4 sept 2009

la Sombra deL dIos

“Dijo algo. Unas cuantas palabras ininteligibles que se coagularon en el aire frío, y que fueron sesgadas por el brillo metálico de la hoja al caer.”

Germán Lorenzo Vázquez
Santos de Sevilla, Capítulo IV




El otro, antes violento y dispuesto a dar muerte al viejo Chilam que había aparecido en la alta noche junto a su lecho, ahora lo observaba con curiosidad, de cuclillas sobre una roca que las aguas del cenote apenas lamían, mientras las palabras que el viejo ciego acababa de pronunciar retumbaban a lo lejos. Entonces, el viejo alzó sus ojos muertos al cielo rutilante y en ellos se prendió un enjambre de incendios plateados que fluctuaban por lo que parecía un mar de cenizas.

–Justo ahí –dijo el viejo ciego mientras señalaba con sus uñas retorcidas el cenit hendido donde siete estrellas empezaban a alternar sus brillos– donde hay universo pariendo universo se labra el fuego de la aniquilación.

Las siete estrellas vibraban con indecisa luz, como un viejo cascabel que remataba una larga y espectral serpiente de huesos retorciéndose en el cuenco del último cielo, llena de curioso asombro ante los dedos que la señalaban. El viejo estaba como en trance. Hablaba de la aniquilación que iba en marcha, de los Haabs que rodaban1 y la sucesión de los tiempos: el tiempo antiguo cuando los hombres fueron peces y el mundo fue cubierto por el agua hasta que rodaron tres veces cincuenta y dos Haabs y los hombres fueron gigantes que luego fueron muertos por jaguares que se postraban ante la terrible máscara de obsidiana y fuego que oscurecía el rostro de Tezcatlipoca. Cincuenta y dos Haabs pasaron siete veces más, decía el viejo, entonces El Gran Viento lo arrasó todo cuando los hombres fueron monos y vivieron en las ramas y así pasó un largo tiempo, hasta que los anchos ojos de Tláloc se rajaron sobre el mundo con lluvia de fuego y ruido de trueno y sus largos dientes eléctricos se clavaron sobre la tierra madura, entonces los hombres-niños fueron pájaros. La voz del viejo, mientras narraba todo eso, era como un haz de brillo lunar que se revelaba sobre un sinuoso cordón de humo, como una luz cenicienta y pálida que lograba herir la densa oscuridad de aquella selva.

–Los Tzitzimimes2, que ahora flotan en la luz escasa y efímera de los atardeceres –prosiguió su voz–, clavados de pies y manos sobre los cruces de caminos, acechan esperando el temblor grande y profundo que los sacudirá hasta la tierra y será Nahui-Ollin, el último de los tiempos, y el terrible alarido de Itzapapálotl, comandando legiones, lo consumirá todo. Es por tanto que cada cincuenta y dos Haabs velamos la trayectoria de los cielos, aguardando y pidiendo que Tzab-Ek3, paridora cósmica, se entrone en el centro del cielo, pues solo eso ha de postergar, por otros cincuenta y dos Haabs, la aniquilación total. Entonces el Fuego Nuevo se prende, como manda la tradición, y Yax Balam incendia los cielos. Hizo una pausa, y prosiguió diciendo que hace poco más de treinta Haabs se había prendido el último Fuego Nuevo, el mismo que todavía se erizaba en la cima del Huizachtecatl. Dijo que en la fiesta que hubo en honor de aquel Fuego el hambre de los viajeros fue saciada por el banquete y la sed de los dioses por la sangre del más valiente guerrero de las tribus. Habló de danzas de plumas y conchas que se bañaban con el fuego que nacía, dientes y pieles, huesos y tambores que adoraban al Fuego Nuevo que casi devoraba la Pirámide. Entonces las profecías eran leídas y aquél día en particular, dijo el Chilam ciego señalando con un imperceptible movimiento de mano al que lo escuchaba, la que bien conocida por tu memoria debe ser, fue revelada.
El otro lo escuchaba azorado, como redescubriendo palabras familiares que se habían apagado en la oscuridad de su memoria, arrancadas por zarpazos de jaguar o devoradas por la selva marañada. La historia del último Fuego Nuevo había corrido por su aldea desde que él era un niño y la conocía a la perfección, pues hablaba de la profecía que prefiguraba el nacimiento de su hermano mayor como la unión y materialización de Ek Chuah, el Escorpión Negro de la Guerra, y Xaman Ek, estrella del Norte, en carnes humanas.

–En aquella fiesta leímos los códices sagrados y procedimos, como el rito requería, a formar a las mujeres de primer embarazo que se encontraban entre la multitud en un amplio círculo –prosiguió el Chilam–. Esparcimos por la tierra el cacao en ofrenda y prendimos las hierbas sobre la imagen de barro esencial de Wuqub` Kaqix, dentro de la cual el escorpión negro rascaba la tierra. Cuando el humo cesó su danza hipnótica, la figura de barro del viejo dios fue destrozada y de sus escombros emergió la sombra fugaz del escorpión negro que se posó sobre el vientre hinchado de la madre de él, luego la madre tuya, e inyectó el veneno. Entonces fue llevada esa mujer ante los Chilames y Sacerdotes quienes cuidaron de ella, curándola con hierbas del veneno y alimentándola con caldo de vísceras, hasta que nació de sus carnes aquel dios espléndido y majestuoso. Cuatro años después naciste de la misma mujer, y creciste junto a él, fue tu privilegio ser su hermano. Crecías como su sombra, o esencia sombría transpirabas entonces. Lo que de él ha quedado en este mundo nuestro confluye en tu sangre, en los ríos arremolinados de tu carne.

Ahora el otro no solo escuchaba, si no que respondía a cada palabra con un temblor que le crecía desde lo profundo. Pensó cuánto o cómo cambiaba su destino ahora, sentado junto al cenote que lo había acogido desde el exterminio de su aldea, desde la muerte de su hermano unos quince años atrás, con la voz de un Chilam reviviéndolo todo. Bajo la ancha copa del Chilamate entre la cual las estrellas parecían colgar como pequeños frutos luminosos, revivió su mente aquellas pasiones que se perdían en el espacio y en el tiempo; recorrió con la mirada la entrada de la caverna que se abría junto al cenote, recordó la gran cúpula oscura en la que se retorcían raíces milenarias y se erizaban agudas estalactitas calizas que apenas acariciaban la amplia superficie de agua quieta que se extendía bajo la cúpula: el tz’ono’ot4 sagrado, la cavidad del inframundo. Desde hace años aguardaba el momento en propicio para aventurarse a lo profundo. Pensaba emprender un viaje en busca del alma de su hermano, un viaje al tejido sinuoso del inframundo donde reclamaría el alma que a este mundo aún pertenecía. Ya juntos conquistarían La Ciudad donde los Hombres se vuelven Dioses, y al temible Búho con Lanzadardos, cuyo canto letal aún serpenteaba impune por la selva. Entonces reflexionó que fuese como fuese o pasase lo que pasase aquél era su destino, y que el anciano ciego que acababa de llegar no podía ser otra cosa que un vehículo para alcanzarlo. Así accedió a ser iniciado, bajo la instrucción del Chilam, en las artes sagradas y los secretos que una vez dominó su hermano quien, durante su breve vida, había alcanzado una especie de luz y fuerza, una suerte de gloria, que le era vedada al resto de hombres. Agotó los códices y las profecías sagradas. Del esencial lenguaje de la piel del jaguar comprendió, como ningún hombre antes, el universo o, lo que es igual, las tres formas simples que componen el universo total. Desde muy joven fue un prodigio de la guerra y de la caza: él y una selva oscura valían entonces por un ejército de mil hombres. Conocedor de todas las lenguas y artillerías de guerra.

Los quince años de exilio en la selva ya habían hecho del menor de los hermanos un hombre fuerte. Durante ese largo tiempo se había dedicado a cazar bestias y tropas teotihuacanas que unas veces capturaba de a diez, otras de a veinte, y cuyos corazones untaba sobre las raíces del Chilamate, o ensartaba en las ramas de los árboles. Pero ahora aprendía los secretos sagrados como si los conociese de toda la vida. No hacía otra cosa que recibir las instrucciones del viejo con la mejor y más firme disposición. Pasaron meses o acaso años, y el Chilam nunca se movió de donde estaba; permanecía sentado sobre sus rodillas mientras dictaba largas sentencias, lecciones, instrucciones, plegarias o fórmulas mágicas, mascando raíces o fumando largamente. Otras veces dormía en la misma posición, pero como lo hace un muerto.

Pasó, pues, el tiempo, como siempre pasa, hasta que una mañana llena de niebla el viejo Chilam apareció muerto, tendido boca abajo entre el barro del pantano. Al aprendiz, ya bien encaminado, no pareció importarle gran cosa la muerte de su maestro; más bien continuó afinándose en los secretos en que ya había sido iniciado. Agotó los códices esenciales que el viejo había traído consigo. Estudió la arquitectura etérea del Universo, las castas y estirpes de los dioses, los secretos de las hierbas y los trances; repasaba los caminos que su hermano alguna vez había caminado.

Un noche, mientras los gusanos y los zopilotes arrancaban la poca carroña que aún le quedaba al cadáver del viejo, cuando él empezaba a dormir y el sueño iba llenando sus pensamientos, como revistiéndolos y transformándolos, pero esta vez también el tiempo confluía en el sueño, un tiempo que no era ni sucesión de eventos ni percepción humana, tiempo puro que formaba un delta de arenas oscuras y revueltas; entonces soñó...

Soñó con Kaminaljuyú, su aldea, que aún vivía su máximo esplendor. Soñó el ruido de las placas de obsidiana al ser arrancadas de las tierras bajas y el temblor que provocaban las inmensas moles de piedra entre la selva, abriendo caminos por los que el imperio teotihuacano se abastecía del jade y la obsidiana; caminos por los que la oscura Teotihuacán soltaba sus terribles tropas. Soñó a su familia, todavía viva y privilegiada por la situación divina del hijo mayor, a quien cada tres noches se ofrecían sacrificios u ofrendas. Soñó a los dos hermanos, como si él no fuese uno de ellos, cazando y jugando en la selva desde niños, perdiéndose en los arroyos y en los senderos; el menor siempre a la sombra de su inmenso hermano. Vio en sus sueños las largas ceremonias que su hermano presidía y el valiente ejército que comandaba; los corazones que arrancaba y las vidas que perdonaba; los majestuosos tocados de pieles, conchas y obsidiana, la cabeza muerta del Jaguar que lo coronaba; los petos de Jade, colmillos y plumas. Soñó la última cacería, cuando el ya era casi un hombre y su hermano un completo dios. Se internaban a la selva en una madrugada sin luna, arrastrándose tras el rastro de una manada de venados. De repente el mayor se detenía y todo era inundado por un solemne canto de muerte que crecía al otro lado del río, cerca de la aldea, donde se veía la danza circular de varias antorchas. Luego estallaban los gritos y las casas eran prendidas en fuego. Varios caían abatidos por los largos dardos. El Búho con Lanzadardos, el terrible ejército teotihuacano, llegaba esa noche sin otro fin que el exterminio. Ellos, desde la selva agitada por los gritos de las aves y el rumor de las bestias, presenciaban cómo, en un abrir y cerrar de ojos, los teotihuacanos devastaban Kaminaljuyú. Soñó al hermano mayor que le ordenaba que se quedase allí, pero en el sueño el hermano mayor ya no tenía cara si no una profunda cavidad húmeda de sangre o algo peor, luego se apresuraba dentro de la selva hasta que una figura nebulosa, la de un jaguar, le cortaba bruscamente el paso. Con un solo movimiento de encías rosadas y ojos verdes las uñas del jaguar abrían el pecho del hermano mayor dejando una profunda herida diagonal que le alcanzaba la parte izquierda del rostro. El ejército, a cuyas filas parecía pertenecer aquel jaguar salvaje, ya había cruzado el río y rodeaba al hermano mayor que forcejeaba con el colosal felino; entonces la selva se precipitaba en caótico fluir verde y el menor de los dos hermanos soñaba su bochornosa huida, los gritos de su hermano que se alzaban entre los del ejército enemigo y la rabia y la impotencia que lo corroían.

A mitad de ese sueño lo despertó un rumor, uno que percibió idéntico a los cantos de guerra que aquella vez arrasaron su aldea. Abrió los ojos y trató de moverse pero algo ajeno a él, algo parecido a un pinchazo, lo mantuvo en el suelo y lo mandó de regreso a un sueño negro y vacío. Cuando volvió a abrir los ojos, se vio rodeado de innumerables cuerpos. Apartó la mirada y notó que los zopilotes ya no estaban sobre los restos del Chilam. Sintió tres pinchazos más y los ojos se le cerraron ante los dos dardos que se acababan de clavar en su pecho y en su estómago. Antes de alcanzar a ver el tercer dardo ya se había desplomado hacia el más profundo sueño.

Luego de varias horas soñó que planeaba sobre una gigantesca ciudad, eterna, divina y sin duda vedada a todos los hombres. Una ciudad dispuesta según las secretas vértebra del cosmos. Entró sobre una larga avenida que atravesaba toda la ciudad de sur a norte, que al principio estaba flanqueada por un tumultuoso mercado lleno de ruido y seres que se parecían a los hombres. Atravesó una hermosa y grande ciudadela tejida por miles de pequeñas casas. En el centro de la ciudadela se levantaba un alucinante templo hecho de serpientes en cuyas fauces se extendían plataformas de culto y sacrificios. Todo siempre atravesado por la larga avenida en la que millares de muertos desfilaban en una colorida y ensordecedora procesión.

Despertó por un segundo en el que sintió todo su cuerpo envuelto por una gruesa y ceñida cuerda. Se vio conducido entre infinitos rostros de muertos que marchaban al norte, al sol, a la luna. Estaba totalmente aturdido y desorientado, no podía moverse, todo su cuerpo estaba entumecido. Pensó que aquella procesión celebraba su llegada al inframundo, que su hermano lo esperaba al final de aquella calzada, y eso era invariable. Pasó sobre un río sin que sus aguas lo alcanzaran. Las edificaciones, propias de una inteligencia divina, no dejaban de aparecer por todos lados. Al fin llegó al extremo norte de aquella metrópolis que ya parecía inagotable, donde la tierra se erizaba en dos pirámides colosales que resplandecían como el sol y la luna. Entonces comprendió con terror que aquella ciudad no podría tratarse de otra que la gran Teotihuacán, la ciudad donde los hombres se vuelven dioses. Sintió su carne vibrar en un terror que solo podía ser el de la presa de un jaguar que se revuelca herida e indefensa ante los dos ojos incendiándose en la negrura. Comprendió que sería alimento de dioses, y nada más… Y esto era, a esas alturas, un destino, una vez más, invariable, pues poco o nada podía ya hacer en tal condición (atado, a los pies de la enorme pirámide, rodeado de fuegos y ofrendas y hombres que exigían su sangre) para influir en su destino.

Cerró los ojos con brutal tranquilidad y, una vez desatado, se postró ante la enorme pirámide, besó el suelo y empezó a recitar uno de los códices. Así, sin cesar por un instante las líneas que recitaba, fue conducido solemnemente por las largas escalinatas hasta la cima de la pirámide donde un viento seco y tranquilo arrastraba las últimas luces del ocaso.

Abrió los ojos cuando fue puesto sobre la gran piedra de sacrificio y si sintió la superficie cubierta de sangre seca. Contempló el cielo que comprendía todo lo que sus ojos abarcaban: un cielo de un azul bestial, igual que a cualquier otro cielo, excesivamente profundo, en el que se deshacía la mirada. Percibió, sin voltear a ver, varias sombras que se movían en torno a él con oscuro ademán. De pronto, los suntuosos tocados de jade, huesos, plumas, conchas y las largas pieles inundaron su visión. La cabeza disecada de un Jaguar coronaba y cubría de sombras la cabeza viva e imponente de un sacerdote que se inclinaba sobre él. Luego, con un rápido movimiento, el sacerdote se agachó hasta tocar el piso y los colmillos del Jaguar se posaron ante los ojos de la víctima. Con idéntica rapidez, el sacerdote volvió a alzar el denso cuchillo de obsidiana al cielo crepuscular, hasta rozar la primera estrella que por ahí aparecía.

Fue hasta entonces, y no con poco horror, cuando la mirada del menor de los dos hermanos atravesó el pecho fuerte y amplio de su victimario siguiendo el curso de una cicatriza larga, vieja y diagonal que lo atravesaba y le alcanzaba parte de la cara.
Acostado sobre la roca, con la mirada puesta en el filo del cuchillo que pendía sobre su pecho, comprendió que su hermano había sobrevivido, que seguramente había sido llevado a aquella magnífica ciudad y que había logrado, sin duda, deslumbrar a los más sabios con su vasto conocimiento y enorme habilidad. Que había escalado por aquella ciudad en la que los hombres se hacen dioses, que había olvidado su pueblo y su pasado, y que ahora reinaba en aquel otro pueblo.

Un grito, uno que el menor de los hermanos enhebraba en lo hondo de su garganta, se vio desvanecido por un ruido gutural y profundo que cesó cuando el cuchillo había abierto completamente el pecho.

Al poco tiempo el corazón fue arrojado junto a la pira, todavía palpitante. El cuerpo decapitado rodó lentamente hasta la mitad de las escalinatas. La cabeza cayó, poco después, sobre el polvo, al pie de la pirámide, con el reflejo de las siete Pléyades que se posaban en el cenit deshaciéndose sobre sus ojos bien abiertos.


Notas:

1 365 días, repartidos en 18 meses de 20 días, más cinco días adicionales llamados Uayeb, formaban el calendario Haab; este, combinada su marcha con el Tzolkín, formado por veinte trecenas o trece veintenas de días y que resultan en 260 días, marcan un ciclo organizado y convergente que inicia cada 52 años o Haabs.

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2 Los Tzitzimimes eran demoníacas estrellas guerreras con terrible apariencia de esqueleto que a cada momento intentaban destruir el mundo y a los hombres. Durante los ocasos y los amaneceres lograban vagar inadvertidas por las tierras y caminos, y cuando había un eclipse sus alaridos cundían el mundo.

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3 Nombre con el que los Mayas se referían a la constelación de las Pléyades y que significa cola de serpiente de cascabel. Era el lugar donde pensaban que se había formado el Universo.

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4 Palabra maya de la que, se supone, proviene el término Cenote.

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