñas retorcidas al cenit hendido donde siete estrellas alternaban sus resplandores. Justo ahí ha nacido el universo, y nace sin cesar, en infinitos espacios de tiempo, dentro de sus angostos límites. Inagotable, por tanto, nuestro universo no será, o al menos no nosotros para existir de él, la aniquilación, pues, es inminente.

Las siete estrellas se prendían con indecisa luz y vibraban como un viejo cascabel en el cuenco del último cielo, al final de una larga y brillante serpiente de huesos que cruzaba el cosmos invernal y se retorcía, llena de curioso asombro, ante los dedos que las señalaban.  

–Cincuenta y dos Haabs tres veces rodaron[1] para llegar al Nahui-Atl, y bajo el entretejido ahuehuete todos los hombres fueron peces, cuando el mundo se hizo agua. Otros cincuenta y dos Haabs tres veces repetidos y fue Nahui-Ocelotl: el lomo del jaguar prendido a los hombres enormes, devorados por la máscara animal de obsidiana y fuego que oscurecía el rostro de Tezcatlipoca.  Una vez más, el tiempo giró lento y fueron esta vez siete veces los cincuenta y dos Haabs para que Nahui-Ehécatl, el gran viento, arrasara todo y los hombres se hicieron monos y vivieron en las ramas. Seis veces cincuenta y dos Haabs más y los anchos ojos de Tláloc se rajaron sobre el mundo y Nahui-Quiahuitl lluvia de fuego fue, y con sonido de trueno sus largos dientes eléctricos se clavaban por todo la tierra madura, y los hombres-niños fueron pájaros.

La voz del viejo, mientras narraba aquello, era como un haz de brillo lunar que revelaba a retazos la oscilante trayectoria de un ensortijado cordón de humo que ascendía desde lo remoto, era pues, esa voz, como luz  cenicienta y pálida que hería la densa oscuridad de aquella selva.

–Los Tzitzimimes[2], que ahora flotan en la luz escasa y efímera, prosiguió su voz, clavados de pies y manos sobre los cruces de caminos acechan, esperan el temblor grande y profundo que los sacudirá hasta la tierra y será Nahui-Ollin, y así lo consumirá todo el terrible alarido de Itzapapálotl, comandando legiones que viven en el Oeste pero llegan por el Este. Cada cincuenta y dos Haabs es por tanto que velamos la trayectoria de los cielos, que aguardamos en silencio el momento  en que Tzab-Ek[3], paridora cósmica, se entronará en el centro del cielo y esa era la señal que postergaría por cincuenta y dos Haabs más la aniquilación y el Fuego Nuevo sería prendido y Yax Balam incendiará los cielos. Treinta Haabs hace que el Fuego que hoy rige se erizó sobre el templo de Huizachtecatl, durante una noche devorada por oscuridad, pues mandaba también la tradición a apagar por la tarde todos los fuegos viejos de las casas y templos, y quemar en ellos todas las armas y herramientas, para que él Fuego Nuevo fuese renovación total. Iniciaba pues la fiesta, y el hambre de los viajeros era saciada con el banquete, y la sed de los dioses con la sangre del más valiente guerrero de las tribus. Las danzas se bañaban del fuego que nacía; se prendían las plumas y las conchas, los dientes y las pieles, los huesos y los tambores bajo el Fuego Nuevo que casi devoraba la Pirámide. Las profecías eran leídas y aquél día en particular, la que bien conocida por tu memoria debería ser, fue revelada.

El otro lo seguía escuchando con aturdido asombro. Como redescubriendo palabras familiares que se habían apagado en la oscuridad de la memoria, arrancadas por zarpazos de jaguar y devoradas por la enmarañada selva. La del último Fuego Nuevo era una historia que había corrido por la aldea desde que él era un niño; claro que la conocía. Y la conocía a la perfección, pues se refería a su hermano mayor y la profecía que lo eligió como carne en la que nacería la anticipada unión de Ek Chuah, Escorpión Negro de la Guerra, y Xaman Ek, estrella del Norte.

–Leímos los códices sagrados y procedimos, como el rito requería, a formar un amplio círculo con las mujeres de primer embarazo que entre la multitud se encontraban. Se esparció por la tierra el cacao en ofrenda y ardieron las hierbas sobre la cabeza de la imagen de barro esencial de Wuqub` Kaqix, bajo la cual el escorpión negro y punzante rascaba infernalmente la tierra. Cuando el humo hubo cesado su danza hipnótica, se destrozó la figura del viejo dios, y de sus escombros salió como una sombra fugaz que hería la tierra el escorpión negro hasta posarse sobre el vientre hinchado de la madre de él, luego la madre tuya. Ensortijaba su caparazón sólido a medida que la cola inyectaba el veneno. Fue, pues, llevada esta mujer ante los Chilames y Sacerdotes, alimentada con caldo de viseras, hasta que nació de sus carnes aquel dios espléndido y majestuoso. Naciste cuatro años después, y creciste junto a él, fue tu privilegio ser su hermano, como su sombra ibas creciendo, o esencia sombría transpirabas entonces. Lo que de él ha quedado en el mundo nuestro confluye en tu sangre, en los ríos de tu carne, en los remolinos de tu universo interior. A pesar de que lo viste arrancado por las garras del nebuloso Jaguar, perforada por largos dardos sus carnes: el búho canta, el hombre muere.

Ahora no solo escuchaba, si no que respondía a cada palabra con un estremecimiento o temblor que le crecía desde lo profundo. Cuanto cambiaba su destino ahora, sentado siempre junto al pantano que lo ha acogido desde el exterminio de su aldea, unos quince años antes, reviviendo aquellos miedos. Sentado junto al pantano, hacía dos cosas que desde años le eran ajenas: recordaba y revivía sus recuerdos. Bajo la ancha copa del Chilamate, entre la cual las estrellas parecían colgar como pequeños frutos luminosos, revivió aquellas pasiones que se perdían en el espacio y en el tiempo; recorrió con la mirada la entrada de la caverna, recordó su gran cúpula oscura en la que se retorcían raíces milenarias y se erizaban agudas estalactitas calizas, que flotaban o apenas acariciaban la amplia superficie de agua quieta que se extendía bajo la cúpula: el tz’ono’ot[4] sagrado, cavidad del inframundo, vientre de putridez. Pensaba en su idea reciente de, una vez que el cosmos así lo configurase, aventurarse a lo profundo, al inframundo y ahí reunirse con su hermano, quien allá se manifestaría en toda su gloria, dios inmortal liderando legiones, y conquistarían juntos La Ciudad donde los Hombres se vuelven Dioses. Comandarían al temible Búho con Lanzadardos que serpenteaba su vuelo mortal por la selva.

Sea como fuese, era su destino, y aquel Chilam, anciano y ciego, no podría ser otra cosa que un vehículo para alcanzarlo. Su hermano era un dios, y por lo tanto no había muerto, más bien brillaba en extraña oscuridad en alguno de los túneles infinitos que forman el inframundo. Su hermano mayor había alcanzado la luz y la fuerza que a cualquier otro mortal se le hubiese privado: era conocedor total de las profecías y había agotado todas las posibles lecturas de las escrituras sagradas; conocedor natural de los amplios atributos y comportamientos de las hierbas y las materias terrenas; de los movimientos de la tierra y las aguas y la conducta de los cielos; del esencial lenguaje en la piel del jaguar aprendió, como ningún hombre antes, el universo, o lo que es igual, las tres formas simples que componen el universo total. Maestro, desde muy joven,  y señor máximo de la guerra y de la caza: él y una selva oscura valían entonces por un ejército de mil hombres. Conocedor de todas las lenguas y artillerías de guerra.

El Chilam lo convenció, o apenas tuvo que convencerlo, para ser iniciado en las artes sagradas que una vez dominó su hermano. Él, que durante toda su vida había cazado junto a su hermano mayor en la selva oscura e igualmente se había reprochado durante toda su juventud no haber nacido cuatro años antes y ser el dios que su hermano era, no pudo hacer más que recibir las instrucciones con la mejor y más firme disposición. Pasaron los meses o acaso años, y el Chilam no se movió de donde estaba. Sentado sobre sus rodillas dictaba largas sentencias, lecciones, instrucciones, plegarias o fórmulas mágicas, o dormía, otras veces, como lo hace un muerto. El otro escuchaba y obedecía. La selva, o su exilio en la selva luego de la conquista de su aldea lo hizo un hombre duro. Se dedicó, en esos quince años de exilio, a cazar bestias y tropas teotihuacanas, a quienes capturaba de a diez, de a veinte, y cuyos corazones untaba sobre las raíces del Chilamate, o ensartaba en las ramas de los árboles.

Pasó pues el tiempo, y una mañana llena de niebla el Chilam apareció muerto, tendido boca abajo sobre el barro del pantano. Al aprendiz, ya bien encaminado, no pareció importarle la muerte de su maestro, y continuó en los secretos en que había sido iniciado. Agotó los códices esenciales que el viejo había traído consigo. Estudiaba la arquitectura etérea del Universo, las castas y estirpes de los dioses, los secretos de las hierbas y los trances; repasaba los caminos que su hermano alguna vez abrió y era entonces una sombra que se volvía materia oscura y viscosa. Un denso espectro de vapor alzándose desde la sangre hirviente de su hermano.

Una de esas noches, cualquier noche, mientras dormía y soñaba, el tiempo confluyó sobre su alma como un delta de oscuras y revueltas arenas. Recordó Kaminaljuyú, su aldea, en su esplendor. Las grandes placas de Obsidiana arrancadas de las tierras bajas; las inmensas moles de piedra que abrían caminos entre la selva, por donde se transportaban las artesanías de Jade y Obsidiana, caminos por los que el imperio, la oscura y esplendorosa Teotihuacán, se abastecía y liberaba su terribles tropas. Recordó a su familia, privilegiada siempre por la situación divina del hermano, a quien cada tres noches se ofrecían sacrificios y ofrendas. Ellos dos, desde niños cazando y jugando en la selva, en los arroyos y senderos, siempre a la sombra de su inmenso hermano. Recordó, también entre sueños, las fiestas que aquél presidía, el sanguinario ejército que lideraba, los corazones que arrancaba, las vidas que perdonaba. Revivía sus majestuosos tocados de pieles, conchas y obsidiana, la cabeza de un Jaguar que a la vez era Escorpión y Zopilote; los petos de Jade y colmillos y plumas. La última cacería: él casi era un hombre, su hermano un completo dios; se internaron en la selva en una madrugada sin luna, se arrastraron tras el rastro de una  manada de venados. El hermano mayor percibió una especie de canto mortal que se estremecía desde el otro lado del río, cerca de la aldea. De a poco, la luz de varias antorchas fueron destrozando la quieta oscuridad con movimientos circulares. Se escuchó el grito de varios en la aldea, vieron los veloces dardos clavar su veneno en la carne de muchos. El famoso ejército Teotihuacano, el Búho con Lanzadardos, había llegado aquella noche para matar y capturar a hombres y mujeres y niños en sus lechos. Solo él y su hermano se encontraban, aquella noche, fuera de la aldea. Entre la selva agitada por los gritos de las aves y el rumor de las bestias alarmadas por los invasores,  los dos hermanos presenciaban como en un abrir y cerrar de ojos los teotihuacanos devastaban Kaminaljuyú.

El hermano mayor le ordenó que se quedara allí, diciendo, y esto lo recordaba perfectamente, que él debía salvar la aldea y que no lo obligase a salvar también a su hermano menor, y se apresuró entre la selva. Caminó menos de treinta metros hasta que una figura nebulosa, la de un jaguar, emergió de entre la selva y le cortó bruscamente el paso. No tuvo tiempo de reaccionar. En un solo movimiento densas encías, de ojos verdes, de imponente imagen, la uñas negras se clavaron en el pecho y dibujaron una profunda herida diagonal que le alcanzó la parte izquierda de la cara. El ejército, de cuyas filas parecía formar parte aquel Jaguar salvaje, rodeó al hermano mayor que forcejeaba en el suelo con el colosal felino.

Entre sueños revivió también el menor de los dos hermanos el bochorno de su huída. Los gritos valientes de su hermano que se alzaban sobre los de el ejército enemigo. El fatal destino de su pueblo y la pesada impotencia que lo corroía.

En mitad de su sueño lo despertó un rumor que percibió idéntico a los cantos de guerra que aquella vez arrasaron su aldea. Trató de moverse pero algo ajeno a él, algo parecido a un pinchazo, lo mantuvo en el suelo y lo mandó de regreso a sus sueños. Logró abrir los ojos una vez más, y ahora se encontró con innumerables cuerpos que lo rodeaban, sintió otros tres pinchazos tranquilizantes en su cuerpo y cerró los ojos ante los dos dardos que se acababan de clavar en su pecho y estómago.

Entre alucinaciones divinas y escenas de su pasado un largo y denso sueño se fue tejiendo dentro de él, hasta que sintió que sobrevolaba, lejos de aquellas imágenes pasadas o poderosas, una enorme ciudad. Una ciudad divina y eterna y definitivamente vedada a todos los hombres. Dispuesta según las secretas vértebra del cosmos, atravesada de sur a norte por una larga avenida a cuyos lados se extendía un tumultuoso mercado, lleno de ruido y seres que se parecían a los hombres. Luego atravesó una hermosa y grande ciudadela, tejida por miles de viviendas y en el centro de ella un majestuoso templo hecho de infinitas serpientes que se convertían en plataformas de cultos y sacrificios. Estos edificios, pues, flanqueaban la larga calzada por la que los muertos desfilaban en colorida y ruidosa procesión, procesión en la que él sentía que estaba en el centro pero a la vez en todas partes. Recobró el conocimiento por un segundo y se sintió una gruesa cuerda que le envolvía todo el cuerpo. Se vio conducido entre infinitos rostros, entre infinitos muertos que marchaban al Norte, al Sol, a la Luna… Volvió a su sueño y comprendió, con esa extraña química de los sueños, que estaba siendo, por fin, conducido al inframundo, que aquella procesión celebraba llegada y que lo esperaba su hermano al final de aquella larga calzada, y aquello era invariable. Atravesó un río sin que sus aguas lo tocaran, los templos aparecían inagotables y únicamente pudieron ser ideados por una inteligencia cósmica. Al final del largo camino llegó al extremo Norte de aquellas magníficas construcciones de dioses, donde la ciudad se levantaba poderosamente en dos pirámides tan colosales como el Sol y la Luna, que dilataban la tierra hasta las fauces del cielo. Comprendió, entonces, que se trataba de la Ciudad donde los Hombres se vuelven Dioses. Sintió su carne vibrar con el terror que solo la solitaria presa de un Jaguar podría sentir. Comprendió que sería alimento para los dioses, y nada más… Era, a estas alturas, un destino, una vez más, invariable.

Poco o nada podría hacer en su condición, atado, a los pies de la enorme pirámide, rodeado de fuegos y ofrendas y hombres que exigen su sangre, para incidir en aquél destino. Cerró los ojos con arrolladora tranquilidad y, una vez desatado, se postró ante la enorme pirámide y empezó a recitar uno de los códices. Así, sin cesar por un instante las líneas que recitaba, fue conducido solemnemente por las largas escalinatas, hasta la cima de la pirámide, donde un viento tranquilo arrastraba las últimas y débiles luces del ocaso. No abrió los ojos hasta que fue puesto sobre una amplia piedra, tibia y resbalosa. Contempló el ancho cielo púrpura, igual que cualquier otro cielo, desmesuradamente profundo, en el que se deshacía la mirada. Percibió, sin voltear a ver, varias sombras que se movían con siniestro y sagrado ademán en torno a él. Los suntuosos tocados de Jade y huesos y plumas y conchas y las largas pieles inundaron su visión. En el centro, la cabeza disecada de un Jaguar coronaba la cabeza de un sacerdote quien, con un rápido movimiento, se agachó hasta tocar el piso y posar los colmillos del Jaguar ante los ojos de la víctima, para luego, con idéntica rapidez, alzar el denso cuchillo de Obsidiana al cielo crepuscular, rozando la primera estrella que ahí aparecía. Mientras los fuertes brazos sostenían el cuchillo en lo alto fue que el condenado clavó los ojos en la imagen de su verdugo.

No con poco terror, su mirada atravesó el pecho fuerte y abierto, siguiendo el curso de la larga y vieja cicatriz diagonal que lo atravesaba y alcanzaba parte de la cara. Comprendió, con extraño sentimiento, que su hermano había sobrevivido, que seguramente fue llevado a aquella magnífica ciudad y supo, sin duda, deslumbrar a los más sabios con su vasto conocimiento y gran habilidad. Escaló por aquella ciudad en la que los hombres se hacen dioses, olvidó su pueblo y su pasado, y ahora reinaba o dirigía en aquel otro pueblo.

Un grito, que prefiguró como una vieja adivinanza que el hermano mayor le contaba a cada momento y que se configuraba en lo hondo de su garganta, se vio desvanecido por un ruido gutural y profundo que cesó cuando el cuchillo había abierto completamente el pecho.

El corazón fue arrojado junto a la pira, todavía palpitante. El cuerpo decapitado rodó lentamente hasta la mitad de las escalinatas. La cabeza cayó, poco después, sobre el polvo, al pie de la pirámide, con el reflejo de las siete Pléyades, posadas en el cenit, deshaciéndose acuoso sobre los ojos bien abiertos.

 



[1] 365 días, repartidos en 18 meses de 20 días, más cinco días adicionales llamados Uayeb, formaban el calendario Haab; este, combinada su marcha con el Tzolkín, formado por veinte trecenas o trece veintenas de días y que resultan en 260 días, marcan un ciclo organizado y convergente que inicia cada 52 años o Haabs.

 

[2] Los Tzitzimimes eran demoníacas estrellas guerreras con terrible apariencia de esqueleto que a cada momento intentaban destruir el mundo y a los hombres. Durante los ocasos y los amaneceres lograban vagar inadvertidas por las tierras y caminos, y cuando había un eclipse sus alaridos cundían el mundo.  

 

[3] Nombre con el que los Mayas se referían a la Pléyades y que significa cola de serpiente de cascabel. Era el lugar donde pensaban que se había formado el Universo.

[4] Palabra maya de la que, se supone, proviene el término Cenote.

5 abr 2009

Segunda Parte y Final de la Ficción "Con Sangre y Hermanos"

-Pulse **AQUÍ** para leer la primera parte de este relato-

Segunda entrega:



“El largo camino al triunfo y los fuegos que avivan la lucha”

29 de septiembre de 1978

Mañana

–Esos compañeros que caen son llamas que se van encendiendo en lo denso del bosque negro que la dictadura cierne sobre la patria, chamuyaba Reinaldo, como queriendo ensayar una suerte de rapto místico que escuchó de algún compa. Cada muerto es un fuego que aviva la lucha.

–Pero quiere huevo estar enterrando a los bróderes…, replicó otro que estaba ahí.

–Pues la lucha es dura; ahora el muerto fue él, pero podrías ser vos, o yo, el día de mañana; porque todos arriesgamos la sangre para regar el largo camino que nos llevará al triunfo. Mirá, no podemos ahuevarnos porque nos joden; ahorita concentrémonos en lo que estábamos, dijo Reinaldo, ya con otro tono. Además, ve…

Mientras Chema se acercaba, Reinaldo lo señalaba con un leve movimiento de cabeza.

–Puta, bróder..., replicaba el otro, mientras doblaba la visera de la gorra verde olivo y negaba con la cabeza.

–Bueno, ya avisaron que vienen desde anoche por vereda, no deben tardar en caer… ¡Chemita! ¿Cómo vamos, hermanito?, le decía Reinaldo, mientras le echaba un brazo al hombro.

Y la sangre le hervía

29 de septiembre de 1978

Madrugada y mañana

Anoche le cayeron por todos lados. Mientras unos se bajaban del jeep con las luces apagadas, otros se escondían bajo las gradas de una casa, y otros tres guardias subían por un poste de luz, en la esquina opuesta a la que Chentón se dirigía. Le montaron la redada y para cuando lo tenían acorralado sobre el techo de la Casa del Obrero, cerca del Parque Central, a eso de las tres y media de la mañana, ya había salido mucha gente a las puertas de su casa a asomarse.

Eran como quince guardias, armados todos, rodeándolo. Ordenaban a las personas regresar a sus casas y metían a culatazos a algunos. “¡Qué barbaridad!”, gritaba una señora, “¡Lo van a matar! ¡Si es de la edad de mi hijo!”, alegaba otra.

–Eso sí, era un santo el bróder aguantando el martirio; dicen que antes de matarlo le acribillaron los brazos y las piernas, de a poco, hasta que el plomo convirtió la carne en una masa viscosa y temblante.

La mirada de Reinaldo, mientras pronunciaba esas palabras, se extraviaba; quizá porque percibía la esencia misma de su destino, o porque a todos (desde los que acompañamos a los muchachos de largo y seguimos con gran respeto y admiración su lucha, hasta los que están más inmersos en ella) nos aterra pensar que algo si nos podría pasar, y pronto.

Mientras lo rodeaban, Chentón, que parecía que nunca le hubiese tenido miedo a nada, simplemente no reaccionaba. Se había, y lo habían, preparado para esto.

En un pueblo de menos de mil quinientos** habitantes, en el que la G.N. tenía sus cuarteles y comandos precisamente para prevenir levantamientos, optar por una insurrección solitaria siempre era un peligro.

Mientras Reinaldo relataba aquello, su tono iba bajando; era como si la sangre de su compañero, que había estado hasta entonces en la retórica revolucionara, bañando los largos caminos que conducirían al triunfo y siendo combustible para la lucha, hirviera ante él. Como si esa sangre se materializase, se volviera real o, lo más extraño, como si antes no lo hubiese sido. Retomando su rapto místico, agregó:

–No soltó un ni un grito… solamente el ¡PATRIA LIBRE!

Chentón, que era un diablo corriendo por los techos, dobló sus rodillas aquella noche sobre las tejas de la Casa del Obrero. Me imagino (y pude luego confirmar a través de testigos) que se trataba de una escena impactante: toda la manzana rodeada por guardias, un comando de ocho ya andaba sobre el techo; Chentón sólo veía a tres.

Primero fue la resistencia. Le rompió la nariz de un puñetazo a uno de los milicos, e inmediatamente, medio a gatas y medio arrastrado, trató de huir. No más de cinco metros después lo cercaron. Se puso en pie y fue como si la vida, al menos por ese instante, le hubiese regresado de golpe. Fuera del trance combativo, fuera de las historias que ya empezaban correr acerca de él, en las que el protagonista bien podría ser el propio Aquiles; sin una casa de seguridad, un escondite o una quebrada a la vista; sólo quedaba el muchacho de 17 años, con el rostro imberbe y tembloroso bajo la capucha negra. Un pibe al que le gustaba jugar béisbol y perderse en su bicicleta por aquellos caminos hasta que, gracias al azar, llegaba a un cruce desconocido del río.

Chema estaba petrificado, no lo creía. La sentencia “a tu hermano lo mataron” tenía, en ese momento, el mismo peso que la de “buenos días” o “el partido quedó cuatro a tres”.

Mientras interrogaba las caras huidizas de los otros compañeros, la muerte de Chentón fue ciñéndose sobre Chema, que tenía 14 años y quería ser como su hermano.

–¿Qu… qué? ¿Co… cómo? ¿Dónde? –la sangre le hervía. La reacción era más un odio sin destinatario, que la desgarradora tristeza que no tardaría en inundarlo.

Los pensamientos pasaban o demasiado rápido o demasiado lento, no estaba seguro, pero sí muy vehementes. El muchacho de 17 años estaba solo, tembloroso y de pie sobre el techo de tejas, cubierto por un manto de sudor que lo lamía y le provocaba sensaciones lejanas: la caricia de su mamá cuando caía enfermo; el mordisco que le pegaba a un marañón bien maduro, mientras sentado sobre el muro del cementerio buscaba pájaros para cazar, recuerdo que, inexplicablemente, lo acompañó hasta ese último momento.

Un chavalo de 17 años que, más allá de unas vagas nociones acerca de una libertad difusa –que, como dios, era hecha a la justa medida de cada quien, no sabía por qué, pero sí contra qué luchaba. Sí sabía que ahora, solo y rodeado por los guardias, parado sobre el techo de teja, con la luna poniente a su espalda, no podía esperar una gran variedad de destinos.

Mientras Chema oía todo aquello, pensaba en su mamá, en que no iba a aguantar la noticia, en que no quería ser él quien se la diera, pero no había otro. Era eso o esperar, si es que no había pasado ya, que algún vecino, o la propia guardia, le fuese a pedir que reconociera el cuerpo. En todo caso el tacto no vale de nada a la hora de dar estas noticias. Tanto vale decir “tu hijo se murió” como “se reunió con el señor”, o “su sangre riega el camino que nos llevará al triunfo”. El hecho es que estaba muerto y el mundo, y nosotros, que ya no ocupamos un lugar en su persona, lo queríamos de regreso, y nada más. ¿Qué sería el triunfo?, se le cruzó también por la cabeza. Todos los pensamientos oscilaban y se batían a duelo, pero siempre con la imagen del hermano, de ellos cazando pájaros con la tiradora sobre el muro que ahora lo acogía bajo su sombra.

No me fueron revelados mayores detalles sobre el momento en que los “compas” llegaron a reunirse con los muchachos. Sí sé que fue en ese mismo lugar, atrás del cementerio y en las quebradas del basurero, que se pusieron de acuerdo.

También sé que inmediatamente estallaron los primeros combates en el pueblo, y que varios de los muchachos, como Reinaldo, cayeron esa misma tarde con la pañoleta rojinegra cubriéndoles la cara. Cuando triunfe la revolución (probablemente mi ya avanzada edad no me permita ser testigo de aquello), seguramente se hablará de ellos cómo forjadores de la libertad; posiblemente sobre el campo de béisbol del barrio, que ellos mismos rozaron y rayaron con cal, se levante un estadio con sus nombres.

Supe que Chema se identificó como hermano de Chentón y se sumó (empujado por un muy sincero odio que lo cegaba y por la fijación de cobrarse esa muerte), desde ese día, a la lucha. Cuando los compas supieron de la muerte de su mejor colaborador en el pueblo, y uno de los combatientes más temidos de la zona, no pudieron rechazar la colaboración de su hermano.

Chema se entregó a la lucha. La última vez que lo vimos fue en el entierro de Chente, que se hizo unas dos semanas después, cuando la familia recuperó los restos; caminaba a los tumbos entre las cruces, luego como que desapareció, porque ya la guardia lo andaba buscando. Me enteré que Chema iba enrumbado hacia un operativo en los cafetales y lo alcancé mientras giraba tras un mausoleo.

–Chema… vení mañana que yo te banco, pibe, le dije, incapaz de disimular un quiebre en la voz.

Chema se detuvo, me miró de frente, me pegó un empujón en el pecho, para después apretarse contra mí y por un segundo ahogar un alarido que sentí vibrar en la médula del alma. Se limpió la cara (tan violentamente, que parecía querer borrarla) con la parte baja de la camiseta. Su mirada era como la de alguien que ya había vivido demasiado. Llevaba dos semanas con los compas y la expresión era la de un llano trance, como de un entumecimiento del alma. Chema y Chente, de 14 y 17 años respectivamente, eran personas ejemplares; hasta hace algún tiempo, los dos iban a clases por las mañanas y por las tardes inventaban cualquier cosa para llevarle plata y comida a su mamá. Cortaban las naranjas del palito que se encontraron por el cementerio y cuidaron por varios meses y, cuando había cosecha, salían en sus bicicletas con un cuchillo a venderlas, partidas por la mitad o peladas, con una tapita en el tope o en gajos. En el barrio todos los querían porque siempre ayudaban a todo mundo con sus quehaceres y mandados. Eran unos niños, a los que no me atrevo a llamar niños.

Chema lanzó una mirada repleta de odio. Le pregunté si lo podía ver para invitarlo a comer. Aceptó, con la condición de que le llevara la chaqueta que su hermano había dejado en la casa, y me prohibió terminantemente mencionar el lugar donde nos vimos.

Se la habían regalado los compas

12 de octubre de 1978

Anochecer

Era una chaqueta militar, de tela verde olivo; se la habían regalado los compas. La tenía metida en una bolsa negra en medio de un cerrito de abono, en una esquina del patio. La chaqueta tenía la sigla FSLN escrita con marcador sobre el bolsillo derecho, y una gruesa franja de tela rojinegra, sostenida con un nudo y gasillas a la manga izquierda. Era de buena calidad, aguantadora.

La noche anterior, mientras mis anfitriones dormían, fui y la tomé; no pensaba que hiciera mal porque quién podría ser más merecedor de aquella reliquia que Chema.

Me dijo que no podía hablar mucho. Aquel Chema que me llevó, hace ya un par de años, a conocer la salida al mar por los caminos del río; aquel chavalo que silbaba alegre, trepando rocas y bajando quebradas, no parecía el hombre sombrío y misterioso que tenía en frente.

Me habló del triunfo, que estaba lejos, que sólo la lucha insurrecta del pueblo acercaría aquel triunfo. Estaba más flaco, abatido, como dejado ir. Mencionó cosas sobre un operativo al que se estaba sumando, que iban por cafetales y potreros, que necesitaban mover unas armas y servir de refuerzos a los compañeros que luchaban en el pueblo hacia donde se dirigía aquella columna, y que nunca se supo cuál era. Me hablaba de todo aquello, mientras los quiebres de su voz iluminaban fugaces trozos de sí mismo. No me preguntó por su mamá, no tenía el valor; notó que me disponía a hablarle de ella, me arrancó la chaqueta bruscamente y dijo algo que no pude entender. Cuando se iba a marchar lo llamé para darle alguna plata. Tras tomarla, se largó. Creo que todos estábamos conmocionados por la muerte de Chente. No niego que al verlo largarse mi angustia se duplicó de golpe; me hubiese gustado, al menos, (…)[1]

II

Madre ponme en la chaqueta las medallas

Los zapatos ya no me los puedo poner

La casa desaparecida

Fito Páez

Nota preliminar a la última hoja del relato de Ernesto Castellano

Debo a una extraordinaria suerte de azar, y a un vendedor de libros usados, el increíble hallazgo de las últimas dos hojas del relato de, ahora sé, Ernesto Castellano Ojeda, antiguo periodista independiente de Buenos Aires y corresponsal para varias agencias en ese país, quien una vez retirado de su oficio se dedicó a escribir relatos de no ficción.

Nunca supe de dónde conseguía los libros este vendedor y lo último que le había comprado era un ejemplar del Teatro Completo de Antón Chejov, en pasta de cuero, a sesenta córdobas, y los dos tomos de la Editorial Nueva Nicaragua de las obras completas de Carlos Fonseca Amador, a veinte cada uno.

Un día me lo encontré de casualidad y me dijo, muy animado, que andaba algo y me estaba buscando para enseñármelo. De su mochila sacó, envuelto en una bolsa negra, varios documentos y libretas encuadernados artesanalmente con cordones cafés de botas militares y remaches de botones. Me dijo que se trataban de anécdotas e historias de los combatientes en la revolución.

Me los pasó y al agarrarlos noté cómo la cubierta se desmoronaba con el tacto. En las primeras páginas encontré una carta para una tal compañera Sara, firmada por J. L. B. (¿Sería José Lorenzo Balladares?), el volumen “hechizo”, además, contenía páginas de diarios de combatientes, recortes de periódicos, folletos, fotos, papeles, notas, cartas, todo del tiempo de la revolución y la insurrección. Casi al final, y de casualidad, como atraída por un imán, mi mirada se fue hasta una línea en la que se leía: “…varias descargas de plomo le iban destrozando primero la pierna izquierda, luego el brazo derecho, hasta que entre lamentos y alaridos el cuerpo de Vicente “Chentón” Molina, que era un diablo corriendo por los techos, se iba convirtiendo en una masa temblorosa de sangre y carne…”

Disimulé mi asombro. Sobre la hoja cuadriculada se leía el final del relato y al pie, la firma de Ernesto Castellano Ojeda.

Negocié con el vendedor y adquirí el libro por treinta córdobas. Me fui con una alegría que no me cabía en el pecho. Cuando llegué a mi casa y me dispuse a transcribir el final del relato, descubrí que los textos estaban agrupados en una especie de libreta, dentro del libro artesanal, y que la libreta contenía varios escritos de Ernesto Castellano Ojeda, que relataban diferentes episodios del diario vivir del pueblo de Nicaragua, en su segunda estadía, desde 1975 hasta su muerte en una trinchera del norte del país, el 20 de mayo de 1979, junto a guerrilleros sandinistas.

L.Báez/27.diciembre.10

Última Página

(No niego que al verlo largarse mi angustia se duplicó de golpe; me hubiese gustado, al menos,) despedirme de él apropiadamente.

En esos días, todo mundo sabía lo que pasó con Chente, y la versión era cruda: después que lo rodearon, un guardia le quebró varias costillas a culatazos. En el piso le quitaron la capucha y le dieron tres culatazos más, que le destrozaron un pómulo y le arrancaron varios dientes. La gente gritaba y algunas señoras lloraban alborotadas. Fue un bullicio aquello. Lo agarraron y lo fueron a matar cerca de su casa.

Algunos de los muchachos aseguran haberse escondido entre los matorrales aquella noche, y presenciaron cómo varias descargas de plomo lo iban destrozando. Primero la pierna izquierda, luego el brazo derecho, hasta que entre lamentos y alaridos el cuerpo de Vicente “Chentón” Molina, que era un diablo corriendo por los techos, se iba reduciendo a una masa temblorosa de sangre y carne. Lo quemaron y echaron en un hoyo, todavía vivo y cubierto de llamas.

En un enjambre de cables

Entre el 14 y el 22 de octubre de 1978

De Chema tuve noticias un par de meses después. Lo encontraron en un basurero, desbaratado, irreconocible, envuelto en la chaqueta de su hermano, con un dije de su mamá en el bolsillo. Yo tenía un par de días de haberme ido del pueblo.

Lo que he logrado saber es que, al cuarto o sexto día de aquel operativo, hubo enfrentamiento con la guardia en los cafetales. Varios murieron en ese lugar, otros huyeron.

Logré hablar con dos de los que andaban con Chema. Lo que me contaron no dejó de estremecerme hasta el llanto. La vida es dura precisamente porque está llena de bellezas efímeras.

El oficio me ha llevado a conocer extraordinarios ejemplos de vida; las pérdidas se acumulan y el dolor de cada una tiene su propio peso. Chema y Chente fueron para mí como hijos, como hermanos, como un negativo de mis cobardías. Fueron mis amigos.

En mi patria decimos: “desde que se inventó el bufoso, se acabaron los guapos”, aquí todo lo contrario.

Me dijeron que Chema era bastante impulsivo, le costaba obedecer de inmediato las órdenes, por lo que no se había logrado ganar la plena confianza de la columna. En el ardor del combate decidió subir a una torre de electricidad. Con el Fal al hombro trepaba y, sobre su cabeza, el enjambre de cables de electricidad ofrecía un cielo segmentado. Ya encaramado bastante arriba en la torre, la punta del Fal se le enredó en un cable de alta tensión. Las chispas atrajeron la atención de los guardias. Chema cayó y se fracturó la columna y el hombro. Todo su costado, la cara y parte de la pierna estaban quemados, en carne viva. Respiraba aún.

Dos compañeros lo trataron de llevar, junto a un grupo que huía, pero unos guardias los capturaron casi de inmediato. Los condujeron a una finca y los mataron. Cuando encontraron el cuerpo de Chema, envuelto en la chaqueta, se escuchó decir:

-¡Si es que es un diablo el Chentón hijueputa! Esos guardias lo van a tener que matar mil veces más…

No he podido regresar al pueblo y explicar la cuestión de la chaqueta. Quizá por temor, quizá por cierta culpa que me atormenta muy en lo hondo.

Ernesto Castellano Ojeda

13 de mayo de 1979

Algún lugar de las montañas de Nicaragua



[1] Aquí termina la última de las páginas que encontré; al menos los detalles referentes a la muerte de Chentón fueron bastante esclarecidos por el autor. Sobre el destino de Chema, del que nada se sabe, sólo resta conjeturar. Nota del Transcriptor.


"un embutido de ángel y bestia"