22 jun 2011

SALTAPIÑUELAS

Estaba B una tarde X de inicios de mayo (con el tronco y los brazos desparramados sobre el sofá, las piernas hechas una L y los pies apoyados en el piso) soñando sueños intraquilos, sueños terribles y enfermizos que a cualquiera, sobre todo a B, le pondrían los pelos de punta y que invariablemente olvidaba al despertar, hasta que algo lo abstrajo de ellos. Era un ruido, un revolotéo que de improviso se convirtía en un zumbido incesante y que finalmente se materializaba en un enjambre de avispas u hormigones negros que, como un chorro de propulsión, se eyectaba por la fosa nasal del cadáver violáceo con que B soñaba. Un estruendo de los mil demonios que lo hizo levantarse de un brinco.

Un nubarrón, algo rosado, algo dudoso, cubrió el cielo por buen rato y saturó cada milímetro de realidad con un tinte color carne.

B se sentó al borde del sofá. Apretó los ojos muy fuerte. Se sintió mareado. Prendió un cigarro. De un manotazo derrumbó la cordillera de libros que discurría a su lado. Se volvió a recostar y se quedó contemplando, por unos pocos segundos que se asemejaron a la eternidad, los volúmenes, los contornos, las torciones y retornos, la silenciosa mórfosis y la expansión del humo que en un principio era un fino arroyo celesteléctrico zarpando de la brasa anaranjada y que, en lo alto, iba conquistando el vacío y la luz amarilla y rosada que entraba por la ventana y que revelaba los rostros del humo. Rostros que aperecían como una mueca sin carnes ni huesos que la sostuvieran, puro visaje ceñido al humo. Apariciones fugacez que seguramente, al menos en la realidad que B percibía, no significan nada, o su significado no tiene la menor importancia.

B volvió a escuchar el revolotéo, ahora más aparatoso y cercano de lo que recordaba ¿Recordaba? En el acto B se espantó por el hallazgo de un recuerdo vívido de algo que B no había vivido jamás. El espanto se asemejó al espanto de quien una mañana cualquiera encuentra un cadáver, que encima de muerto es desconocido, en un cuarto de su casa. Y el recuerdo y su espanto cercaron, como dos manos que curvando sus palma abovedaban las llanuras y hondonadas de la mente de B, manos que no eran carne sino una suerte de espejo iridiscente y cóncavo que revelaba patrones compuestos por miles, quien sabe si millones, de imágenes; imágenes y percepciones caóticas que, fluctuantes y disolutas, alternándose en una efervescencia demencial, componían una imagen total e indigerible, al menos así, de sopetón, para cualquier mente humana; algo simplente inextricable e ininteligible que a B le provocó un repeluzno leve, con epicentro en su nuca, que recorrió sus brazos y cesó en la punta de sus dedos. El revolotéo (B ya lo había logrado ubicar) provenía del patio y lo causaba una saltapiñuela que reiteradamente se lanzaba en picada desde las ramas más altas de un arbol de aguacate hasta el interior de un arbusto de limonaria donde había instalado su nido y donde sus polluelos piaban.

Acodado al marco de la puerta que da al porche y al patio, B observó por largo rato al pajarito que iba y venía, una y otra y otra vez, atareado en su absurda empresa. El irracional instinto, por no llamarle reflejo mecánico, de sobrevivencia, de preservación, divagaba B, el demencial reflujo de sobrevivencia, ese vano tic de pretensiones divinas o agrícolas que consiste en crear, alimentar y ver crecer, un instinto incuestionable ya fundido en el crisol del inconsciente colectivo de nuestro mundo. Ese capricho animal que busca la multiplicidad, la expansión, el crecimiento y preservación de la especie, de las partículas más cercanas a la particularidad propia, sin razón alguna, o acaso para crear o creerse una artificiosa y no constatable noción de eternidad colectiva. B no estaba seguro y seguramente no le importaba mucho.

De repente, el nubarrón desapareció por completo, dejando un cielo despejado y refulgente. B pensó en los pájaros de fuego del cuento de Peñalba y se quedó helado. Todo volvía a mudar su tono y su matíz. Hasta los infinitos pájaros que vuelan y saltan por el patio modulan sus trinos, pensó B. Hasta las ramas de los dichosos árboles que son apenas sensitivos parecen revertir sus movimientos, casi pronunció con sus labios delgados, que de pronto sintió resecos. Ensortijó una sonrisa involuntaria. Bostezó mientras la saltapiñuelas planeaba en una diagonal veloz, un tanto curvada pero precisa, maravillosamente precisa, y se posaba junto al nido que pendía del punto donde una rama de la limonaria se bifurcaba y que a B le pareció una flor extraña o extraterrestre. B se acercó sigilosamente al nido que no estaba a más de tres metros del porche de su cabaña. En medio de un revolotéo inesperado que sacudió hasta el tuétano la tranquilidad de aquella tarde, la saltapiñuelas regresó, como una flecha en reversa, hasta la copa del aguacate.

B la observó, frunció el ceño y se quedó un rato de pie, terminándose el cigarro. Hasta ese momento notó que había llovido y, a juzgar por la gran cantidad de agua que embebía el patio, bastante fuerte. B no se explicaba cómo había sucedido eso, pues según sus cálculos no había dormido más de veinte minutos. En lo que B se disponía a regresar a la sala para ver la hora el revolotéo de la saltapiñuelas volvió a estremecer las ramas de la limonaria, multiplicando las gotas de lluvia que cubrían sus hojas, una lluvia que a B le era absolutamente desconocida. Unas nubes negras se acercaban peligrosamente desde el este. A B se le ocurrió buscar algo, una caja de cartón desarmada, un pliego de plástico negro, algo que sirviera como techo para proteger al nido y los polluelos de las fuertes lluvias que todo mundo aseguraba que caerían aquel invierno. Luego imaginó lo beneficioso que ésto sería para la saltapiñuelas y sus polluelos. Imaginó a la saltapiñuelas estremecerse, acurrucada en lo profundo de su nido con sus polluelos, al escuchar el ruido de un aguacero que desgarraba el cielo. La imaginó aterrada, sacando su cabecita por el hueco oscuro del nido vaya uno a saber por qué, por impulso casi mecánico, y su enorme sorpresa al constatar que efectivamente llovía a cántaros por todos lados, que la lluvia lo cubría y empapaba todo, menos a ella, a su nido y a sus polluelos. ¡Qué milagro! Qué estupefacción tan conmovedora la de la saltapiñuelas. Ahora podría dedicar el invierno a seguir su acopio de alimentos para las crías sin atrasarse en reparaciones provocadas al nido por las lluvias, y ni hablar de las goteras, el frío y la incertidumbre. Al pasar el aguacero y resultar el nido intácto, la saltapiñuelas volaría a divulgar, si esto es posible para una saltapiñuelas, a todos los pájaros que anduvieran por el patio la buena nueva sobre el milagro que la providencia había obrado sobre su nido y su familia. Seguramente, ya siendo una saltapiñuelas anciana, contaría a sus polluelos, quienes a su vez contarían a sus hijos su versión o, mejor dicho, percepción de lo ocurrido. Las consecuencias, ponderó B, serían inimaginables. Luego se pregunto qué tantas eran las probabilidades de que alguien no solo encontrase un nido de saltapiñuelas, sino que se le ocurriera tomarse la molestia de cubrir aquel nido para proteger su contenido. Luego pensó en los infinitos nidos abandanados a su suerte en los infinitos caminos, bosques, barrancos y quebradas del Pacífico de Nicaragua, por no decir del Universo. La lluvia en eterno retorno, ni se diga la rayería y la electricidad. Pensó que todos esos polluelos estaban irremediablemente perdidos y que no se podía hacer nada al respecto. Luego se preguntó si la saltapiñuelas sabría agradecer y apreciar el milagro o si lo dejaría fluir por sus ojos con la misma estúpida normalidad con que discurría el cielo, la tierra, el viento y todo a su alrededor. B pensó que ésto era lo más probable y decidió dejarla abandonada a la sagrada voluntad de la naturaleza. Pensó, asqueado, que los polluelos chillaban como ratones. Aplastó la colilla del cigarro bajo su talón. La saltapiñuelas regresaba, como por primera vez, al nido. Qué terquedad de sobrevivencia, pensó B, Voluntad de Poder en su más pura esencias. A lo mejor y de estos pájaros hasta se puede obtener, encapsular y poner en las farmacias Voluntad de Poder (15 gramos cada mañana) para curar la enfermedad de nuestros tiempos, se le ocurrió. Alimentar y proteger a los polluelos sin saber por qué, un acto solitario que revolotéa más allá del entendimiento y la lógica, más allá del juicio, la razón y la cordura, una sentencia que se dicta, se acata y se ejecuta más allá del bien y del mal, y al que no somos del todo ajenos.

Ese ir siempre hacia adelante, hacia más, ese conservar y alimentar. De multiplicar. De alimentarse, conservarse y duplicarse uno mismo, o lo que más se le parezca. Narciso inclinado y su reflejo son dos arcos que cierran un anillo. Una partícula de pólen que fluctúa en una flor, ese es nuestro Universo, piensa B, ahora con miedo. La saltapiñuelas metía la cabeza y la mitad del cuerpo en la oscurana del nido. Los polluelos piaban de júbilo. Ese alimentar a unos polluelos que en unos meses (quizá cuando acabe el invierno) alimentarán a unos polluelos que en unos meses alimentaran a unos polluelos... y así. La diferencia la hace la conciencia. Sobre todo la maldita conciencia (¿ilusión?) de individualidad. La saltapiñuelas no tiene conciencia de nada de esto y alimenta a sus polluelos como quien se alimenta a sí mismo. Entonces B creyó ver claramente que la saltapiñuela en realidad era una mano y que ese nido no era un nido, sino una boca. Una mano que llevaba comida a su boca. Una mano que echa a andar la rueda del trapiche, que realmente nunca ha parado de girar (es una rueda en eterna bajada). Y la mano, es decir, la saltapiñuelas lo ignora, aunque actúe como si entendiera perfectamente lo que hace, con la seguridad de un engrane que tiene total conciencia de la función que desempeña en una máquina descomunal, lo ignora por completo y quizá, piensa B más tranquilo, ahí resida todo el misterio. Yo, de algún modo, lo percibo, y me queda la maldita cruz de no poder escrutar el rostro de la máquina o del animal del cual somo órganos, bacterias o víruses, mucho menos comprender nuestra real y específica necesidad, B se sentía menos mareado. No sabía si pensaba o hablaba. Un ciclo sencillísimo y sin novedad que se asemeja a una bóveda de espejos cóncavos e iridiscentes (y esto hasta B lo ignora) que se ajusta sobre todas las cosas como un anillo. Conoceré como soy conocido, recuerda B, y sus palabras (o pensamientos) retumban como un eco que se queda suspendido y que al rato empieza a vibrar y aletear.

Finalmente B se paró frente al nido, escuchó el chillido de los polluelos salir desde su interior, como chorreando sombras, y trató de calcular cuántos eran. Se los imaginó ateridos de oscuridad, seguramente de frío, trémulos, piando por alimento, rogando, exigiendo a la saltapiñuelas que observaba la escena moviendo su cabeza y sus ojitos redondos de un lado a otro desde lo alto del arbol de aguacate. B se puso de puntillas y alcanzó la rama que sostenía el nido, la arqueó un poco hacia abajo. En el acto saltaron desde la profundidad de aquel útero artificioso de sombras y paja, como tres pequeños resortes que se activan con el menor movimiento, las cabecitas y los cuellos calvos, cubiertos por un pellejo flojo y rosado, y surcado por varias venitas azules, de tres polluelos que desplegaban sus picos como rombos húmedos. B alcanzó a ver el fondo del gaznate de uno de los polluelos. Regresó la rama a su posición original y se quedó con la impresión de haber visto un atardecer morado y magenta de playa del Pacífico. Los polluelos dejaron de piar y se volvieron a acurrucar entre las sombras. Volvió a curvar la rama. Los polluelos reaparecieron sin asombro, como cualquier resorte. B repitió un par de veces la operación y se quedó perplejo. Se activan con el movimiento. No tienen la más mínima memoria. Entonces B recordó unas plantitas que crecían entre el monte, al ras del suelo, a la que la gente le llamaba dormilona y que B no miraba desde que era un niño. Luego pensó en flores de carne, en flores caníbales y sanguinolentas que parecían dormidas, pero que en realidad acechaban a la presa. Quería hacerse una idea más clara de los polluelos, entonces inclinó por última vez el nido y se asomó, con los ojos bien abiertos, a la oscuridad en la que chapoteaban los polluelos.

Entonces se desencadenó algo confuso.

Un estrépito como de terremoto creció desde el nido, como si las sombras hirviesen y estuviesen a punto de derramarse. Un enjambre de aleteos y chillidos le hizo coro. Entonces el nido se abrió, estalló como una flor. De su interior empezó a salir un sinnumero de polluelos muertos, color carne, que se estrellaban en las orejas, los labios y la frente de B. El nido se abrió como una fosa nasal, comprendió aterrado y asombrado de no haberlo notado antes. Todo se deshízo como una bofetada de membrana.

B se despertó de un salto.

La luz de la tarde entraba en haces por la ventana.

B prendió un cigarrillo y se quedó fumando, atento al chillido incesante y habitual de los murciélagos que vivían en su cielo raso. En eso estaba cuando el aletazo de uno, como el recuerdo vívido de algo que no había vivido, le rozó la mejía.

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"un embutido de ángel y bestia"