22 mar 2009

Capricho 43


Capricho 43

A Róger Pérez de la Rocha, César Delgado y Ricardo Morales

“El sueño de la razón produce monstruos”
Francisco de Goya

El cuadro ya casi estaba listo.

Un aleteo desconocido batía la espesa oscuridad. Las agitadas horas de la madrugada cernían un capullo de alquitrán a su alrededor. Fuera de la fosa de luz blanca, que estallaba desde la lámpara, el luto de la noche se evaporaba en rostros y gritos mudos, paralelos, inofensivos.

La muerte, suspirándole largas notas de violín al oído, lo asemejaba a aquel joven Böcklin autorretratado en óleo y sombras. No lograba percibir entre las tinieblas, cada vez más retorcidas, el negro aleteo que se deshojaba, de a poco, desde la médula de la noche.
Bajo la luz se agitaba un caos de pinceles, manos y colores; el seductor hedor a óleo y aguarrás lo mantenía en el trance automático de todas las madrugadas. 
Predominaban los ocres y sarros sobre un lienzo cubierto por una costra de arenilla sólida.
En primer plano, dos figuras de pie eran como un eco distante que se volcaba a través del tiempo evocando a las que, aterrorizadas, lamentaban la Apertura del Quinto Sello en algún paisaje de El Greco; el pubis de roca sólida, la sombra sin costuras delineando los cuerpos y socavando las caras; níveos de cal, refulgentes de sarro. El hombre, adormecido, de pie, sin proponer nada, más bien esperando algo, cansado y acaso conciente de su condición de sombra, de eco de la mente de su creador, era presa fácil para el naciente siglo XX; abrazaba a su esposa, como protegiéndola de la tormenta incierta que se avecinaba; al fondo, el cielo estallaba en fuegos. Los rostros eran tétricos, acaso un cadáver parasitario en cíclica lucha con la carne viva se apoderaba de ellos, un avanzar y retroceder de la tumba a la cuna y de ahí a la putridez; los rostros poblados de sombras y cuencas mas no de facciones; un expresionismo oscuro, turbulento. El cuadro en su conjunto brillaba trémulo al fondo del estudio.


Estaba abatido de semejante jornada; rompió el cascarón de luz que lo cubría y se abrió paso a través de las tinieblas. Recostado al muro del patio, sacó el último cigarrillo del paquete de papel arrugado y se lo puso en la boca. El cuadro aguardaba su sentencia, embestido por la oscilante luz blanca. En ese momento todo el entorno parecía responder al sinuoso tembleteo del cigarro en la boca.

Sobre el lienzo, los definidos trazos, las complejas perspectivas, los rostros tan apocalípticos pero tan violentamente reales, dejaban sentir el paso de las manos serenas y precisas del maestro, pero que de los dedos, a fuerza de vómito y sangre, se escapaba un alma en ebullición, convulsiva hasta el vértigo; un alma de loco que con golpes de cráneo logró fugarse de esa jaula que era el cuerpo y que ahora se destrozaba contra cualquier lienzo.
Regresó al estudio y se dispuso a dar las últimas pinceladas. Quería corregir algo en los rostros, algo no encajaba, algo sobraba.
Estudiaba detenidamente la composición: los ojos sombríos que lo escudriñaban fríamente a través del ala roída del sombrero, el hombro izquierdo un poco más levantado y la mano derecha como conteniendo un sombrío ímpetu de la otra; los nubarrones cada vez más cercanos, el pueblo en ruinas propiciaba un horizonte dentado, la mujer apretada contra el pecho dejaba escapar su corazón palpitante, como un pájaro que agoniza en el cuenco de las manos.

Desde las tinieblas, y destrozando el balaustre de humo, que se elevaba desde el cigarrillo hasta la más desconocida sombra, surgió, como goteando noche, una pesada mariposa negra que se posó en el borde del bastidor.

No existió más nada en el mundo. Nunca nada fue más real.

Dejó caer los pinceles y la paleta; abstraído descubrió los grandes ojos rosáceos, las antenas rizadas, el cuerpo blando y cubierto de polvillo gris; las alas planas, llenas de ojos y escamas ofrecían una planicie, desde donde vio levantarse altos patíbulos; infinitas guillotinas hacían reverencia al público para dar inicio a un inmortal baile de cabezas y tráqueas serpenteantes. De la planicie de las alas nacieron también interminables muros, nacía Pollock, y nacían explosiones de sangre y plomo contra el concreto y el cosmos; Todo desfilaba como eco de pasado que rebotaba en una pared futura. Como si esos ecos aprovecharan las apagadas horas de la madrugada para desnudar su pálido brillo, para bañarse con los colores del iris, y evaporarse como nausea justo en el plexo. Vio levantarse a un pueblo, como los antiguos solían, y vio hambre y persecución. Al fin se levantó la cruz y vio mujeres, niños y hombres pasados por el cuchillo del Cristo muerto; vio aves de acero sobre islas que estallaban. Vio a un hombre sentado a la mesa con su padre, compañeros y enemigos, sereno, con la muerte prendida al lagrimal; botas de guardia deteniendo los faros del auto; El Campo de Marte, El Hormiguero y finalmente el cerro La Calavera. Las palabras aún no pronunciadas de don Gregorio Sandino se empezaban a configurar: “Ya los están matando. Siempre será verdad que el que se mete a redentor, muere crucificado”; el sombrero cayó al suelo cuando Sócrates caía cerca de la Iglesia El Calvario.

Todo empezó a andar otra vez. 

Un alarido cavernario tajó la noche en dos. Yacía en el piso, descarnado y estremecido, aterrorizado. De los cuellos degolladas chorreaba espesa y oscura sangre y las dos cabezas, con los ojos bien abiertos, caían pesadas sobre los pies.
Vio sus manos manchadas de sangre, a la par el pincel, que chorreaba la aguada carmesí, confirmaba el crimen.
Contra el borde de la lámpara chocó una torpe mariposa negra que, como un sueño, soltó una cascada de polvillo gris que enroscaba constelaciones bajo el halo de luz blanca.

El alba nacía gris con pesadas nubes por doquier y hubo frío.

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