11 jul 2011

Relato sobre papel de arroz (de "El Patio de los Murciélagos", Uruk, San José, 2010)

1

Son dos imágenes las que prevalecen, al menos en mi mente.

La primera diría que se trata de Sergito Díaz tocando a la puerta de mi apartamento de Managua: mi espátula chorreaba una aguada terracota sobre el piso. Yo no me percaté, es posible que incluso hoy la aguada siga chorreando desde la espátula. Goteando, para ser más claro. Sí me percaté de un goteo. Algo se filtraba y caía al piso. El cuadro en que trabajaba era enorme. Quizá seis metros de largo por uno y medio de alto. Estaba en la mera mancha. En la macha bruta, y supongo que así se va a quedar. No creo regresar a ese apartamento. Tenía música puesta, creo que Desierto, de Paez. No sé, pero sí estoy seguro que el disco que escuchaba era Abre/Paez. Pues bien, sonó la puerta y yo abrí.

Entonces apareció Sergio chorreando lluvia. Pensé que algo le ocurría y lo hice pasar.

Había sido un día jodido en el trabajo. El riesgo se ha triplicado desde que mi Vespa está descompuesta. Andar cargado y andar en ruta es peligrosísimo; ahora tengo que gastar extra en taxi, y aun así la cosa no es del todo segura. Ventajas a mi favor, tres: mis clientes (discretos, buenos compradores, honrados, en fin, ciudadanos correctísimos de los que nadie sospecharía), los lugares a los que voy a entregar (oenegés, bufetes jurídicos, salones de belleza, talleres de pintores, oficinas del Estado) y el caos de Managua (ocre pálido cuando el mediodía se ahoga entre el tráfico. El tráfico gris que se arrastra como un largo y torpe gusano mecánico entre la gente. Rojo sarro en el filo de los cauces a eso de las cinco y media de cualquier tarde de Julio). Mis desventajas, sobre todo en esta situación: inumerables.

Lo que quiero decir es que había sido un día pesado de trabajo, y cuando Sergio llegó a mi apartamento pensaba que era mucho más tarde. Las tres de la madrugada era mi cálculo; apenas eran las diez y veinte.

Sergio entró y me dijo algo de una gira al mar. Me dijo que Carlos tenía kush 1 y, bueno, nos fuimos.

2

Sergio estudiaba Derecho en la UCA y alquilaba un apartamento en Barrio San Juan, a menos de seis cuadras de la universidad.
Trabajaba en Sitel (un call center, de los muchos, que desde Nicaragua brindaba asistencia técnica y servicio a los clientes de Virgin Mobile en los Estados Unidos) de una de la tarde a diez de la noche y sus clases eran por la mañana.

El apartamento era agradable, más que suficiente para cualquier estudiante soltero de la capital. Estaba en una zona relativamente segura, cerca de uno de los tres malls que, no desde hace mucho, eran como los ejes de un fragmento de la realidad, ya de por sí ultrafragmentaria, de Managua. Un parqueo enmurallado conducía al porche del apartamento de Sergio, el cual estaba flanqueado por jardineras colindantes a apartamentos exactamente iguales (tres más a la izquierda y uno a la derecha) en los que vivían jóvenes y estudiantes, como él.

Aquella noche, Sergio Díaz llegó a su apartamento a eso de las diez y veinte.

Tiró las llaves y el paquete rojo de Marlboro sobre la mesita de la sala y puso la lata de Coca-Cola vacía en el piso. Inmediatamente se desplomó sobre el sofá y prendió el televisor: canal 37: Archivos extraterrestres, OVNIS en el Amazonas.
Los diez días de vacaciones acumuladas que había solicitado en el call center empezaban, para hacerlos coincidir con sus vacaciones de la universidad, al día siguiente, o sea Jueves, y Sergio no tenía nada de sueño.

Prendió un cigarrillo y salió a la lluvia que era gris y oblicua y que soltaba una pelusa parecida a la que sueltan los gatos, una brisa húmeda que se adhería a la cara de Sergio mientras caminaba hacia el apartamento de Antonio, donde divisó una luz encendida.

Cuando se paró ante la puerta percibió música en lo profundo. No tuvo que esperar mucho después de tocar. Antonio salió con un cigarrillo en la boca y con cara de dormido pero con ojos muy despiertos que se clavaron en Sergio como si nunca antes lo hubiesen visto. ¡Ah! Oe, qué nota, dijo después de un rato, pasá.

Sergio se sentó en el sofá, idéntico al suyo, y miró el lienzo medio cubierto por pintura roja y varias manchas azules, moradas y terracota, sobre el cual Antonio seguramente iba a empezar a pintar. Esperó a que Antonio saliera del baño y a que le ofreciera algo de tomar para preguntarle si andaba de ánimos de una gira nocturna: agarrar la carretera, pasar por El Crucero buscando a Carlos que tenía Kush, y tal vez amanecer en alguna playa, en La Boquita o Casares, probablemente.

Sí, vamos, dijo Antonio luego de abrir su billetera y echar un vistazo a unos cuantos billetes arrugados. Luego metió los pinceles y la espátula que estaba usando en una lata con aguarrás. Tomó su chaqueta y salieron juntos.

3

Me miraba con cara de mierda mientras balanceaba en su mano el trago que el dinero sucio de papi le acababa de pagar. Sus ojos verdes se volvían rojos o azules mientras las luces de la disco le surcaban el rostro como bofetadas de fantasmas velocísimos y multicolor. Yo entiendo, me dijo, que mierda eso que hicieron, lo del fraude, lo de los decretos, y me miraba a los ojos. ¿Cómo? No quería contestarle nada y no lo hice. Sinceramente no quería; me dolía saber que esa era mi generación hablándome, lo de la corrupción, lo de la violencia, obviamente no sabía de qué putas hablaba. Me daba tristeza. Ni siquiera repudio, lo cual me sorprendió. No le dije nada. Traté de ser amable. Él estaba borracho. Por qué no se lo decís a tu papi que es de los que lo orquestaron, uno de los funcionarios-empleados del maldito caudillo, se me pasó por la cabeza, por qué tenés que salir con eso aquí, en Hipa-Hipa, en una discoteca de niños bien, por qué tenés que ser tan ridículo. Me largué de donde él estaba con el estómago revuelto y entré al pasillo angostísimo y escasamente iluminado que a uno lo lleva desde la barra hasta el baño.

Creo que estaba borracho. Seguramente estaba borracho. Estabamos borrachos. Que ellos no tienen la culpa de sus padres, que ellos estan en situaciones dificiles, que nadie nunca va a ver al diablo en su padre, puede ser, pero de eso a que vengan a querer satisfacer sus instintitos de rebeldía adolescente tratando de entablar una complicidad tácita y juguetona conmigo, para sentirse malos, para ser rebeldes entre sus amiguitos. Le debí haber escupido la cara, ahora me arrepiento; simplemente me di la vuelta y fui al baño, lo cual no fue del todo un fracaso.

Mi ex novia, con quien corté relaciones (tormentosísimas por cierto) hace poco más de un año, tenía esta amiga que yo juraba que me coqueteaba. Obviamente nunca hice notar el hecho por lo peligroso de su naturaleza, y traté de ser tan amable como mi situación de novio-de-la-amiga me lo permitiese. Ellas se pelearon por eso, porque la mamá de mi ex le metió en la cabeza que la Alejandra (así se llamaba la amiga) se me andaba “metiendo”. Esa palabra, usada de esa manera me causó mucha gracia, pero en fin, ellas se pelearon y yo nunca volví a saber de la amiga que estaba, a mi parecer, descomunalmente buena. Creo que se había ido a los Estados o algo así. Entonces, mientras me dirigía al baño me pasó lo más estúpido del mundo: derramé mi trago sobre el vestido de una tipa que bailaba cerca de la barra con su amiga. Perdón, le dije molesto mientras ella hacía una mueca exagerada, luego le pasé unas servilletas, ella empezó a decir algo y yo comprendí que realmente no tenía ningún sentido seguir parado ahí y reanudé mi camino al baño; en eso sentí unas uñas clavarse tenuemente en mi brazo izquierdo, seguidas de un ¿Ernesto?

Cuando encontré la voz descubrí un rostro familiar, y pues, obviamente, era ella, Alejandra. Se miraba preciosa, simplemente preciosa. Su pelo negro le caía como serpientes dopadas sobre los hombros y la espalda desnuda. Los labios carnosos cubiertos por un tono turquesa nacarado pronunciaron otra vez mi nombre...

–¡Ernesto! ¿Cómo estás? –y me abrazó mientras su amiga seguía lanzando toda clase de improperios en mi contra, por haberle derramado el trago encima.

–¿Alejandra?... ¡jajajajaja, cuánto tiempo!, la reconocí pero me costó recordar el nombre.

Como dije, la ida al baño no fue del todo infructuosa. Casi al instante de los saludos sonó mi celular; era Sergio Díaz proponiendo una gira. El ambiente de la disco se había tornado insoportable desde el encuentro, poco deseado, con aquel mierda, y quería tomar aire fresco de carretera. A Alejandra la convencí de que me acompañara a un bar que estaba junto a la disco mientras llegaban mis amigos.

4

¿Sigue mala tu moto?, preguntó Sergio a Antonio mientras salían a la lluvia y al parqueo. Sí, y la verdad no creo repararla porque igual me voy a ir a la verga. Ya, dijo Sergio, ¿y para dónde vas? No sé loco, murmuró Antonio, pero largo de aquí, este país se está yendo muchísimo a la mierda y no hay nada que se pueda hacer. ¿Y eso?, preguntó Sergio. Pues sí, dijo Antonio y ambos se montaron al Yaris rojo.

Mientras Sergio retrocedía para salir del parqueo, Antonio sacó un bulto envuelto en hojas de periódico y un paquete verde de papeles para fumar. ¿Quiénes más van?, preguntó mientras abría la bolsa de plástico transparente que había sacado de los periódicos. Carlos, ¿ya sabés? el broder del Crucero. Sí, sí, dijo Antonio, fiera. Y no sé, ¿le decimos a Ernesto? Si, ahuevo, dijo Antonio mientras arrancaba los cogollos de las ramas y los ponía sobre uno de los trozos de periódico.

Cuando Sergio llamó desde su celular, luego de encender el churro que Antonio acababa de enrolar, le costó mucho trabajo entender la voz de Ernesto que se perdía entre la música a todo volumen y el rumor de la gente; la voz le decía que ahuevo, que estaba en Hipa-Hipa, pero que lo pasara trayendo y que iban sobre.

5

El frío de El Crucero es feroz. Penetra los cerros, las paredes, el techo, los muebles, las sábanas, la piel y hasta los huesos. Tenía cuatro onzas de kush y estaba aburrido. Le escribí a Sergio para que pasara trayéndome, pues la noche anterior lo escuché decir que a partir del día siguiente tenía vacaciones.

6

Ernesto salió de la discoteca casi cayéndose, abrazado a una muchacha alta y bonita que ni Sergio ni Antonio conocían. Venían hablando y cada vez que él decía algo se incorporaba y se le acercaba de pronto como si fuese a abalanzarse sobre ella, y entonces ambos decían cosas que ni Antonio ni Sergio alcanzaban a escuchar, pero casi siempre ella reía. Antonio y Sergio fumaban dentro de la cabina del Yaris rojo, mientras Ernesto y la muchacha se acercaban. Sergio se puso el churro en los labios sin despegar los ojos de la pantallita luminosa de su iPod, hasta que las voces de Ernesto y la muchacha se fueron volviendo cada vez menos distantes y borrosas.

Ves, solamente son dos amigos y estaríamos de regreso mañana al mediodía, lo más, ¿verdad loco?, le dijo Ernesto a la muchacha mientras le daba la mano a Antonio. Antonio sonrió. No corazón, falso, dijo ella, mis amigas están adentro y se quedan en mi casa. Invitalas, gritó Sergio desde dentro del carro. La muchacha y Ernesto se besaron por un buen rato recostados a la ventana trasera del Yaris rojo. Un guarda de seguridad se acercó y ella se despidió de todos sonriendo.
Aquí se los dejo muchachos, dijo, y los tres se quedaron viendo la espalda desnuda marcharse sobre el parqueo de adoquines, mientras la blusa que le caía por los costados serpenteaba junto a la luz de las luminarias, como derritiéndose sobre los jeans ajustados que se movían acompasados por el golpe de los tacones, hasta que se perdió entre los otros carros.

Sergio y Antonio le golpearon la parte posterior de la cabeza a Ernesto con las palmas de sus manos cuando este se montó al carro. ¡Jodás!, te las hubieras traído con sus amigas, le dijo Sergio. Caballo, opinó Antonio con una sonrisa mientras negaba.
Dieron la vuelta sobre el parqueo que parecía el lomo de un inmenso reptil de piedra gris y, en lugar de salir por carretera a Masaya, tomaron el camino paralelo a Hipa-Hipa que salía, rodeando la parte trasera de Galerías, a la calle de Santo Domingo y luego a la pista Jean-Paul Genie, como a la altura de La Meca del Fútbol. Allí viraron a la izquierda y cruzaron la Jean-Paul de Este a Oeste hasta toparse con el semáforo en rojo del Club Terraza.

Un segundo churro, que Antonio había enrolado mientras Ernesto y la muchacha se besaban circulaba dentro del carro; Sergio cantaba una canción de Los Fabulosos Cadillacs a grito partido. El churro se acabó cuando llegaron a uno de los semáforos de reparto San Judas, en la pista suburbana; cuando la luz estuvo en verde el Yaris arrancó sin que ninguno de los tres alcanzara a ver la manada de zombies que venía por la esquina.

Cuando salieron a la Carretera Sur empezó a caer una brisa débil. Viraron a la derecha y unos cuatro kilómetros después, cerca de la entrada del Colegio Alemán, divisaron las luces de una ambulancia y de dos patrullas de la policía; bajaron la velocidad y vieron un Yaris azul, un año más nuevo que el de Sergio, estrellado contra un poste de luz, con el vidrio delantreo destrozado, desde donde salía la mitad de un cuerpo ensangrentado que apenas se movía.

Ya en las afueras de Managua pasaron los kilómetros de curvas en medio de una neblina densa. Luego de unos quince minutos estaban en El Crucero. Viraron a la izquierda en el parquecito que estaba a la entrada del pueblo y subieron hacia Las Nubes, la zona más alta de esa, ya por sí bastante alta, zona que se elevaba entre las nubes y sobre el valle en el que, a unos veinte kilómetros al sudoeste, junto a las costas septentrionales del Xolotlan, se dilataba, caótica y fragmentaria, la capital.

7

Carlos vivía a unos trescientos metros del mirador de Las Nubes.
Bajo el muro largo y alto del mirador se erguían las copas de los árboles, a las cuales varios jirones de niebla se prendían estáticos, como motas de algodón o cenizas de pájaros prehistóricos que por la noches anidaban en aquella zona; trozos de neblina o de nubes que a la mañana siguiente estarían disueltos en una luz bronce y púrpura, o aspirados por los cientos de pulmones que pulularían apareados y acorazados por las calles de El Crucero, hasta que una nueva borrasca los borrase; bajo las copas, interminables plantaciones de café, surcadas por senderos como venas pálidas y polvorientas, soltaban un aroma ínfimo de noche y vereda. Al fondo, Managua resplandecía como un charco de luz sucia. Cuando la niebla que fluía por el vidrio delantero del Yaris rojo no dejaba ver el camino, Sergio se parqueó junto al muro. Ernesto llamó a Carlos desde su celular para decirle que saliera.

Casi en el momento en que Ernesto colgó, la figura baja y delgada de Carlos Morales, cubierta por un grueso sweater negro y unos shorts a rayas, apareció luego de una curva, junto a la luz azul de su celular, como flotando entre la niebla homogénea.
Recostados al muro del mirador fumaron los cuatro muchachos del kush que ardía en la pequeña pipa de vidrio retorcido y multicolor que planeaba entre la niebla que arreceaba, delatada por la efímera brasa naranja.

Veinte minutos después, a la una y cuarenta y nueve de la madrugada del jueves 16 de Septiembre de 2010, el Yaris rojo siguió hacia el sur sobre la carretera Panamericana que, aquella noche, estaba más desolada que nunca.
¡Jueputa!, exclamó Sergio. Bajó su ventanilla y un viento filoso le alborotó la expresión. Se le acabó la batería a esta mierda, dijo luego, y metió el iPod en la guantera.

Cuando sintonizaron la radio solo escucharon estática. En la primera emisora que encontraron sonó la voz solemne de la Primera Dama con La Mora Limpia de fondo. Sergio cambió la emisora y al poco tiempo sonó una canción de Marcos Witt. Es esto o reggaeton, en el mejor de los casos, si no bachata. Buen trip, ahí dejalo, contestó Carlos mientras su sonrisa se reflejaba a baja resolución sobre la ventana empañada.

A las dos y quince de la mañana se pararon en la Texaco que estaba a la entrada de Diriamba. Cuando Sergio parqueó el carro junto a una de las bombas abastecedoras Carlos caminó hacia el baño; Antonio y Ernesto se dirigieron a la tiendita, de donde luego salieron con tres sixpacks de cervezas cada uno. Se montaron y el Yaris rojo reanudó su marcha.

Las paredes de adobe y cal de Diriamba, despintadas y altas, entretejían un laberinto proteico y estrecho cada vez que el Yaris rojo viraba en las esquinas con gradas o pintas subversivas erosionadas, que traían en una especie de trance a Ernesto, quien no desclavaba la mirada de los techos de teja mohosa y de las plantas que se erizaban sobre ellos y en los cables y postes. Todo esto ocupó su vista, hasta que de improviso sus ojos entrecerrados desembocaron en un amplio trecho de noche, rasgado por unas cuantas nubes breves, en el momento en que el Yaris salió, con no poca dificultad, a la carretera que llevaba a las playas de La Boquita y Casares.

Cuarenta minutos después, los cuatro dormían dentro del carro, sobre la playa, frente al mar, hasta que más o menos a las seis y media de la mañana el calor y el cielo, de un azul ofensivamente brillante, los envolvíó y despertó.

8

La segunda que prevalece, más que una imagen es una secuencia. O una imagen vértice en la que convergen un sin fin de imágenes fragmentarias. Una imagen en la que diversos elementos componen uno solo.

Aquí el uno solo que esos elementos diversos componen es el tipo, el loco ese, Ambrosio Esteban. Es una imagen terrible. Lo terrible de la imagen de Ambrosio Esteban no es, sin embargo, apreciable a primera vista, se requiere la distancia del tiempo, aunque sea corto, la impresión y la ausencia para volverla terrible. No ausencia, sino presencia tácita.

Los elementos diversos: la mañana desmoronada por toda la costa, o flotando como miga de oro sobre las olas mansas. La lechagria y la tortilla tostada que desayunamos en la única venta que encontramos abierta. Un viento que sabía a orín y a moho, y de pronto a sal y a escamas. La arena que levantábamos al caminar. La soledad de la playa aquel día. No había absolutamente nadie, comprensible por los dos días de asueto nacional que acababan de pasar; lo incomprensible era que nos encontrabamos ante la ausencia total de los pescadores locales y todos los negocios cerrados.

Les fue bien seguramente, recuerdo que dijo Ernesto, quien todavía llevaba la camisa a rayas, los jeans grises arrugados y el pelo engelatinado de la noche anterior. Pero esta gente nunca cierra, por muy bien que les vaya, además por lo menos, a como está la marea, deberían estar saliendo a pescar, pero ni lanchas se miran, opiné mientras me agachaba para recoger una concha cónica, perfecta para ser usada como una pipa. Sí, ahuevo, eso sí, me respondió Ernesto. Lo bueno es que tenemos la playa solo para nosotros, dijo Sergio. Lo malo es que no hay mujeres, intervino rápidamente Carlos mientras el churro que llevaba entre sus labios daba brinquitos con cada palabra.

En la venta en la que desayunamos también compramos un litro de Ron Plata, dos paquetes de cigarros y un litro y medio de 7up, para recibir a gusto el nuevo día. Nos sentamos a tomar en el carro, con las puertas abiertas y la radio encendida. Creo que sonaba una cumbia, cuando en eso apareció el tal Ambrosio Esteban.

Venía oscilando entre la arena seca y la húmeda, con una camisa amarilla muy sucia y desabrochada, un pantalón de tela azul y un machete de hoja corta y sarrosa en la mano izquierda. Ernesto fue el primero en advertirlo. Cuando llegó donde nosotros, ya todos estabamos al tanto de su presencia. Creo que fue Sergio el que le dijo que se quedara a tomar. Sí, Sergio, porque además él fue quien le sirvió el trago.

Cuando el tipo dijo “¡Uenasss!” y desplegó una sonrisa que delataba la ausencia de varias piezas dentales y que dejaba entrar la luz hasta los revestimientos metálicos que cubrían las pocas piezas que todavía conservaba, juro que si hubiese estado más atento desde entonces lo hubiese podido haber visto parado en el umbral de su casita, con el machete colgándole de la mano y la sangre cayendo al piso de tierra. “¿Seácustedes m'podrán o-ooogzzzequiarsh u cashimbazo?” agregó sin quitar esa sonrisa cristalina. Esa sonrisa que mostraba parte de su calavera. La sonrisa terrible del animal humano.

9

El tipo era rarísimo. El mero diablo, diría la gente de estos lados. Yo le ofrecí el trago porque pensé que iba a ser divertido, que él también iba a disfrutar del viaje. La idea de darle kush no sé de dónde salió. Pero bueno, nos pidió el trago y yo se lo serví. Tal como imaginé, ni siquiera esperó la gaseosa para pasarlo (el trago era poco más de la mitad de un vaso de plástico desechable). Lo pasó al grito. Un grito como de lapa en el medio de la selva. Un grito esquizofrénico a todas sus anchas. Un grito seguido por dos puñetazos contra su propio pecho, por el ruido del machete cayendo en la cuneta, y por una sonrisa amplia que hendió un enjambre de arrugas por todo su rostro. Inmediatamente se sentó con nosotros y empezamos a platicar. Ambrosioestebanpaniagua m'llamo yo, ¿cuál es tu gracia?, recuerdo que le preguntó sin mayor preámbulo a Antonio, quien examinaba una conchita blanca y cónica que había hallado en la costa. Perdón, le contestó. Ambrosioestébanpaniagüa m'llamo yo, ¿cuál es tu gracia?, insistió Ambrosio Esteban. ¿Mi gracia?, pues soy pintor, demoró en contestarle Antonio. Tuuu gra-zzi-a ¿Cómo timientanpues? Pues, tu nommmbre, exclamó Ambrosio Esteban ya desesperado. ¡Aaaa!; Antonio, y le extendió la mano. Yo me llamo Carlos Morales, dijo Carlos, y mi gracia es que soy fumón, y ellos son Sergio y Ernesto. Yo sonreí, Ernesto estaba acostado y no prestó mucha atención. Seguimos tomando mientras él hablaba. Contaba historias y anécdotas de la vida de esos lados, de sus vagancias y de la muchas mujeres que supuestamente tenía, cuentos de esos que se repiten con ligeros matices en sus tramas, con detalles que difieren levemente y se repiten y repiten en distintas zonas del país, que supongo que en esencia son el eco o el polo opuesto de unos cuantos mitos que la humanidas ha decidido conservar y verter en todas sus historias; nosotros fumabamos un churro del que no le ofrecimos y escuchabamos. Ambrosio Esteban se echó el segundo trago y Ernesto dijo algo así como qué buen cliente el que tenés allí, y todos reimos. La marea empezaba a bajar. Me interesé en saber su edad, pero su respuesta fue un rotundo pus noooséyo que dad tengo... Cómo no vas a saber, insistí. Más o menos, preguntó Ernesto mientras se incorporaba. Él solo se encogía de hombros. Májmenos cincuentedos, dijo luego de un buen rato en el que pensamos que había olvidado nuestra pregunta. Todos lo miramos extrañados. Estás loco, le dijo Antonio sonriente, lo más que tenés son veintisiete, pero lo más. Todos asentimos y le pasamos un cigarro encendido. Apuesí, comoeso... 'intisiete májmenos. Prendimos otro churro y le preguntamos que si era de allí, de La Boquita. De Amayito, nos dijo.

Recordé que Amayito quedaba cerca de los potreros que habíamos visto en la madrugada. Cierto, dijo Antonio y le preguntó a Ambrosio qué tal habían estado las lluvias. Ha llovido bastante, respondió, luego dijo algo como que eramos bandidos nosotros, que el sabía lo que era eso, que era droga, a lo que Carlos le respondió, mientras le pegaba una jalada al churro, que sí era droga y que además era de la tuani. Y entonces se lo pasaron a Ambrosio Esteban quien desde que llegó no dejó de sonreir.

10

–¡De la tuani!

–Son bandidustedes chvalos –y le pegó un jalón al churro de kush, que ya iba por la mitad.

–Retenelo más tiempo –le dijo Ernesto–, tenelo más tiempo adentro, en los pulmones.
Ambrosio Esteban, con los pulmones llenos de humo, empezó a tragar grandes bocanadas de aire. No era la primera vez que fumaba marihuana, sin embargo el sabor y el aroma del churro que los cuatro muchachos le proporcionaron le parecieron, aunque extrañísimos, muy agradables.

El primer contacto entre Ambrosio Esteban y la susodicha hierba había sido en Julio de 1998, durante la “demanda” de Santiago Apóstol (santo patrono de Jinotepe), que era, en pocas palabras, una peregrinación a la que mucha gente del departamento de Carazo asistía movida por diferentes razones que se podrían resumir en tres: el sentido de la aventura, que era la que movía a la gran mayoría de los peregrinos, presente en la mayoría de pobladores de un país de guerras no resueltas. Luego estaba el bacanal y las bebederas que se armaban en los campamentos al caer la noche, o sea que la vagancia sería la segunda razón, aunque cabe mencionar que este grupo no excluía a los que también iban por la aventura. La tercera, la que movía a unos pocos y que, aunque incluía muy moderadamente a algunos que iban por la primera razón, excluía y miraba con malísimos ojos a los que iban por la segunda; este tercer grupo era un grupo mínimo que normalmente caminaba y acampaba lejos del resto, exceptuando las horas de comida, momento en que se ponían a repartir el guiso que habría de completar la ración que algunos de los peregrinos llevaba cuidadosamente guardada o de engañar el hambre, por un rato, de los que no llevaban nada, en fin, este pequeño grupo, el tercero digamos, que en los años en que comenzó la “demanda” era el predominante, estaba ahí por no otra razón que el fanatismo al santo o la mera fé religiosa.

Fue en aquel lluvioso mes de Julio del penultimo año del milenio pasado, cuando Ambrosio Esteban se enmochiló y salió a la demanda. Entonces no se le podía ubicar dentro de ninguno de los tres grupos mencionados, porque a pesar de estar, en teoría, pagándole una promesa al santo, también iba interesado por el guaro y la aventura.

¿Cuál era la promesa?

Un año atrás, o sea en el 97, Ambrosio Esteban había estado en el Hospital público de Jinotepe muriéndose de cirrosis. Entonces, doña Jerónima, su madre, aterrorizada de ver a su hijo menor aguijoneado de sueros y confinado a una cama, y sobre todo angustiadísima ante la imposibilidad de cubrir los altos costos de los tratamientos, no vio otro remedio que acudir (sin que un par de lágrimas, que en otra vida fueron tuétano, descendieran por sus arrugas, como bajando peldaños irregulares, mientras su quijada vieja parecía dar varios pasos en falso, mascando suspiros fantasmas) a una pareja de señores de Jinotepe para quienes había trabajado su mamá, o sea la abuela de Ambrosio Esteban, por varios años.
Al conocer sobre la situación del muchacho, los señores le dijeron a doña Jerónima que no tenía de qué preocuparse, pues a partir de ese momento ellos mismos asumirían los costos del tratamiento. Además le aconsejaron rezar y encomendar a su hijo al Señor.

Doña Jerónima salió de la casa de los señores hecha una flecha que, si la felicidad fuese de colores, hubiese dejado una larga estela, más parecida a un arco iris que a la cola de un cometa, sobre las calles angostas y grises de Jinotepe. Al pasar frente al atrio de la Parroquia Santiago (que en aquel atardecer rojo y amarillo se asemejaba a la calavera fosilizada de un dios antediluviano muerto por sumersión, sorprendido durante su sueño por el desborde de un mar lejano) doña Jerónima se precipitó hacia las gradas y penetró en una de las cuencas oscuras y rectangulares que fungían como puertas.
Se postró ante el altar blanco mármol y dorado que resplandecía al final del largo pasillo y se soltó a llorar arrullada por la luz oscilante de los candelabros y el humo sinuoso de los inciensos. Sin recordar cómo, llegó hasta la pequeña capilla, destinada exclusivamente a la oración muda, y permaneció de rodillas, orándole y agradeciéndole al Señor. Tras unos cuarenta minutos de experiencia cuasi catártica de desahogo personal y solitario, doña Jerónima terminó prometiéndole a la imagen de Santiago Apóstol que Ambrosio Esteban iría cada año, cuando ya estuviera mejor, a la demanda, en la que varios cientos de caraceños peregrinarían a través de senderos, montarascales, montañas y veredas hasta las costas del Pacífico, donde el mar, una vez que la imagen del santo fuese puesta sobre la arena, se apaciguaría como por arte de magia.

Al año siguiente, Ambrosio Esteban estaba sentado sobre el murito del parque central de Jinotepe, un tanto nervioso por el gentío, pero sobre todo por la pólvora que a cada momento estallaba en el lugar menos esperado.

Aquella era la segunda vez que Ambrosio Esteban salía de Apazagüe. La primera fue cuando estuvo en el hospital, pero de aquella experiencia no recordaba mucho. Su mayor preocupación, esta vez, era que no sabía exactamente qué era lo que uno debía hacer en la “demanda”, entonces los primeros días trató de estar lo más atento que pudo.

Al caer la primera noche, tras andar los cincuenta y algo kilómetros que inauguraban la marcha, siempre los más pesados por ser los primeros, Ambrosio Esteban colgó su hamaca de los troncos de dos arboles y se quedó dormido viendo las estrellas que se enredaban entre las ramas oscuras, sin hablarle a nadie.

A la mañana siguiente se formó rápidamente en la fila del guiso. Una vez servido, se sentó a comer junto a un grupo que cantaba y tocaba guitarra. Al poco tiempo uno de los que cantaba, el más joven, le tiró a Ambrosio Esteban una cantimplora. Para que no se atragante, prix, le dijo la mano generosa. Ambrosio Esteban le sonrió tímidamente y tomó un largo trago de aguardiente.

La segunda noche cayó cuando los peregrinos cruzaban los cerros occidentales de Santa Teresa entre un enjambre de chayules, pero esta vez Ambrosio Esteban no se preocupó por colgar su hamaca, en parte porque caminaba junto a sus nuevos amigos, ya a cierta distancia de la multitud de peregrinos que avanzaba como tortugas bípedas y andrajosas, de cuyos caparazones de lona verdeolivo colgaban cacharros y ollas viejas, sacos de dormir y hamacas.
Hacía varias horas buscaban (Ambrosio y sus nuevos amigos) un camino que los habría de llevar a los plantíos.
Son como seis manzanas, escuchaba Ambrosio Esteban que decían sus nuevos amigos, pero hay que tener cuidado porque estos indios hijueputas son arrechos. Ambrosio Esteban solamente se preocupaba por seguir a su nuevo grupo, que era de cinco, incluyéndolo a él, y de interceptar de vez en cuando la cantimplora con aguardiente que no paraba de circular entre ellos.
Luego de bajar una sinuosa quebrada, con anchos bloques de piedra cubiertos de moho y musgo y de seguir por un par de metros un arroyo verde y escaso, subieron por una especie de sendero al que varias veces tuvieron que darle continuidad con los filos de sus machetes.

Finalmente llegaron a los plantíos, cuando ya se arrimaba la medianoche, cuando ya la luna se había puesto y el cielo había quedado como rasgado por varias nubes estrechas que irradiaban una especie de polvo de plata. Ambrosio Esteban esperó con uno de los muchachos mientras los otros tres cruzaron el cerco, apartando las largas líneas de alambre de puas que refulgían como gigantescos hilos de araña en medio de la noche.

Los tres tipos salieron casi diez minutos después, despavoridos por los disparos que se acababan de escuchar. Al rato de una larga y veloz huida, cuando puedieron sentarse junto a un arroyo, los cuatro nuevos compañeros de Ambrosio Esteban estuvieron de acuerdo en que el botín había valido el susto: dos mochilas y media de cogollos maduros de marihuana criolla, pelirroja le decían en Santa Teresa, de la que no se encuentra en ningún otro lado del mundo.

Dos y media mochilas de cogollos maduros de pelirroja que a Ambrosio Esteban le tomó vender, junto a sus nuevos compañeros, siete días, durante los cuales ellos mismos le dieron posada en Jinotepe; siete días en los que, hasta aquel momento, se agolpaba casi la totalidad de experiencias con que la vida de Ambrosio Esteban contaba.
En esos siete días Ambrosio Esteban conoció lo que era una cantina; también descubrió, pues quizá decir “entendió” sea poco preciso, puesto que a él no le tocó pagarla, lo que era una puta; también supo lo que era amanecer tomando en la cuneta de un barrio en el que nadie te conoce, eructando hambre y mascando frío.

Finalmente Ambrosio regresó a casa con trescientos córdobas que hicieron brillar los ojos de doña Jerónima y más o menos una onza de pelirroja que enterró bajo uno de los postes del largo cerco que rodeaba los potreros de la finca que su hermano mayor cuidaba.

Ambrosio Esteban solamente logró fumar la mitad de aquella onza pues uno de los primeros aguaceros, retrasado varios meses, arrasó no sólo con lo que a Ambrosio Esteban le quedaba de pelirroja, sino también con el cerco y con los pocos cultivos que habían logrado crecer en los meses de sequía.

La media onza que sí logró fumarse le había durado dos meses.

Cada tarde que podía se perdía por los caminos y fumaba tumbado sobre el pasto de los potreros, bajo el cielo absolutamente azul, sin una sola nube, engullendo su mirada, percibiendo un movimiento ancho y lento de las pequeñas colinas que parecían lomos de peces gigantes agonizando junto a él; fumaba de una mitad de coco que había acondicionado para tal fin, y esa fue la única experiencia de Ambrosio con la marihuana, pero en aquella ocasión nadie le indicaba cómo y qué tanto debía fumar, y la pelirroja, por muy buena que sea en Nicaragua, es infinitamente inferior en potencia al kush importado que ahora fumaba y que ya le hacía notar una textura transmutada y gelatinosa en la voz de Ernesto que le decía:

–Aguantalo hasta que ya no podás.

–Ve, Amayito es cerca de los potreros que vimos anoche –recordó Sergio de pronto.

–A huevo –dijo Antonio–. Ambrosio, ¿cómo han estado las lluvias?

–Regulars... pero halluvido esste mes bastante...

–Bueno, ¿y no habrá hongos de los de la mierda de las vacas? –le preguntó Sergio.

–Ah, sonbandidusteds, ya lo vi.

–Al suave –dijo Ernesto.

11

Ambrosio Esteban se volvió obsesivo con el tema de la comida. Nos empezó a decir de los frijolitos y la cuajada que hacía su mujer. Que teníamos que ir con él a desayunar. Que no sé qué... No sé qué pensamos. Que iba a ser buena idea sunpongo, que de una vez podríamos aprovechar para buscar hongos en los potreros. Aceptamos la invitación de Ambrosio y regresamos por
la carretera que nos había llevado hasta la playa, pero esta vez, a los diez minutos, tomamos un desvío.

De haber seguido en la carretera, de no haber tomado ese desvío, todos estaríamos ya de regreso en nuestras casas. Yo estaría durmiendo esta maldita goma. O probablemente ya habría quedado en algo con la Alejandra, que por cierto, me escribió en la mañana, mientras estábamos tomando en el carro con Ambrosio Esteban. Buenos días corazón, qué tal la gomita?, o un mensaje por el estilo. Al rato me quedé sin batería en el cell y no le respondí.

Bueno, lástima... la cosa era que una enorme polvareda se levantaba en el camino de tierra cuando el carro pasaba; un camino de tierra que dividía enormes extensiones de potreros y corrales separados por líneas de alambre de puas corrían a toda velocidad, como una inagotable y terrible sierra eléctrica, junto al Yaris rojo, a la altura de nuestros cuellos. De pronto, el camino quedó franqueado por una multitud de árboles flacos y secos, escasos de hojas y espinosos, medio dorados por la luz que el sol, parcialmente cubierto por dos nubes densas y cargadas de lluvia, arrojaba.
Todos estabamos algo cansados; Ambrosio Esteban sacaba la cabeza y la mitad del cuerpo para saludar a grito partido a todo el que se topaba por el camino. Y dale que dale con la cosa de los frijolitos y la cuajada. Que qué ricos. Que clase de cuchara la de su mujer. Que ahí ibamos a ver todos.

Cuando por fin llegamos a la casita, sita en el medio de la nada, o de la casi nada, separada de la carretera por kilómetros y kilómetros de potreros y de bosque tropical seco, varios niños salieron a recibirnos. Pegaban sus manitos y sus caras a los vidrios polarizados, saludaban y corrían a la par. Unos ocho niños, desnudos algunos, en calzoncillos otros, todos tierrosos y alegres. Estos son mis chavalos, nos dijo Ambrosio Esteban. Que cachimbo, observó Antonio. Es que algunos son de mi hermano. Ah ya. ¿Y cómo están esos programas del gobierno aquí?, pregunté solo por joder, ¿Al cien? Ambrosio me miró como si no hubiese comprendido o como si yo ni siquiera hubiese preguntado nada, luego se bajó. Ambrosio, hasta ese momento, me había caido bien. A veces mucho se enllavaba con ciertas cosas. Me imagino que es medio obsesivo el tipo. Lo de la comida de su mujer parecía ser su fijación favorita; esa era la constante. Luego habían variables. Lo de darse comandos a sí mismo. Por ejemplo, decía de pronto “Sentate Ambrosio” y el mismo se respondía “Bueno”, y se sentaba. “Echate el trago, Ambrosio”, y se lo echaba. A mi ese detalle me pareció divertidísimo, pero creo que nadie más lo notó. Bueno, al grano. “La masacre”. No creo que sea muy difícil de adivinar. Llegamos y dele que dele Ambrosio con los frijoles, la cuajada y la tortilla de su mujer. Creo que conviene informar que en el camino hicimos hot box con dos churros más de kush, por tanto, Ambrosio ya venía perdido en el espacio sideral, lo que volvía la situación, a nuestro parecer, considerando nuestra falta de previsión hacia los acaecimientos que se desarrollarían con el ímpetu de un enjambre de relámpagos, más graciosa.

Nos bajamos y saludamos. De aquí para allá todo es muy borroso. Ambrosio creo que entró antes que nosotros a la casita (si, tuvo que ser así; en todo caso, si entró después que nosotros no lo vi) y luego vinieron los gritos. Cómo me vas a decir que no hay nada para mis amigos, oi que vociferaba desde dentro, ¡juelagrantrescientasmilmillones de la gran trescientasmilmazorcas de la granmil puta!, o algo similar chilló Ambrosio hecho un loco. Su mujer, a quien no pude verle la cara, lloraba de forma nerviosa, desbordante, pero con una especie de calma profunda. Escuché golpes y sentí que Carlos, Antonio y Sergio (yo venía al final y todavía no atravesaba el umbral) se detenían de pronto. De ahí, solo recuerdo a Ambrosio con una cara de bestia psicópata que nunca se la había visto a nadie en la vida real (en la pantalla quizá solo a Jack Nicholson, y a Michael Jackson). La luz que entraba en haces, perfectamente definidos por el humo y el polvo que flotaba en toda la casa, haces tubulares forjados por los huecos del zinc, cruzándose y dibujando círculos y óvalos en el piso y sobre las piedras de donde salía el humo, sobre el comal renegrido y sobre la figura de Ambrosio Esteban. Sobre sus ojos de cabro o de caballo desbocado. Sobre su quijada tembleque. Sobre la mano y el antebrazo, surcado por venas gruesas que parecían talladas a mordiscos en caoba o pochote.

Sobre el machete que chorreaba sangre espesa.

La cara, lo que se dice la cara, no se la vi a la mujer de Ambrosio Esteban. Lo que si vi fue la cabeza destapada emanando una cosa negra y viscosa, que no parecía ni sesos ni sangre, tal vez era el alma, tal vez el alma es así, una especie de brea oscura que solo se ve en el momento y luego desaparece; en fin, esa cosa negra chorreaba desde la cabeza de la mujer y se encharcaba sobre el piso de tierra. También escuché los gritos de varios niños y la respiración de Ambrosio Esteban que se sentía cada vez más fuerte, como si fuese inundando el viento, o como si el viento se fuese acompasando al ritmo y a la fuerza de su respiración que era como la de un cerdo que arrastran al matadero. Llantos de niños y gritos de Ambrosio que se perdieron en una nube de polvo que se levantó tras el Yaris cuando ya ibamos a unos doce metros de la casita. No recuerdo qué dije o qué hicimos, no creo que importe; solo recuerdo que todo pasó demasiado rápido. Todavía no tengo una idea muy clara de qué fue lo que, o cómo, pasó. Yo no vi cuando le pegó el machetazo, creo que Carlos tampoco. Antonio probablemente vio algo. Sergio sí, definitivamente Sergio sí estuvo en palco cuando Ambrosio le destapó los sesos a su mujer, quien, según pudimos leer en la página de Sucesos del día siguiente, se llamaba Ignacia María Ruíz Ruíz y tenía diecinueve años.

Lo inverosimil de la noticia de Ambrosio Esteban es que no figurábamos por ningún lado, tampoco los niños que vimos, ni nadie, pues según la reportera que realizó la nota, el cuerpo de Ignacia María fue “abandonado en una casita de cuido, aparentemente deshabitada desde hacía muchos años. El cadáver no mostraba otro signo de violencia más que la herida profunda, presuntamente provocada por un machete, que le unía la coronilla con la nuca”. Otra cosa inverosimil era que la hubiesen publicado, que alguien se hubiese tomado el trabajo de ir a cubrir la aparición de un cadáver en medio de esos potreros. Que se hubiesen enterado.

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"un embutido de ángel y bestia"